FORMACIÓN para discípulos misioneros en la música y el canto
- La música en el Antiguo Testamento
- La música en el Nuevo
Testamento
- El DON de la MÚSICA
- Los INSTRUMENTOS MUSICALES en
el Antiguo Testamento
- El lugar de la MÚSICA en tu
VIDA
- El poder de la música
- Cantar VICTORIA
- Canto y comunión
- Strépito Interpósito
- Cantos en 3D
- El don del canto y la música…
desde pequeños
- La música, sierva de la
Palabra
- Palabra, silencio y
música
- Eres lo que cantas
- Que toda la asamblea cante
- Dios es gratis
- En la Tierra como en el Cielo
- Música y profecía
- ¡Halelu-Yah: alabad a
Yahvé!
- Valores humanos del canto y la
música
- La invitación a cantar en el
Nuevo Testamento
- María, música de Dios
- Un coro al servicio de la
Asamblea
- Sin sed no podemos cantar a
Dios
- Cantar en espíritu y verdad
- Criterios de discernimiento de
cantos: la Asamblea
- Menos es más: los medios
pobres en la música
- La Iglesia canta desde sus
orígenes
- Proclamar las maravillas de
Dios cantando
- La música como instrumento de
sanación
- La música en la oración personal
- El Cántico de la Carta a los
Efesios
- El canto silencioso de José
- El Cántico de Moisés
- Claves para una música ungida
por el Espíritu
- Nuestro servicio debe
favorecer el canto de la Asamblea
- El Cántico de Zacarías
- El discernimiento de cantos
- El discernimiento de
cantos en la oración comunitaria
- El discernimiento de cantos en
la Eucaristía
- ¿Cualquier letra con cualquier
música?
- Cantos centrados en mí y
cantos centrados en Dios
- Cantad al Señor un cántico
nuevo
- Perseverar en nuestro servicio
en la música
- Llegar a Dios a través de la
música
- La música, servidora de
comunión
- Cantar en familia
- Cantar en comunidad
- Cantar en el Espíritu
- Servir a Dios a través de la
música
1. La música en el Antiguo Testamento
¿Tiene
la Biblia algo que decir sobre la música y
el canto como ministerios en la Iglesia? ¿Puede la Palabra
de Dios iluminar de un modo nuevo y "renovador" el ejercicio
estos dones al servicio de la Comunidad? La perspectiva de Dios, manifestada en la
Biblia, ¿debe cambiar nuestras actitudes e impresiones personales acerca del tema?
¡¡¡Sí, por supuesto!!!
La
música ocupa un lugar importante en la Palabra de Dios. Más de 40 libros de la Biblia nos hablan directamente de ella,
sumando casi 600 pasajes. ¡Casi nada! Esto sin
contar las numerosísimas referencias indirectas. Por tanto, haremos bien
en leerlos y aprender. Todos los
aspectos actuales de la música y el canto son abordados por la Palabra
de Dios.
La música aparece en 563 citas del Antiguo Testamento. Y lo hace
ya desde las primeras páginas
del Génesis. En Gen.4, 20-22 se nos describe la primera especialización de las actividades
humanas. Tres hijos tuvo Lamek: Yabal, Yubal y Túbal Caín. Yabal "vino a ser el padre de los que habitan tiendas
y crían ganado". Túbal Caín
"padre de todos los forjadores de cobre y de hierro". El segundo de los hermanos, Yubal, fue
"padre de cuantos tocan la cítara y la flauta".
La palabra de Dios nos da a entender que los alimentos y los productos manufacturados no sacian las necesidades del hombre. Junto a estas actividades, la Biblia pone la música.
Dios nos revela que no es suficiente atender las necesidades materiales del hombre. Él nos ha creado
con ciertas necesidades "estéticas"" y ha creado
la música para satisfacer
esas necesidades.
Desde siempre, la música ha servido para expresar la alegría y
la alabanza a Dios. El Señor le
preguntaba a Job: "¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra, alababan las estrellas del alba y
se regocijaban todos los hijos de Dios?"
(Job 38,7).
Si leemos el Antiguo Testamento desde la perspectiva de la música,
nos impresiona la importancia que tenía en la vida del pueblo de Dios. Estaba asociada a todos los aspectos de su
existencia personal y colectiva. La música está
presente siempre, en todos los lugares, tanto en la vida cotidiana como en la religiosa. Todas las épocas del año
están marcadas por cantos aprendidos o improvisados. Se cantaba en:
·
las siegas y en las vendimias (Esd 9,2; 16,10. Jer 31, 4-5)
·
al momento
de partir (Gen 31,27)
·
y en los reencuentros (Jc 11, 34-35;
cf. Lc 15, 25).
·
a la llegada de la primavera (Cant 2, 12)
·
y al descubrir el manantial (Num 21, 17)
El novio cantaba
al presentarse a la amada (1Mac 9, 3). Había cantores y cantoras en la corte
del Rey (2Sam. 19, 35).
En los libros del Antiguo Testamento aparecen toda clase de cantos:
·
Cantos de marcha (Nm 10, 35-36.
2Cro 20, 21)
·
Cantos de peregrinación a Jerusalén (Sal 121 a 134)
· Cantos laborales (Num 21, 16-18; Jc 9, 27; Is 5,
1; Is 27, 2; Is 65, 8; Jer 25,
30; Jer 48, 33;
Os 2, 17; Zac 4, 7; Job
38,7)
·
Cantos de amor
(Sal 45; Cant 2, 14; Cant
5, 16; Ez 33, 32)
Hay cantos de júbilo tanto en la salida de Babilonia (Is 48, 20;
Sal 126, 5) como en la liberación definitiva de los redimidos
(Is 35, 10). En los entierros, se cantaban
elegías fúnebres (2 Sam 1, 18-27; 3, 33 y ss; 2Cro 35, 25). Aún el más pobre de los israelitas debía hacer venir como mínimo a dos músicos que tocaran la flauta para el entierro de alguno de su familia.
La música acompaña
el ejercicio del ministerio profético. En tiempos de Samuel, había grupos de profetas que tocaban salterios, arpas, panderos, y flautas (1Sam 10, 5; 16, 16 y ss ; 19, 20-24).Eliseo pidió a un músico que tocara el arpa para poder expresar lo que Dios
le inspiraba. La música era utilizada también para echar los malos espíritus (1Sam 16, 16; 18, 10).
La música se utilizaba regularmente en el culto del templo,
tal como había ordenado el Señor:
"En el día de vuestra
fiesta y en las solemnidades, tocaréis las
trompetas durante vuestros holocaustos y sacrificios de comunión. Así haréis que vuestro
Dios se acuerde de vosotros” (Num 10, 10).
Cuando transportaron el arca a Jerusalén, "David y toda la casa de Israel bailaban delante del Señor con todas sus
fuerzas, cantando con citaras, arpas, panderos,
flautas y címbalos" (2Sam 6, 5). Los especialistas en el tema han clasificado hasta treinta instrumentos
musicales utilizados por los hebreos. No todos
eran utilizados por el pueblo; David hizo que el uso de alguno de ellos se limitase
exclusivamente al culto del tabernáculo.
Los cantos y la música resonaban sobre todo durante los sábados
y las fiestas. Desde por la mañana se cantaba
un salmo que variaba según el día de la semana.
La mañana del sábado, los levitas cantaban los primeros versículos del Salmo 105. La jornada estaba dividida en
seis períodos. Cada uno de ellos se introducía
con el canto de algunos versículos del Cántico de Moisés (Sal 90, 1-6; 7; 13; 14-18...) Por la noche, los levitas clausuraban la jornada cantando el Salmo 96.
Cada fiesta era celebrada por uno de los salmos en particular.
En la fiesta de los Tabernáculos, la asamblea entonaba
el Salmo 118 caminando alrededor
del altar. El último día,
"el más grande de las fiestas", un sacerdote iba al estanque de Siloé para sacar agua con un cántaro de oro. Cuando volvía, el pueblo lo recibía
a la puerta de la ciudad cantando:
"sacaréis con gozo de las fuentes de la salvación" (Is 12, 3). Mientras el
sacerdote derramaba solemnemente el agua sobre
el altar, los otros sacerdotes tocaban las trompetas y los levitas cantaban, acompañados por los flautistas. En este
marco, podemos entender mejor las palabras
de Jesús en (Jn 7, 37). Esa noche, la fiesta se prolongaba hasta el primer canto del gallo. Hombres y mujeres
se reunían en el atrio del templo a danzar y cantar al ritmo
de los instrumentos de los levitas.
David fue el primer responsable de un ministerio de música carismático. En 1Cro 15, 16-22 se nos explica
como lo organizó. Inventó instrumentos para acompañar los
"cantos en honor a Dios" (1Cro 16, 42). Recibían 10 años de formación para poder ejercer este servicio
y no podían empezar su ministerio antes
de los 30 años (1Cro 23, 3). Los maestros de música y canto estaban divididos en 24 grupos de 12 hombres; un
total de 288 levitas "expertos en todo lo referente
al canto al Señor, instruidos y aptos" (1Cro 25, 7). Estos enseñaban
la música a sus hermanos.
Asaf, Jedutún y Hemán dirigían
este gigantesco ministerio de música. Daban la señal de
empezar con sus címbalos. Otros ocho músicos guiaban
la melodía con el
arpa.
Salomón continuó con este ministerio de música carismático. Para la inauguración del templo, 120 sacerdotes
tocaban trompetas al mismo tiempo que
un gran coro cantaba a una sola voz: "porque es bueno, porque es grande su Amor"(2Cro 5, 13). Y Dios manifestó
su aprobación "llenando el templo de su
Gloria".
Con el exilio (S.VI a. de Cristo) el canto pasó del templo a las
sinagogas, no sólo se continuó
cantando los salmos, sino que toda la escritura era leída cantando. De los ocho grupos de instrumentos mencionados
en el Antiguo Testamento, solamente la mitad tenía acceso al templo. Sólo los descendientes de Leví podían tocar en el Santuario y debían
hacerlo de una determinada manera, apropiada
para el culto. Esto nos enseña que había unos criterios establecidos en lo referente a la utilización de instrumentos musicales, y que no estaba permitido que cada uno hiciera lo que mejor le pareciese
para alabar a Dios.
Las mujeres también
participaban en el coro del Templo. Esdras habla de "doscientos
cantores y cantoras " (Esd 2, 65). En 1Cro 25, 5 y ss. se nos habla de tres hermanas instruidas para el canto en la casa de Dios. Los cantores recibieron del rey Agripa el privilegio de
llevar una túnica blanca, distintivo de los sacerdotes. La "orquesta" del templo estaba compuesta, sobre todo, por instrumentos
de cuerda con sonidos suaves (arpas y salterios). Podemos decir que, a pesar de haber muchos instrumentos, las voces no tenían ninguna
dificultad para sobresalir y así ser escuchadas. En el culto, había
lugar para el canto de los solistas,
el coro y las distintas clases de instrumentos.
El Antiguo Testamento nos presenta también ejemplos del mal uso de la música. En Ex. 32, 17 se menciona la música que hicieron los israelitas después de haber levantado el becerro de oro. En el libro de Daniel, se nos cuentas como el rey Nabucodonosor utilizaba la música al servicio de la idolatría y la glorificación del hombre (Dn 3, 5). Amos (Am 6, 5) habla de la música religiosa que no es agradable a Dios. Y en el capítulo anterior (Am 5, 23), el Señor reprende a los que hacen música religiosa sin que su corazón esté consagrado a Él: "Quita de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas".
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2.
La música en el Nuevo Testamento
El
Nuevo Testamento contiene únicamente 12 pasajes con indicaciones relativas a la música.
Sin embargo, sabemos
que la Iglesia primitiva tiene muchos puntos de continuidad con el pueblo de la antigua
alianza y, al principio, sus celebraciones fueron similares a las de la sinagoga. Si los hebreos tenían razones
para cantar y alabar a Dios, los cristianos tenían aún muchas más.
El Nuevo Testamento comienza con un canto profético
de María: "El Magnificat" (Lc 1, 45-55). Según
las costumbres del pueblo hebreo, un poema de
este tipo debía
recitarse cantando.
El nacimiento de
Jesús fue anunciado por el más fantástico ministerio de música que jamás se haya oído sobre la tierra: miles
de ángeles entonando el Gloria, que después sería
cantado por millones de cristianos (Lc 2, 14). Algunos días más tarde, Ana y Simeón desbordaron de alegría cuando
vieron a Aquel que el pueblo esperaba desde hacía
muchos siglos, y lo saludaron con un himno de alabanza al Salvador (Lc 2, 22- 38).
Estos
poemas fueron, con toda seguridad, cantados, como lo serán después durante siglos
y siglos por los cristianos.
Jesús participó -
como cualquier otro israelita en el canto de los salmos de alabanza y penitencia, tanto en la sinagoga
como en el Templo. Hay un momento muy especial, tras la Última Cena, narrado en (Mc 14,
26): "Cuando hubieron cantado el salmo,
salieron al Monte
de los Olivos".
Los primeros
cristianos mantuvieron la tradición judía de cantar los salmos.
Participaban en el culto del Templo y los cantaban también entre ellos
en las casas. El hábito de cantar y el sentido
espiritual del canto debía ser algo verdaderamente arraigado en ellos, cuando en una situación tan apurada como la
que vivieron Pablo y Silas en la prisión
de Filipos, los cánticos
brotaban espontáneamente de su corazón.
La orden de cantar es menos frecuente
en el Nuevo Testamento que en el Antiguo Testamento, pero la encontramos en las cartas de San Pablo a los Colosenses (3, 16) y a los Efesios. Esta
última carta constituye una especie de testamento espiritual de Pablo a las Iglesias
de Asia Menor.
La segunda parte
del capítulo 5 se podría titular: Carta del Apóstol S. Pablo a los Ministerios de Música Cristianos.
Pablo hace una exhortación fundamental: ¡Llenaos del Espíritu Santo!, seguida de cinco acciones:
- "Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados".
- "Cantad para el Señor desde lo hondo del corazón".
- "Tocad para el Señor desde lo hondo del corazón".
- "Dando gracias siempre y por todo al Dios Padre en el nombre de Jesús".
- "Sometidos los unos a los otros en el amor de Cristo".
Esto quiere decir que la plenitud del Espíritu tiene como
consecuencias el canto, la
alabanza, la acción de gracias y el sometimiento mutuo. Pero, por otra parte, quiere hacernos comprender que cuando cantamos
unidos unos a otros, alabando al Señor y dándole gracias por
todo, estamos más abiertos a la acción del
Espíritu y lo experimentamos en mayor plenitud. O sea que el canto es, a la vez, una característica de la Plenitud del
Espíritu y un medio de lograrla. Es como
un canal de doble dirección: Por Él recibimos la vida de Dios y por Él expresamos esta vida que está en nuestro
interior. Este texto de Efesios es, pues, clave para captar la importancia de la música y el canto en nuestra vida espiritual, especialmente en su aspecto comunitario.
Pablo nos habla de cantar salmos, himnos y cánticos inspirados.
Destaca el valor de la diversidad.
La Biblia nos transmite ciento cincuenta salmos muy diferentes que se cantaban siguiendo variadas
melodías. Durante mucho tiempo, sólo se cantaban
estos poemas inspirados por el Espíritu
Santo. Pablo, pide que se canten también himnos y cánticos
espirituales. Dios no actúa por patrones estereotipados. Toda la creación refleja
su amor por la diversidad. Según los tiempos
y las circunstancias, tenemos necesidad de diferentes tipos de cantos y de música. Debemos tener esto muy en
cuenta en el canto colectivo. La gran ventaja
de los salmos es que nos ofrecen un texto del que podemos estar seguros que gusta a Dios, ya que Él mismo lo ha
inspirado. A los salmos podemos unir los
himnos que aparecen en los libros históricos, en Isaías y Jeremías, en las cartas de San Pablo y en el Apocalipsis. A
ellos podríamos añadir todos los cánticos
compuestos en el transcurso de los siglos y que constituyen uno de los tesoros
más preciosos de la Iglesia.
Los "cánticos inspirados" debían ser improvisaciones
espontáneas en base a textos bíblicos
o experiencias interiores surgidas en la oración. Si se improvisan las oraciones y los testimonios ¿por qué
no permitir la improvisación de los cantos?.
Naturalmente procurando integrar a toda la asamblea en esta clase de cantos, evitando todo protagonismo o deseo
de lucirse e intentando que la letra esté lo más cercana
posible al texto bíblico.
"Cantad a Dios con todo el corazón" (Col 3, 16): Dios es el destinatario de nuestros cantos. Poco importa si son cantados en nuestro interior o en voz alta, que gusten o no a los estudiosos de la música. Si alguien canta con todo el corazón sus alabanzas a Dios, está cumpliendo su Palabra.
Y... ¿qué nos dice sobre la música el último libro de la Biblia, el Apocalipsis? En la eternidad, al final de la historia de la humanidad, el canto permanecerá como una de las ocupaciones de los huéspedes del cielo:
- >>> Los 24 ancianos cantan un canto nuevo en honor del Cordero: "Tú eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos..." (Ap 5, 9-10)
- >>> Una multitud que nadie podría contar, adora a Dios por medio del canto: "La victoria es de nuestro Dios que está sentado en el Trono y del Cordero"(Ap 7, 10).
- >>> Y todos los ángeles cantan a Dios: "La Alabanza, la Gloria, la Sabiduría, la Acción de Gracias, el Honor, el Poder y la Fuerza..." (Ap 7, 12).
- >>> Cuando el séptimo ángel toca la trompeta, unas voces poderosas entonan el himno de victoria (Ap 11, 15).
- >>> Los que habían vencido a la bestia estaban "en pie, sobre el mar de cristal, con las arpas de Dios. Y cantaban el Cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero" (Ap 15, 2-3).
Parafraseando a S. Pablo (1Cor 13, 8), podemos decir: la predicación y la evangelización cesarán en el Cielo, pero la música
y la adoración... ¡continuarán!
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3. El DON de la MÚSICA
El
Señor dijo a Josué: "Mira he puesto en tus manos a Jericó, a su rey a
todos sus guerreros. Marchad
vosotros alrededor de la ciudad
dando una vuelta
en torno a ella. Así haréis por seis
días: siete sacerdotes llevarán
delante del Arca siete
trompetas resonantes. Al séptimo día daréis siete vueltas. Los sacerdotes irán tocando las trompetas.
Cuando ellos toquen repetidamente el cuerno potente y oigáis el sonar de las trompetas, todo el pueblo se pondrá a
gritar fuertemente y las murallas de la ciudad se derrumbarán". (Jo 6, 2-5).
El Señor había hablado a su siervo y Josué
obedeció. Durante seis días
consecutivos, sus hombres habían paseado el Arca en torno a las murallas de la ciudad de Jericó. Al séptimo día
emprendieron las siete vueltas finales, tal como les había sido ordenado. Al ser informado de estas maniobras, el rey
de Jericó se echó a reír con buen
humor y mando un mensaje a Josué en el que se decía: " ¿Crees que vas a derribar mi ciudad con el viento de tus
trompetas? "Los hebreos continuaron caminando alrededor de las murallas. Delante iban los sacerdotes
abriendo camino; después seguía el
Arca y más atrás iba el ejército hebreo. Mientras, en la ciudad de Jericó los
niños se asomaban a las almenas y se
divertían escupiendo sobre el Arca e imitando el sonar de las trompetas. Cuando los hebreos
comenzaron la cuarta vuelta, las mujeres de Jericó acudieron a sentarse entre las almenas para ver el espectáculo.
Tiraban piedras a los hebreos, se
mofaban de ellos y los insultaban. Al iniciar los hebreos la quinta vuelta, los viejos y los tullidos de Jericó
acudieron a verlos y a abuchearlos, mientras dirigían los puños hacia ellos, más burlones que
amenazadores. Sus gritos se mezclaban con el claro sonido de las trompetas. A la sexta vuelta, el rey en persona
subió a una torre de granito tan alta
que las águilas construían en ella sus nidos, y tan dura que los rayos no
podían hacer mella en sus piedras. El
rey, divertido, reía a mandíbula batiente y entre lágrimas de regocijo, gritó: ¡Que buenos músicos
son estos hebreos! A su alrededor reían los Ancianos
del Consejo y los oficiales y los nobles... A la séptima vuelta, las murallas
se derrumbaron.
La música ha tenido - y tiene - un papel importante en toda
civilización. Es una de las grandes actividades humanas; para muchos,
la más bella. Pero, ante todo y sobre todo la música es un don de Dios. Porque "Todo don perfecto viene de
lo
alto, del Padre de las luces" (Sant 1, 17). Es Dios quien "da
cánticos en la noche" (Job 8,
21).
Fue el Señor quien ordenó a Moisés escribir un cántico y
enseñárselo a todo el pueblo de Israel (Dt 31, 19 y ss.),
quien puso en la boca de David un cántico
nuevo (Sal 40, 2) y quien inspiró
a los salmistas la orden "Cantad al Señor!" que nos repiten en casi 30 ocasiones. En la lista de los dones del Espíritu que edifican
la Comunidad (1Cor 14, 26), el primero tiene mucho que ver con la música:
"cuando os reunís, cada uno
de vosotros tiene un salmo...".
Muchos cristianos nunca han sido conscientes de esto: la música
es un precioso don de Dios. Otros no se han atrevido a abrir el
regalo, examinarlo y ver para qué lo
podían utilizar. Hay algunos que sí valoran este don, pero lo utilizan únicamente para su satisfacción personal... ¿Cómo descubrir
el verdadero sentido que Dios quiere dar a la música en
nuestra vida y en nuestra fe, tanto en el plano
personal como en el
comunitario?
El Señor nos regala el don de la música y el canto como un
precioso carisma de oración y
evangelización, que construye la comunidad siendo cauce del Amor de Dios y de la alabanza de su Gloria. La
música es un gran tesoro que el mismo Dios
pone en nuestras manos y que se hace canal; canal maravilloso por donde corre su agua viva. No es una evasión ni
una distracción. Y tampoco se puede reducir a una cuestión
de gusto, técnica
o talento natural.
En los grupos carismáticos de
oración, el canto nace del Espíritu, manifiesta la gloria de Dios y coopera
en la salvación de los hombres.
Cantar en el Espíritu es cantar más con el corazón que con la
voz. Es expresar el amor de Dios que
"ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". Es un canto nuevo que surge de hombres y mujeres
nuevas, renovados y renovadas por el poder de la Sangre de Jesús, por el poder de su muerte y resurrección.
Cantar y tocar para el Señor de este modo supone ser dóciles al Espíritu Santo, entregando a Dios todo el corazón,
aceptando vivir y actuar en el Señorío
de Cristo.
Cantar a Dios no es ofrecerle nuestro canto, sino ofrecerle nuestro corazón. En el canto Dios manifiesta su poder, y nosotros nos entregamos a Él. El canto es así
un signo, un puente, una señal de amor entre Dios y nosotros. Dios nos une a Él, nos da su Espíritu de Amor, y en El
podemos amarnos los unos a los otros. Cantamos en la presencia de Dios,
ungidos por esta presencia.
Cuando se canta en el Espíritu, Dios se entrega en el canto.
Dios actúa con poder, transformándonos.
Manifiesta su voluntad, su corrección, su ternura, su consuelo... su Gloria. La música es oración, ése es su sentido
primordial: Don maravilloso de
nuestro Dios que primero construye el acueducto y, luego, hace correr por él - hasta los confines
de la Tierra- su Agua Viva.
El carisma de la música y el canto es un don - entre los
múltiples y variados que el Señor nos
regala- para enriquecer y construir la comunidad. La música tiene pues su papel importante en toda
celebración litúrgica o en cualquier reunión de oración. Pero no debemos olvidar
qué es lo esencial en una reunión
de cristianos: "la
enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y las oraciones" (Hch 2, 42). La
música es servidora, no dueña; servidora de la
Palabra, de la oración, de la comunión... no la dejemos usurpar un lugar que no le corresponde. Estemos atentos para
rechazar toda idolatría: la música es canal, no fuente.
Dice Teilhard de Chardin que la música nos aporta "el sentimiento de un gran presencia". Podríamos señalar cuatro aspectos en los que este carisma construye, ayuda, sirve a una comunidad orante:
· Nos une en la alabanza
y la adoración.
· Nos abre y nos predispone a la escucha.
· Nos facilita a todos la posibilidad de expresar actitudes
interiores, experiencias espirituales (a veces mucho mejor que con palabras).
· Nos enseña verdades
espirituales y las graba en nuestra mente y nuestro
corazón.
Si la música es un don de Dios, ningún cristiano puede despreciarla o desinteresarse
de ella. Puesto que este don se compone de distintos elementos, valoremos
cada uno de ellos como regalo de nuestro Padre. Los estudiosos señalan hasta diez elementos en la música; nos conformaremos -
por ahora- con pararnos en tres de ellos: ritmo, melodía y armonía.
1. Ritmo
Aceptar el ritmo como un regalo de Dios quiere decir, en primer
lugar, aceptar cantos con toda clase
de ritmos. Incluso si son nuevos para nosotros. En la creación de Dios no hay uniformidad. Si todos nuestros cantos
tienen un ritmo parecido o - lo que
es peor- nosotros los cantamos con un ritmo parecido, no estamos reflejando la infinita riqueza de nuestro creador y la
variedad de todo lo que sale de su mano.
Una de las dificultades de las personas mayores con los cantos
"modernos" es su ritmo.
Los cantos "de antes" se componían, en su inmensa mayoría, con
blancas, negras y alguna corchea
con puntillo. Actualmente se emplean muchos ritmos sincopados, se acentúan los tiempos débiles... y muchos hermanos
y hermanas se "despistan" o
se cierran considerándose incapaces de aprender y cantar estas "novedades". Sin embargo, son
una riqueza dada por el mismo Dios que inspiró
otros cantos más tradicionales; si Él nos da una mente abierta y un poco
de paciencia podemos aprenderlos
correctamente y compartir esta riqueza. En el
tiempo dedicado a ensayo de cantos, que debe haber antes de una
celebración y oración común,
acostumbrarnos al ritmo del canto debe ser lo primero, puesto que normalmente es lo más difícil. Para ello, antes de cantar la melodía,
podemos marcar el ritmo
al mismo tiempo que decimos
la letra.
2. Melodía
La inmensa mayoría
de nuestras melodías
están formadas por solo diez notas. Es Dios quien nos ha dado esta riqueza
impresionante de cantos, resultando de las
casi infinitas combinaciones hechas con esas diez notas las experiencias, vivencias,
intuiciones, profecías, palabras inspiradas de hermanos y hermanas de todo el mundo y de todas las épocas,
expresadas a través de la música son un tesoro inmenso
que todos podemos
compartir.
Para ello es clave entrar en la intimidad de una melodía para
poder comprender y, si es posible,
vivir lo que el compositor o la compositora querían expresar. Captar el sentimiento o intuición
fundamentales de un canto y sus matices, a través de su
melodía.
3. Armonía
Ha sido Dios quien ha creado la diversidad de voces: voces masculinas o femeninas,
tenores o bajos, sopranos o contraltos. El canto a varias voces es un reflejo del misterio
de Dios y de su plan para nosotros como Iglesia: unidad en la diversidad. Si cada uno y cada una
contribuimos al canto colectivo según las características de la voz que el Señor nos ha dado, cantaremos mejor, armoniosamente,
sin dañar ni cansar innecesariamente nuestra garganta, y el resultado
reflejará mucho mejor la
multiforme sabiduría de Dios.
John Wesley resumía así sus indicaciones en relación a este don del canto: “Cantad espiritualmente. Dirigid vuestra mirada a Dios en cada una de las palabras que cantéis. Procurad agradar a
Dios más que a vosotros mismos o que a
cualquier otra criatura. Para ello, centraos sólo en lo que estáis cantando y velad para que vuestros corazones no se
aparten de El a causa de la música, sino que
a través de ella sean constantemente ofrecidos a Dios. ¡Éste es el canto que el Señor
aprueba!”
Para San Agustín, "si queremos dar Gloria a Dios, necesitamos ser nosotros mismos los que cantamos, no sea que
nuestra vida tenga que atestiguar contra nuestra
lengua. Sólo se puede cantar a Dios con el corazón cuando nos hemos rendido a Él, esto es, que hemos aceptado
su plan de salvación y buscamos su voluntad,
tomando en serio su Palabra, cuando lo amamos. Bien se dice que el cantar es propio del que ama; pues la voz
del que canta no ha de ser otra que el fervor de Amor".
Por eso agrega San Juan Crisóstomo: "A Dios se le ha de cantar, más que con la voz, con el Espíritu resonando hacia
adentro. Así cantamos no a los hombres sino
a Dios, que puede oír nuestros corazones y penetrar en los silencios de nuestro espíritu". En expresión de
San Jerónimo "el siervo de Cristo cante de tal forma que no se goce en la voz sino en las palabras que
canta". Para ello, dice San Basilio,
"que la mente conozca y comprenda el sentido de las
palabras cantadas, para que cantes con la lengua y cantes
también con tu espíritu".
Y San Ambrosio de Milán entiende
que "el canto de la comunidad cristiana es accesible para ser entonado por todos, es la voz del pueblo,
himno de todas las edades, de todos
los sexos, de todas la clases y estados de vida. El canto que los cristiano elevan para expresar su fe en el
Señor, todos han de comprenderlo, sentirlo e identificarse con Él".
Así pensaban y sentían
nuestros hermanos y hermanas de los siglos IV y V... ¿Y tú?
Nos dice la Palabra "cada uno, según el don que ha recibido,
póngalo al servicio de los otros"
(1Pe 4,10). Si has recibido el don del
Señor para la música y el canto, es
un talento que Dios te pide que pongas al servicio de tus hermanos y hermanas. Él te pedirá cuentas de como los
has usado. Si guardas su don, si lo entierras
en lugar de hacerlo fructificar, sufrirás los reproches que el Señor dirige al siervo infiel. Y, para utilizar
correctamente este don que me ha sido confiado,
no debo subestimarlo ni sobreestimarlo, sino aceptarlo, conocerlo, valorarlo y dejar que el Señor lo haga
crecer. He de acoger con humildad su don: "Que nadie se tenga por más de lo que conviene,
sino que cada uno se tenga por lo que se debe tener, conforme
a la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno" (Rom 12, 3).
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4.
Los
INSTRUMENTOS MUSICALES
en el Antiguo Testamento
“Alabadlo tocando
trompetas, alabadlo con arpas y cítaras, alabadlo
con tambores y danzas, alabadlo
con trompas y flautas, alabadlo
con címbalos sonoros,
alabadlo con címbalos
vibrantes” (Sal 150, 3-5)
Hay un pasaje en el Libro del Éxodo que nos muestra la
importancia que la música, los músicos y los instrumentos musicales tenían en el pueblo de Israel.
Ex 15, 19-20 dice: “Cuando los caballos de Faraón con sus carros
y sus jinetes entraron en el mar, el
Señor volcó sobre ellos las aguas del mar; en cambio los hijos de Israel anduvieron por en medio del mar sobre tierra
seca. María, la profetisa, hermana de
Aarón, tomó en su mano el pandero, y todas las mujeres salieron tras ella con panderos y danzas.”
¡Así de valiosa era la música para los israelitas! Aunque
acababan de escapar de una batalla,
de una situación tan extrema
y apurada… había un grupo de mujeres
que tenían sus instrumentos a mano y preparados.
Posteriormente, el rey David dispuso
que miles de músicos tocaran
en el tabernáculo. Y lo mismo se hizo en el templo construido por su
hijo Salomón (1Cro 23, 5).
La Biblia menciona
instrumentos hechos de madera noble, piel de animal tensada,
metal, cuerno y hueso, e incluso
con incrustaciones de marfil. Las cuerdas eran de fibra vegetal o de tripa animal. Y aunque casi ninguno ha perdurado hasta nuestros días, sí hay dibujos que muestran cómo eran.
Los instrumentos que aparecen en el A. T. son de las tres
categorías que hoy seguimos
considerando básicas: de cuerda, como el arpa, la lira y el laúd; de viento, como el cuerno (o sofar), la
trompeta, la flauta; y de percusión, como la
pandereta, el sistro,
los címbalos y las campanillas. Los músicos los tocaban para acompañar canciones, versos y alegres danzas (1Sam 18,
6-7). Y lo que es más importante: los usaban para alabar y adorar al Dios que les había bendecido con el
don de la música (1Cro
15, 16).
Veamos algo más de cada grupo:
Instrumentos de cuerda
El arpa y la lira eran ligeras y portátiles, y sus cuerdas se
tensaban sobre un marco de madera.
David tocaba el arpa para calmar al atormentado rey Saúl (1Sam 16, 23). También se utilizaron instrumentos de este tipo
en la dedicación del templo
de Salomón y en otras
ocasiones festivas (2Cro
5, 12; 9, 11)
El laúd y el arpa tenían formas distintas. Generalmente, el laúd tenía pocas cuerdas, y estas se tensaban sobre un mástil que sostenía una caja de resonancia. Puede que la vibración de las cuerdas produjera tonos melodiosos bastante similares a los de la actual guitarra clásica. Las cuerdas eran de fibra vegetal retorcida o de tripa animal.
Instrumentos de viento
Estos instrumentos se mencionan a menudo en la Biblia. Entre los
más antiguos está el cuerno judío,
o sofar. Era un cuerno de carnero vaciado que producía un sonido fuerte y penetrante. En Israel se
utilizaba para convocar al ejército y dirigirlo en las
batallas (Jue 3, 27; 7, 22).
También estaba la trompeta de tubo metálico. Un documento
encontrado entre los famosos rollos
del mar Muerto indica que producía una asombrosa variedad de tonos. El Señor le dijo a Moisés que
hiciera dos trompetas de plata para ser utilizadas
en el tabernáculo (Num 10, 2-7). Siglos después, en la inauguración del templo de Salomón, 120 trompetas sumaron
su poderoso sonido a la celebración
(2Cro 5, 12-13). Los artesanos fabricaban trompetas de diferentes longitudes. Algunas superaban los 90 centímetros (unos 3 pies) desde la boquilla hasta la parte delantera, que tenía forma de
campana.
Uno de los instrumentos de viento favoritos en Israel era la flauta. Su sonido alegre y melodioso animaba a quienes asistían a reuniones familiares, fiestas y bodas (1Re 1, 40; Is 30, 29). La suave melodía de la flauta también podía escucharse en los funerales, pues la música formaba parte de los ritos fúnebres (Mt 9, 23).
Instrumentos de percusión
Los israelitas utilizaban varios de ellos en sus celebraciones. Sus sonidos rítmicos ayudaban a despertar emociones
intensas. La pandereta estaba hecha con
piel de animal tensada sobre un aro de madera. Cuando el músico o el danzante la golpeaba con la mano, sonaba
como un tambor. Y cuando se agitaba el aro, rodeado de sonajas o cascabeles,
producía un tintineo armonioso.
Otro instrumento de percusión era el sistro. Constaba de un
óvalo de metal con mango y atravesado por varillas con discos metálicos
sueltos. Al agitarlo
rápidamente de un lado a otro, producía un tintineo agudo y resonante.
Los címbalos de bronce generaban un sonido aún más agudo.
Estaban formados por dos discos iguales.
Había címbalos de dos tamaños:
los grandes y estruendosos, que se hacían chocar con fuerza, y los pequeños
y más melodiosos, que se tocaban juntando dos dedos. Ambos producían
un sonido parecido, pero de diferente
intensidad (Sal 150, 5).
«¡Proclama mi alma la grandeza de Dios, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador!» (Lc 1, 46-47)
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5.
El lugar de la MÚSICA
en tu VIDA
«Quien ha
aprendido a amar la Vida Nueva sabe cantar el cántico nuevo. De manera que el cántico nuevo nos hace
pensar en la Vida Nueva. Hombre nuevo, cántico
nuevo, testamento nuevo... todo pertenece al mismo y único Reino» (San Agustín).
El cristiano que busca sinceramente conocer el lugar que la
música debe ocupar en su propia vida,
tiene en la Palabra de Dios una norma general que se puede aplicar a cualquier ámbito de su
existencia- "Hacedlo todo para la Gloria de Dios" (1Cor 10, 31) Quien haya aceptado
a Jesús como su Señor y Salvador
ya no es autónomo o autónoma
para fijarse su propia ley, ya que ahora está "bajo la ley de Cristo Jesús" (1Cor 9, 21).
Y Jesús buscaba siempre lo que era agradable a
Dios y servía para darle mayor Gloria
(Jn 7, 18; 8, 29; 8, 49; 17, 4).
"Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo"
(Rom 14, 7). "Cristo murió para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por
ellos" (2Cor 5, 15) "para que en todo sea glorificado Dios por medio de Jesucristo" (1Pe 4, 11).
Si hemos nacido de nuevo, del agua y
del Espíritu, desearemos hacer todas las cosas - también la música - para la Gloria de Dios. Todas mis
cosas están bajo la mirada de mi Padre.
La música que componemos, la que cantamos o tocamos - solos o
con otras personas - debe contribuir a glorificar
a Dios.
Hacer algo para la Gloria de Dios significa que deseamos que El
reciba todo el Honor y la Alabanza de
nuestra acción y que sea mejor conocido, amado y servido. Por tanto, renunciamos a nuestra propia gloria
personal. El mundo de la música
como toda actividad artística, ha sido
desviado hacia la
glorificación de hombre. Una de las
metas - reconocida o no - de los artistas es la de hacerse un nombre. Y Jesús dice, con respecto a
esto: "mas, entre vosotros, no será así" (Mat 20, 26). En una oración común o en cualquier celebración
litúrgica es inconcebible que músicos
o cantores sean protagonistas. La música es ofrecida a Dios igual que las
oraciones. No nos reunimos en el nombre del Señor para disfrutar de la música
o para apreciar su calidad.
"Todas las cosas me están permitidas, pero no me dejaré
dominar por ninguna". Incluso
las mejores cosas pueden convertirse en un peligro para mi libertad si se convierten en imprescindibles para mi
bienestar, si no puede vivir sin ellas. Hoy en
día, la música se ha convertido para muchos en una droga de la que les sería muy difícil prescindir. La música es un medio maravilloso por el cual Dios puede darnos Paz, Alegría, Fuerzas...
pero siempre seguirá siendo un medio - como
los alimentos o las medicinas - en las manos de Dios. No es de la música por sí misma de quien espero estos
beneficios, sino de mi Padre que me ama. Debo
evitar, por tanto, dedicarle más tiempo, fuerzas o receptividad de lo que el Señor me muestra como conveniente para no
depender de ella. Para muchos "melómanos"
la música se ha convertido en un sucedáneo de la religión. Tienen necesidad
de ella para tranquilizarse o animarse. Esperan
de ella lo que nosotros esperamos de Dios: consuelo,
transformación interior, comunión con los
otros... La música es una sierva de Dios; si no ocupa su lugar, se hace un ídolo, un
falso Dios.
Hacer música para la Gloria de Dios es contribuir a que Dios sea
conocido, tal como verdaderamente es, por el mayor número de personas.
Glorificar "el Nombre de Dios" (Jn 17, 18). Es
manifestar y hacer reconocer sus cualidades: Su Majestad, Su Gracia, Su Ternura, Su Belleza. La música
glorifica a Dios cuando refleja estas
cualidades y las evoca en el interior de los oyentes. "Una música para la Gloria de
Dios -dice Küen- es una música de Paz, en el sentido
de Shalom: plenitud, realización, felicidad".
Pablo, justo después de haber hablado del canto, dice: "y
todo lo que hagáis, sea de palabra o
de obra, hacedlo en el Nombre del Señor Jesús" (Col 3, 17). Hacer una cosa en el nombre de alguien,
es hacerlo tal como él lo habría hecho, representando su personalidad, su naturaleza, hacerlo
con su amor y su autoridad.
Una música hecha en el Nombre del Señor Jesús debe reflejar su persona
- su Fuerza y su Dulzura, su Verdad y su Pureza, su Amor y su Poder, y también su Celo, su Pasión por el Padre, su Indignación
ante el mal. Una música de esta
clase podrá tener, según los momentos, fuertes sonoridades, acentos peculiares, diferentes estilos, pero no se complacerá en excitar ni en condicionar. No será de carácter caótico o
exagerado, sino que transmitirá la serenidad
y el equilibrio que nacen del triunfo de Dios sobre toda división o destrucción.
En el Antiguo Testamento, los músicos del templo eran levitas
sometidos a las mismas obligaciones que sus hermanos.
No tenían ningún privilegio ni patrimonio;
Dios mismo era su heredad (Num 18, 20 - Dt 10, 9). Algo semejante ha de suceder con quienes son llamados a
servir al Señor a través de la música y el
canto. Un ministerio de música es como un ministerio de intercesión o de predicación: un servicio al Señor en la
Comunidad. Significa, de algún modo, una
consagración a Dios. La Comunidad -a través de sus responsables- tiene que mantener una exigencia espiritual y de
coherencia de vida para todos los que forman
parte de un ministerio de música. "Solamente los músicos que viven de una manera ejemplar deberían ser utilizados
en la Iglesia", me dijo una vez alguien con mucha experiencia en el asunto.
Quienes sirven al Señor en este ministerio han de amar más a Dios y a su Palabra
que a la música. Deben tener una visión de la música y el canto desde la Palabra de Dios y la Tradición de la
Iglesia. Han de tener paciencia, equilibrio emocional,
capacidad de sometimiento y de trabajo en equipo; entusiasmo y celo, compensados con sensatez y buen humor. En la base de todo esto humildad. Sólo con una vida de oración diaria y de entrega real se puede servir al Señor.
El guitarrista Lucien Battaglia, uno de los más destacados
discípulos de Andrés Segovia, resume
así las exigencias de un ministerio musical: "Mantenerse en la humildad, para un artista cristiano, no es
más que expresar con sencillez la verdad".
¿Qué tienes que no haya s recibido?, preguntaba el apóstol Pablo; si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo
hubieras recibido?
Me esfuerzo en dar el debido valor al trabajo musical: una
preparación lo más completa posible en el marco de mis obligaciones. Habiendo hecho todo lo posible,
encomiendo a Dios este trabajo inevitablemente imperfecto, para que Él se digne bendecirlo y hacerlo fructificar De igual manera,
me esfuerzo en superar
el miedo y permanecer en paz, orando antes de cada espectáculo, hasta que tengo
la certeza de haber obedecido
al precepto evangélico: Humillaos, pues, bajo
la poderosa mano de Dios... echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él
tiene cuidado de vosotros.
Para un artista cristiano nos es correcto desear ser exaltado.
Guardándonos de todo deseo de vanagloria, nos deshacemos de la principal fuente
de temor.
Finalmente, me parece esencial ser transparente delante de Dios,
confesando todo pecado que
entristezca al Espíritu Santo, y orar para que cada persona del público perciba a través de mí música algo
de la belleza, del amor o de la paz del Señor.
Por ello, debo orar para no ser un obstáculo, ya que la vanidad,
el orgullo pretendidamente legítimo del artista,
es como una mala hierba siempre dispuesta a rebrotar...
La expresión musical no puede estar disociada de su
"vector" humano. Tocamos tal
como somos, lo que somos; no se pueden hacer trampas. El músico cristiano será, pues, percibido
según la verdad de su estado
espiritual real.
Esto no implica a priori un elevado nivel técnico: los músicos
que empiezan, pueden hacer sentir la
riqueza de su vida interior, mientras que los grandes virtuosos pueden ofrecer espléndidas conchas nacaradas pero
vacías de toda riqueza espiritual e -incluso- humana.
¿Somos siempre conscientes de la majestad de Aquel que nos llama?
El testimonio de Marta resulta esclarecedor:
"Hace muchos años que estoy en la Renovación y creo que
desde siempre me he sentido llamada a
servir en la música. Siempre he sido mimada a nivel de grupo y a nivel nacional. Lo que pasa es que los
hermanos me hicieron un pedestal y yo gustosa me subí en él. Era Marta, "superestrella".
Estuve varios años sirviendo en el Ministerio de las Asambleas
Nacionales y Regionales; pero, de
pronto, un año dejaron de llamarme a grabar la cinta y a la Asamblea Nacional. En mi corazón se abrió
una gran herida que tardó mucho tiempo en sanar. No llegaba a entender el porqué de lo que me estaba ocurriendo.
El caso es que esto sólo era el principio
de un camino que duraría
unos seis años. A pesar de lo que se
dice a los demás, es muy fácil apegarse al poder... De la noche a la mañana, el Señor permitió que nadie se acordara de mí; era como si no existiera. Me sentí como un
pañuelo de usar y tirar, y le dije al Señor como el fariseo: "¡Tanto tiempo sirviéndote, tantos años de retiro en retiro, de seminario en seminario, de asamblea en asamblea y ahora me pagas así!"
Es más, en el grupo había 3 seminarios al año y a pesar de
seguir en Música ni mis propios
hermanos de Ministerio habían contado conmigo para servir en un solo seminario. Una noche me llamaron por teléfono para decirme que un hermano de música había fallado para estar
en el último seminario del curso y que si podía ir yo.
¡Menuda humillación! Yo era el último clavo ardiendo al que se habían agarrado, el último recurso. No sé si me
dolió más que no hubiesen contado conmigo.
En el seminario me encontraba perdida. Sentía que el Señor me
había dejado desnuda del todo; que no
tenía el don de música. Al llegar el retiro sólo dije al Señor que era Él el que tenía que servir, que yo no era capaz. El día de la Efusión, el Señor me decía: "Los dones son míos y tú has
querido apropiarte de mi Gloria con
el don de la música. Yo te devuelvo el don no para tu gloria sino para que edifiques mi Iglesia". Y así
fue. Sentí que una música nueva nacía de mi
corazón y agradecí
al Señor que volviera
a elegirme para ser su instrumento.
Pero aquí no acabó la historia. Unos meses más tarde, en la
Asamblea Nacional, iba yo comentando
a una hermana que no entendía todavía mi soledad y lo que el Señor se proponía hacer conmigo. En esto, una hermana a la que hacía tiempo
no veía se me acercó
y dijo: "Estamos llamados a desaparecer". Fue como si se hiciera la luz en mí y de pronto las piezas del puzzle se juntaron y vi el camino por el que el Señor me
conducía. La clave estaba en desaparecer para
que Él creciera en mí. A partir de entonces el Señor me reveló muchas
más cosas y sentí que tenía
que ser pueblo
en el pueblo.
A veces, las personas que estamos en música somos inalcanzables
subidos en un pedestal. Nuestro
don es precioso, pero peligroso
si el Señor no es el que conduce
nuestra vida. Entonces es cuando surgen los celos, las envidias, la falta de unidad,
las indiferencias, la vanidad, las estrellas...
Alguien me dijo una vez que nuestro don es para el que lo
necesite. Los ricos rechazan el don de apariencia pobre, los pobres acogen el don porque lo necesitan. Que el Señor nos dé mucha
humildad para acoger nuestro don y el de los demás.
El Señor hoy nos invita a confiar en Él. ¡La música es un
instrumento tan fuerte, sobre todo
para los jóvenes en esta sociedad! Y nada menos que el Señor nos regala su música para cambiar corazones,
para reconocerle como Señor, para sanar, para reconciliar, para alabar en acción de gracias, para adorar su Nombre...
¡Qué hermoso es que el Señor ponga en nuestras manos este don!
Es necesario aceptar retos. Dios nos
reta a soñar, a levantarnos de nuestra comodidad y a comenzar un camino nuevo. Es necesario que el Señor nos renueve
el don. Es necesario que nuestros
responsables conozcan qué es este don.
¡Que el Señor nos envíe
su Espíritu como en un nuevo Pentecostés!
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6.
El poder de la música
Los neurólogos destacan el poder de la música para desbloquear recuerdos
y otras capacidades cognitivas en la
enfermedad de Alzhéimer y otras demencias. La
memoria musical es sorprendentemente robusta en estas enfermedades y desbloquea recuerdos.
En el año 2015,
investigadores del Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas y del Cerebro Humano, explicaron por qué los recuerdos musicales
pueden sobrevivir a las depredaciones de la demencia.
La razón de ello, explica
el estudio, es que la música se guarda en áreas cerebrales diferentes de las del resto de los recuerdos.
La música parece tener un poder especial para penetrar las
profundidades de la persona en cualquier situación, aún en las
más extremas…
Dice S. Agustín: "La Palabra hecha canto nos da la capacidad de retener las verdades
santas".
Toda la inspiración melódica cristiana -inspiración del Espíritu Santo- se
pone al servicio de la Palabra. Y cantando con la unción del Espíritu un texto del Evangelio, un himno
de San Pablo, un salmo o un cántico de
Isaías, el Señor actúa con poder y su Palabra hace lo que dice: convierte, libera, transforma, sana. La música pone
alas a la Palabra y se convierte en un arma de luz y verdad que vence toda tiniebla.
Mediante la Palabra hecha canto, el poder del Espíritu Santo se
abre camino para actuar en el corazón
que le necesita y le busca. Así se refuerza el poder evangelizador de la palabra. Y el canto, como dice S. Agustín
"se vuelve instrumento de justicia, vínculo
de corazones, reunión
de almas divididas, reconciliación de discordias, calma de los resentimientos e himno de la concordia".
La música y el canto actúan como lo que podríamos llamar un catalizador espiritual. En química, un catalizador es una sustancia en presencia de la
cual otras reaccionan, es decir, se
combinan con mayor facilidad y rapidez. De modo semejante, la música ungida por el Espíritu potencia otras
manifestaciones del mismo y único
Espíritu, como la profecía, la palabra inspirada, la sanación o la curación
interior. Unas veces, el canto prepara, limpia,
crea un silencio profundo en
la asamblea para que el Señor pueda ser escuchado. Otras, es el mismo canto el que contiene el mensaje
profético, la Palabra del Señor. El canto es
usado por el Señor para tocar nuestros corazones, para derramar su amor en heridas
que, a veces, ni siquiera
conocemos pero que nos atenazan
interiormente. Y así, el Espíritu entra en lo más profundo de nosotros y
nos sana interiormente, utilizando la música para llevarnos a la conversión, a la reconciliación, a la paz.
Quien no haya vivido todo esto no podrá apreciar como es debido
los dones y carismas del Espíritu. Sólo cuando se tiene experiencia del modo como el Espíritu Santo actúa en muchas ocasiones,
se puede empezar a reconocerlo y apreciarlo. Domingo
Bertrand, jesuita francés,
dice: "El Espíritu Santo es desconcertante. Tan desconcertante que
quien no se haya desconcertado frente a su acción,
es porque no lo conoce".
Y es que la música no ocupa el lugar que le corresponde ni en las celebraciones ni en la vida de la Iglesia
fundamentalmente por una razón: falta verdadero discernimiento espiritual. Todas las personas que han sido
puestas por el Señor para pastorear
en su nombre, tienen una misión muy
concreta: conocer los caminos del
Espíritu, en cada momento y situación, y guiarnos por ellos. A esto se le llama visión. Los obispos, los
párrocos, los superiores, los dirigentes de un
grupo o comunidad, los miembros de cualquier equipo coordinador, han de
ser - ante todo- hombres y mujeres
de visión: han de conocer y discernir la acción del Espíritu y de todas sus manifestaciones, de modo que en la
comunidad "cada cual ponga
al servicio de los demás el carisma
que ha recibido" (1Pe 4, 1).
A ellos, antes que a nadie, les dice S. Pablo: "No quiero,
hermanos, que ignoréis lo tocante a
los dones espirituales" (1Cor 12, 1). Refiriéndonos a la música y el canto, podemos decir que la variedad
de dones y la abundancia con que el Espíritu
Santo los está comunicando en todas partes,
nos muestra que son importantes para el crecimiento de la
Iglesia y que no podemos mirarlos con indiferencia.
Necesitamos conocer su significado y sus fines, para no caer en exageraciones y saber usarlos y discernir su autenticidad.
El canto y la música no son tapagujeros ni elementos de animación. Son oración,
puente entre Dios y su pueblo. No deberían ser el rótulo luminoso de una oración o el fuego de artificio de una
liturgia, sino el abono que poco a poco va
aumentando el fruto de la comunidad. Igual que todo don o carisma, no es plenamente verdadero hasta que no
es humillado y purificado.
Dice Monseñor Marco Frisina,
alma del último Encuentro Mundial de Coros, celebrado en
noviembre de 2018 en el Vaticano (Mio canto è il Signore, una conversazione con Antonio Carriero
- Elledici): "¿Qué haces cuando estás enamorado? Cantas una serenata.
Así, la Iglesia que ama a su Señor canta
alabanzas al Altísimo.
Una música que abre el misterio. Toca el corazón,
acerca a los distantes, no necesita traducciones. Une y eleva: aquí está su extraordinario poder.
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7.
Cantar VICTORIA
Vamos
a contemplar a Pablo y Silas en
Filipos. Esta es la historia narrada en los Hechos de los Apóstoles:
"La gente se amotinó contra ellos; los pretores les
hicieron arrancar los vestidos y mandaron
azotarles con varas. Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y mandaron al carcelero
que los guardase con todo cuidado. Este,
al recibir tal orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo. Hacia la media noche Pablo y Silas
estaban en oración cantando himnos a Dios;
los presos les escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se
conmovieron. Al momento quedaron abiertas
todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos. Despertó el carcelero y al ver las puertas de la cárcel
abiertas, sacó la espada e iba a matarse, creyendo que los presos habían huido. Pero Pablo le gritó: «No te hagas
ningún mal, que estamos todos aquí.»
El carcelero pidió luz, entró de un salto y tembloroso se arrojó a los pies de Pablo y Silas, los
sacó fuera y les dijo: «Señores, ¿qué tengo que
hacer para salvarme?» Le respondieron: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa.» Y le anunciaron
la Palabra del Señor a él y a todos los de su
casa. En aquella misma hora de la noche el carcelero los tomó consigo y les lavó las heridas; inmediatamente recibió
el bautismo él y todos los suyos. Les hizo
entonces subir a su casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído
en Dios." (Hch 16, 22-34)
Dos
hombres encarcelados injustamente, sometidos a cadena, en lo profundo de un socavón en lo profundo de la noche...
¡Es una suma de desgracias! Lo natural sería
maldecir, prometer venganza, manifestar ira; pero este par de locos por Cristo lo que están haciendo es alabar,
cantar... En medio de la noche, en medio de
su desgracia, cantan la gloria de Dios, proclaman la gracia. Y la proclamación de la gracia… ¡supera la desgracia!
La
desgracia es como una losa, como una roca fría e indiferente a nuestro dolor. La desgracia nos aplasta y, con ello,
quiere aplastar nuestra voz. Pablo y Silas no
dejan que se aplaste su corazón, que se ahogue su voz. En lo profundo de
la mazmorra, mantienen viva su
alabanza, su voz para proclamar la gracia... ¡Y la gracia resulta más fuerte
que la desgracia!
Cuando las cosas salen al revés, cuando tenemos
encima la losa de la indiferencia... nos dejamos encerrar.
Le hacemos el juego al mundo, al Enemigo que lo que quieren es que se calle nuestra voz. La manera
de vencerles es no callarse, es seguir proclamando aún en la peor, en la más injusta de las situaciones... seguir proclamando quién
es el Señor.
“¡La victoria es de nuestro
Dios, que está sentado en el trono,
y del Cordero!” (Ap 7, 10)
María es nuestro modelo de
discípula misionera. Ella nos enseña a no estorbar la acción del Espíritu, no atascar el canal, agrandar
el sí… para reventar prisiones, para que la gracia supere
a la desgracia, para dejar a Dios ser Dios.
La
música y el canto son un camino privilegiado para llevar a las personas a encontrarse con Jesús. Son instrumentos
que, usados por el Espíritu, tienen un gran poder evangelizador: hacen presente a Jesús en el corazón
de quien escucha.
No
ha habido -quizá- en la historia de la Iglesia un servicio musical más pobre y, al mismo tiempo, con mayor poder
evangelizador que el de aquella prisión. A la
luz de esta Palabra, reflexionemos sobre el fruto que producen
nuestras ejecuciones musicales
(incluso las más esmeradas). El Espíritu Santo es la clave: "Recibiréis la fuerza del
Espíritu y seréis mis testigos... hasta los confines de la Tierra" (Hch 1, 8).
La música es un excelente medio para comunicar lo más precioso que tenemos: Jesucristo. Es la
forma de expresión que se cuela más fácilmente en cualquier ambiente o lugar; los discursos cansan,
pero la música conserva esa capacidad de "enganchar" a personas de todas las edades
y condiciones.
Nuestra
música, nuestros cantos -como los de Pablo y Silas- han de transmitir quién es Dios para nosotros y qué ha hecho
por nosotros. Deben reflejar una vida transformada por el poder de Dios, de
un Dios vivo y verdadero; y suscitar sed de vida,
de verdad.
La
música y la experiencia de Dios viven juntas, porque la música es lenguaje de Dios. Los cantos tienen la propiedad de la
perennidad; son profecías vivas que no mueren.
La música permite
la evocación de la acción de Dios en todo momento
y circunstancia. La revelación de Dios, su palabra, su acción… llega mucho más lejos en el tiempo y el espacio
cuando viene cantada, “musicada”; en cualquier
momento o lugar podemos ponernos a cantar y
tocar, a evocar la gracia vivida o
abrirnos a la gracia nueva que Dios nos quiere dar. La música se pone al
Servicio de la Palabra para regar
la tierra y hacerla germinar.
A
través de la música “tocada” (ungida) por Dios cayeron las murallas de Jericó, fueron libres de la cárcel Pablo y Silas,
se convirtieron el carcelero y su familia; a
través de la música que el Espíritu Santo componga, cante o interprete
por medio de ti, muchos creerán en su
Palabra y alcanzados por Jesucristo, el único
Salvador.
8. Canto y comunión
El canto del pueblo reunido es fundamental e insustituible. Es
al pueblo a quien corresponde
expresar su fe y responder a la Palabra anunciada con "himnos, salmos y cánticos
inspirados" (Col 3, 16). El papel musical
de animadores, cantores,
instrumentistas, coro... es importante; pero siempre como parte integrante de la asamblea
que celebra y canta.
"Nada más festivo y más grato que una asamblea que, toda
entera, expresa su fe por el canto.
Por ello, se promoverá diligentemente la participación activa de todo el
pueblo por medio del mismo" (Musicam Sacram 16).
La Iglesia da la primacía a las celebraciones comunitarias y en
ellas el canto unánime es una
necesidad vital de la asamblea reunida. El canto es expresión de la comunidad, pues "pone de
manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano" (Ordenación General de la
Liturgia de las Horas 270). "El
misterio de la Sagrada Liturgia
y su carácter comunitario se manifiestan mediante
la unión de las voces que debe expresar
una profunda unión de corazones" (Musicam
Sacram 5). En el momento
cumbre de la actividad
eclesial -la Liturgia- el canto aparece para glorificar a Dios, pues, antes que nada, la primera tarea de los
cristianos reunidos es la alabanza. El gozo y el entusiasmo que la música proporciona al culto son expresión de
la riqueza vital de una comunidad.
Cantar lo que vivimos... y vivir lo que
cantamos
La fe no es sólo un asunto personal.
Somos comunidad y el canto es uno de los mejores signos de nuestro sentir común. Y ello sin perder nada de la profundidad personal de cada una/o. La educación individualista explica las reticencias que algunos/as sienten
todavía por el canto, precisamente porque el cantar con otros nos hace salir de nosotros mismos y sumarnos
a la celebración comunitaria. La Iglesia es una comunidad de sentimientos que, a través
del canto común, se manifiesta en una
única voz.
Ya desde las primeras comunidades cristianas es todo el pueblo el que canta a una voz las aclamaciones de los salmos y de los himnos. El canto contribuye poderosamente a crear comunidad, uniendo e igualando a los miembros que cantan. Y las diferencias de edad, cultura, condición social, etc., quedan rebasadas. Lo explica S. Juan Crisóstomo: "Habla el profeta y todos respondemos, todos mezclamos nuestra voz a la suya. Aquí no hay esclavo, ni libre, ni rico, ni pobre, ni príncipe, ni súbdito. Lejos de nosotros estas desigualdades sociales, formamos un solo coro. Todos formamos parte igualmente en los santos cánticos, y la tierra imita al cielo. Tal es la nobleza de la Iglesia. . Y no se dirá que el dueño canta con seguridad y que el siervo tiene la boca cerrada; que el rico hace uso de su lengua y que el pobre no; que el hombre tiene derecho a cantar y la mujer debe permanecer en absoluto silencio. Investidos de un mismo honor, ofrecemos todos un común sacrificio, una común oblación... una sola voz de distintas lenguas se eleva al Creador del universo" (Homilía 5, 2).
Nadie debe quedarse sin cantar. El abstenerse del canto equivale
a marginarse de la asamblea y romper su unidad. Al cantar, la voz de cada uno/a debe tender
a formar un solo sonido coral con el resto de la asamblea. Si alguien
posee una voz difícilmente
armonizable con el coro común, ha de esforzarse por cantar moderadamente, sin molestar a la piedad de
los demás; pero no callar. En este mismo
sentido, el micrófono no debe ser protagonista. La mejor megafonía es la que menos se nota. A esta modestia se
refiere el Misal Romano cuando dice: "El
micrófono, por su dimensión y colocación, no ha de restar valor a los
demás utensilios y símbolos litúrgicos". A veces se ve más el micro
que el cáliz.
Este canto de todo el pueblo es signo de comunión. El cantar a
una voz está reclamándonos la
fraternidad y la unidad; del canto común el Espíritu hace brotar una poderosa
fuerza de unión y reconciliación. "El canto rehace las amistades, reúne a los que estaban
separados entre sí, convierte en amigos a los
que estaban mutuamente enemistados. Pues, ¿quién es capaz de considerar todavía como enemigo a aquel con quien ha elevado una misma
voz hacia Dios? Por tanto, el canto
de salmos y cánticos inspirados nos procura el mayor de los bienes: la caridad. El canto encuentra el
vínculo para realizar la concordia y reúne al pueblo
en la sinfonía de un
mismo coro" (San Basilio).
Por la acción del Espíritu Santo, el canto nos hace sintonizar -primero- con nuestro yo más profundo. Luego entre nosotros, todos los
participantes en la asamblea. Y así, constituidos en un único coro de hijos e hijas de Dios santificados/as, nos abrimos al misterio de la catolicidad de la Iglesia,
sacramento universal de salvación y germen de unidad en el mundo. La comunión
entre cristianos y cristianas de distintos movimientos, lenguas, culturas y
confesiones ha de expresarse a través de signos comunes entre los que la música tiene especial importancia. El
canto nuevo no estará completo hasta que
los hombres y mujeres de toda raza, pueblo, edad y condición hayan unido a él sus voces.
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9.
Strépito Interpósito
"El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque
no sabemos orar como conviene; pero
el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. El que
sondea nuestros corazones sabe lo que dice
el Espíritu, porque el Espíritu intercede por los santos según el deseo de Dios." (Rom 8, 26-27)
El don de lenguas "es un don de oración que nos capacita para orar a un nivel más profundo" (K. Macdonnell). El P. Sullivan, jesuita de la Universidad Gregoriana de Roma, después de un minucioso estudio de este don, concluye: "La oración en lenguas de la comunidad de Corinto, igual que la de hoy, es un hablar y cantar de modo ininteligible, que no se produce por un éxtasis religioso. Aquellos que la practican la consideran bienhechora en cuanto forma de orar. Estamos, pues, fundamentados cuando afirmamos que este fenómeno religioso, del que constatamos hoy día una reminiscencia, es el mismo del que nos habla Pablo en 1Cor 12, 14. En virtud de esta conclusión, nos hallamos ahora mejor capacitados para comprender por qué Pablo da gracias a Dios por este don y por qué expresa su deseo de que todos pudieran recibirlo. Hoy, en efecto, millares de cristianos pueden dar testimonio de los frutos que esta extraña manera de orar y cantar produce en sus vidas. Para un gran número de personas ha sido la llave que ha abierto la puerta de una nueva experiencia de Dios".
"El que habla en lenguas no habla a los hombres sino a Dios" (1Cor 14, 2). Cantar en lenguas es un vehículo para hablar a Dios, un medio para que el Espíritu ore en nosotros. El canto en lenguas expresa sentimientos y pensamientos, pero en un sentido global como las lágrimas o la risa. El Espíritu Santo se une a nuestro espíritu, no lo sustituye. Se sirve de todos los recursos de nuestra naturaleza. No es que, de repente, seamos dotados de una capacidad milagrosa. El don consiste en “dejarse” interior y exteriormente con sencillez, para que pueda brotar este lenguaje de niño. El canto en lenguas se convierte así en el lenguaje de la alabanza, de una alabanza integral, de todo el ser, en la presencia de Dios.
El dominico Vicente Rubio lo describe muy detalladamente al darnos su testimonio:
"Hace ya mucho tiempo,
cierta tarde participaba yo, más como observador y crítico que como orante, en una asamblea de oración,
impropiamente llamada "carismática".
Había más de trescientas personas. De pronto me di cuenta de una cosa: nadie de los que estaban cerca
de mí se expresaba en nuestro idioma castellano; ni siquiera oraban en voz alta, según costumbre, alabando
intensamente a Dios... ¡Cantaban! Cantaban sin ser cantores y con palabras desconocidas. Fue una música sublime,
pura, espiritual. Sólo Dios se dejaba sentir en ella.
Todo semejó a un orfeón gigantesco que, sin perder su elevación
divina, comenzó suave, siguió
creciendo, hasta alcanzar un clímax rotundo; al llegar a ese punto, era como una nota o un acorde inmenso, poderoso y
fuerte. Cielos y tierra, la Iglesia y
la creación entera cantaban al Dios infinitamente santo. O como si Dios se cantara a sí mismo,
humildemente, en su inmensa gloria y nos dejara
escuchar un rato aquí en este mundo la hermosura de su canción eterna. Luego las voces fueron disminuyendo poco a poco hasta que, como sí un invisible director de coro hubiese dado la
señal de terminar, la asamblea íntegra cesó de golpe en aquel maravilloso canto.
Me
quedé perplejo. Porque los numerosos integrantes de la reunión no eran cantantes profesionales ni aficionados.
Tampoco se trataba de ninguna canción conocida.
Mucho menos de una entonación más o menos identificable. Era una melodía nueva, espontánea. La armonía misma,
juzgada desde el punto de vista musical, resultaba
rica, por no decir riquísima. Recordaba de lejos las composiciones sagradas alemanas, más armónicas que melódicas, llenas,
intensas. No pregunté nada. Dirigí discretamente mi vista a la asamblea
entera. Vi como toda ella se hallaba
sumida en un recogimiento profundo. ¡Imposible
poner a tanta gente de acuerdo para canturrear tan bien! Además..., en su mayoría, aquellas personas ignoraban la
música. Tampoco había cancioneros ni partituras. Nada de estudio
previo... ni ensayos.
Únicamente allí se percibía a Dios en su imponente grandeza
y en esa tremenda cercanía que Él tiene
para con nosotros, rebosante de amor.
Cuando
regresé a casa, abrí la Biblia para ilustrarme sobre lo que acababa de percibir.
Leí el texto del evangelio
de San Mateo 26,30, único sitio donde expresamente
se dice que Jesús cantó: "Después de cantar el himno, se fueron (Jesús y los apóstoles) al monte de los
olivos". ¿Sería el canto que yo había escuchado
aquella tarde una participación del canto que Jesús entonó en la tierra y sigue entonando en el cielo para
alabanza y gloria del Padre por el poder de
Espíritu Santo? Podía ser, pero aquel pasaje bíblico de San Mateo no me ilustró
demasiado acerca de lo que tanto me inquietaba. Leí Hechos de los Apóstoles 16,25. Allí se relataba que
estando Pablo y Silas presos en la cárcel "a media noche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios".
Quizás lo que Pablo y Silas cantaban
a Dios se pudiera parecer a lo que yo había oído en la asamblea aquella tarde, pero el texto sagrado tampoco me
aclaraba mayormente lo que anhelaba
saber. ¿Qué hacer? Tratar de esperar con paciencia, a ver si se presentaba una nueva oportunidad.
Y
pronto se presentó... Esta vez estaban a mi lado personas conocidas. Su voz y su gusto
para cantar no rebasaban los límites
de lo común y ordinario. De repente, cuando estábamos en oración
intensa, sin nadie dar un aviso o una orden,
comenzó el canto con palabras desconocidas. Todo el mundo participaba en él. A
mi entender, resultó mucho más fino que en la otra ocasión. Un juego de melodías y armonías tan extraordinarias se cruzaban por aquí y por allá arrebatando
el corazón y envolviéndolo en una atmósfera densa de presencia de Dios, de calma del
cielo y serena
alegría de la tierra.
Aquello era verdaderamente una sinfonía de voces que sólo podría estar inspirada y conducida por el mismo
Espíritu Santo. Al acabar el canto, indagué.
La persona que a mi izquierda se hallaba me dijo: "Sí, esto ha
sido un canto en lenguas". Di gracias a Dios, porque de nuevo yo había sido testigo del
paso del Señor por aquel lugar. Por
suerte, un amigo acababa de llegar al sitio de la asamblea buscándome, porque necesitaba comunicarme una noticia. Cuando salí a la
puerta del local, él se adelantó y me preguntó qué coro era aquél, y cómo cantaba tan bien, quién los ensayaba,
etc., etc. Se había quedado impresionado igualmente por el orfeón
improvisado e inesperado.
Aprovechando el paso por esta ciudad de Santo Domingo de un
notable biblista, graduado en la
célebre Escuela Bíblica de Jerusalén, quise consultarle sobre el fenómeno. Entonces me explicó que el canto
en lenguas era una modalidad de la glosolalia u oración en lenguas. La única diferencia con orar en lenguas consistía, según él, que en el canto en
lenguas el Espíritu Santo no sólo ponía las
palabras en boca de los fieles sino también
la música.
Cuando alguien sienta que el Espíritu Santo le impulsa a
glorificar a Dios Padre por Jesús, el
Señor, con un canto en lenguas, si es en una asamblea, hágalo cuando el momento sea oportuno para ello;
si está a solas, hágalo siempre con toda
la unción que sea posible como si estuviera cara a cara en la Presencia de Dios. Porque es un canto de Dios para Dios. A su vez notará que su fe se acrecienta,
su caridad se intensifica, su esperanza de poseer a Dios vibra con fuerza,
su humildad aumenta.
Al mismo tiempo,
el gozo, la paz y el poder
- sobre todo el poder-
para hacer lo que por nosotros mismos nunca seríamos capaces de hacer: se aguantan las burlas, se olvidan las
distancias, las durezas se suavizan y prodigamos el bien
calladamente y con sencillez.
En mi criterio, el canto en lenguas tiene un inmenso poder. El
poder del Divino Espíritu tal como
puede ser canalizado a través de una criatura humana. He ahí un canto nuevo para Dios. ¡El único nuevo!"
(Vicente Rubio O. P. Relatado en la revista
Alabanza)
Actualmente, millones de personas han recibido el don de
lenguas. Es, quizá, el elemento más
distintivo de la Renovación Carismática, corriente de gracia que se ha
extendido por todo el mundo y ha alcanzado a cristianos de prácticamente todas las denominaciones.
Las lenguas han estado siempre
presentes en la vida de la Iglesia
desde el primer
Pentecostés. Son un don que muchas personas
prefieren no recibir.
Parece extraño, innecesario. A los que oran en lenguas les preguntan
muchas veces: "¿Qué es eso?
¿Cómo se puede explicar?' ¿De qué me serviría el orar en lenguas?"
Aunque le llamamos un "lenguaje" de oración, no es un
idioma real, ordinario. Expertos lingüistas
han analizado miles de cintas grabadas de personas orando en lenguas y no han encontrado una
estructura lingüística en lo que estaban diciendo
o cantando. Les falta la estructura de un idioma, aun cuando suena como un idioma. Hay excepciones en esto;
lo que está diciendo una persona orando en lenguas puede ser reconocible como un idioma,
diferente de cualquiera de los que conoce esa persona.
Pero como ella no sabe lo que está diciendo, el efecto es el mismo: las lenguas son un
don de oración.
En este sentido, compararíamos a las lenguas con la oración
contemplativa, otra forma de
oración no conceptual. Contemplación significa unión con Dios no conceptual, sin palabras. Es una unión a
través del amor, una unión en la que adoramos,
alabamos, amamos, o vamos a Dios sin palabras, ni pensamientos o ideas específicas.
Podemos contemplar silenciosamente mirando al Señor, sabiendo
que Él nos mira a nosotros con amor y
misericordia. Podemos decir el nombre de Jesús
despacio en nuestros
corazones, o podemos
repetir algunas veces una frase
como "Te amo, Jesús". Muchas personas contemplan silenciosamente en la misa, durante
la elevación del cuerpo y sangre del Señor. También
se quedan con el Señor después de la comunión, sin
decir oraciones ni hacer peticiones, sino
en un silencio interior profundo. Esto es contemplación silenciosa. Del mismo modo, el don de lenguas, aunque es ruidoso,
puede considerarse contemplativo. Cuando hablamos o cantamos
en lenguas, las sílabas con las que oramos
no forman palabras que representan pensamientos o ideas como sucede en los idiomas humanos. No representan un concepto determinado; no
tienen un contenido específico que
podamos comprender. Conocemos a Dios más con
nuestros corazones que con nuestras cabezas. Nuestro conocimiento trasciende pensamientos y palabras.
El canto en lenguas no es una sucesión de notas ensayadas
o una melodía compuesta.
Se trata de una irrupción espontánea que, dejando a la persona libertad para cantar o callarse, impulsa
directamente a alabar al Señor. Cada persona canta con su voz, bonita o no, con su propio timbre
y su estilo particular. Sin embargo, el conjunto muestra
una impresionante acción del Espíritu,
que va constituyendo una unidad en la variedad de voces y melodías. El efecto es una música más allá de lo
medible o expresable y una paz interior suave
y fuerte a la vez. Solamente si se ha experimentado se puede comprender esta realidad.
El canto en lenguas es expresión de amor y de adoración. Nace
del profundo deseo de alabar al Padre
y manifestarle con especial amor el deseo que hay en nosotros de Él. Es el Espíritu quien nos impulsa a una alabanza
más plena, de manera que hasta el
último rincón de nuestro ser se pone en actividad. Procede de una capacidad propia de toda persona:
en todos hay semillas y nostalgias hondas
del bien y de la felicidad. En algún sentido, todos oramos en lenguas, ya que todos gemimos y
deseamos desde lo más profundo. Nos ha enseñado a hablar con Dios, a pedirle,
a contarle cosas, a hacer de él un interlocutor tratable... La oración en lenguas pertenece más bien al orden de
los gemidos, del llanto, del balbuceo infantil, del clamor de un campo de fútbol. En estos casos no se usan palabras,
pero algo del alma se manifiesta con fuerza: hay una comunicación con un tú inexpresable,
inefable. No sabes cómo hablarle, pero te inunda con su
presencia.
En este sentido,
la oración en lenguas respeta
la inefabilidad de Dios, su transcendencia.
Dice Chus Villarroel: “Una de las genialidades de Santo Tomás de Aquino es haber colocado la esperanza en la voluntad. No la colocó ni en la inteligencia ni en la memoria ni en la
imaginación sino en la voluntad, sede del deseo y del querer. Lo suyo es desear el bien, la felicidad, todo lo que es amable
y nos da alegría. La voluntad, como potencia humana, es redimida y
sanada en sus quereres por la
esperanza teologal que la conduce hacia Dios, hacia la vida eterna. La voluntad, rescatada y ungida
por la esperanza, quiere amar y desear sin
retorno; desea alimentarse de vida eterna. Ella es la que nos da ganas de Dios. La oración en lenguas pertenece a la
dimensión de la voluntad y de la esperanza;
en ella no funciona la lógica del conocimiento sino la del deseo. Cuando oramos en lenguas no nos interesa
conocer más sobre los atributos de Dios sino unirnos más a Él, experimentarle como nuestro amor más
hondo”.
El canto en lenguas pertenece al nivel del don. Es una oración de descanso. El hecho de no
componer frases razonables ni pedir algo concreto, hace la oración muy descansada. Tu corazón puede funcionar sin tu mente. Por eso, en momentos en que estés cansado y agobiado,
y no seas capaz de orar, piensa que la
oración es el corazón. Tu corazón es tu deseo, tu esperanza, tu anhelo más profundo... aunque no puedas formularlo en
frases hechas. El Espíritu Santo alienta
tu corazón sin cansarte, sin obligarte: lo tienes ahí dentro... ¡te basta un gemido en
lenguas!
Generalmente, el canto en lenguas se hace presente en
determinados momentos más
propicios, de mayor profundidad de oración. Es frecuente que el canto en lenguas surja al celebrar la Eucaristía,
particularmente en la Consagración y después de la Comunión.
En ambos casos es expresión
de adoración, de encuentro
pleno con Jesús. Cuando termina el canto en lenguas sentimos la necesidad de un silencio más o menos
largo. En él adoramos al Señor, su Santa presencia viva y vivificadora, y nos abrimos a sus mensajes.
El Ministerio de Música deberá estar atento a la inspiración del
Espíritu para llevar a toda la
asamblea a este encuentro completo con el Señor. Si comienza de una forma suave la alabanza en lenguas,
el ministerio de música puede empezar a
sostener el canto con un acorde y -quizá- después con una serie de acordes que inviten
a todos a continuar, intensificar y armonizar la alabanza. Ordinariamente, el canto en lenguas no
tiene ritmo (es melodía sin compás); pero, en ocasiones,
surge un canto en lenguas rítmico, como si
el Señor nos diese a todos una medida, la misma: la medida de la unidad
en el Amor.
Diego Jaramillo,
en relación con esto, dice: "Los instrumentos evocan, ayudan y expresan en un canto en lenguas. Por
ello, mientras alguien toca su instrumento también
está orando, la música es su oración. Las cuerdas vocales y las cuerdas de su guitarra pueden vibrar al unísono
para el Señor. Esto se hunde en la más genuina tradición cristiana."
La primitiva Iglesia cantaba en lenguas. San Jerónimo llama
al canto en lenguas "Jubilación". Lo define como "aquello que ni en palabras, sílabas o
letras pueda expresar o comprender la forma como el hombre debería alabar
a Dios".
San Juan Crisóstomo dice:
"Se permite cantar salmos sin palabras, siempre que la mente resuene en su interior.
Porque no cantamos para los hombres,
sino para Dios, que puede escuchar aún a nuestros
corazones y penetrar
en los secretos de nuestra alma".
Y es, sobre todo, San Agustín quien escribe maravillosamente sobre el
tema en sus "Narraciones sobre
los salmos":
· "Sacrificamos víctima de regocijo, sacrificamos víctima de
alegría, víctima de congratulación,
víctima de acción de gracias, víctima que no puede expresarse con palabras. Sacrificamos, pero ¿en
dónde? En su mismo tabernáculo, en la Santa
Iglesia. ¿Qué sacrificamos? El copiosísimo e inenarrable gozo, que no se expresa
con palabras sino con
voz inefable” (Sal 26).
· "He aquí que te da como el módulo para cantar: no busques
las palabras como si pudieras
explicar de qué modo se deleita a Dios. Canta con regocijo, pues cantar bien a Dios es cantar con regocijo.
¿Qué significa cantar con regocijo? Entender por qué no puede explicarse con palabras lo que se canta en el corazón. Así pues, los que cantan, ya en
la siega, o en la vendimia, o en algún trabajo
activo o agitado, cuando comienzan a alborozarse de alegría por las palabras de los cánticos, estando ya como
llenos de tanta alegría, no pudiendo ya explicarla con palabras, se comen las
sílabas de las palabras y se entregan al canto
del regocijo. El júbilo es cierto cántico o sonido con el cual se significa que da a luz el corazón lo que no puede decir
o expresar. ¿Y a quién conviene esta alegría,
sino al Dios inefable? Es inefable aquel a quien no puedes dar a conocer, y si no puedes darle a conocer y no
debes callar ¿qué resta, sino que te regocijes, para que se alegre el corazón sin palabras? ¿Qué significa aclamación? Admiración de alegría
que no puede explicarse con palabras. Cuando los discípulos vieron subir a los Cielos a
quien lloraron muerto, se maravillaron de gozo;
sin duda a este gozo le faltaban palabras, pero quedaba el regocijo, que nadie podía explicar. No vayamos sólo en
busca del sonido del oído, sino de la iluminación
del corazón" (Sal 46).
·
"Prorrumpid en
gritos de alegría, si es que no podéis hacerlo de palabra. Pues no se aclama sólo de palabra; también
aclama el sonido sólo de los gritos de los que
se gozan, como si fuese la voz de la cosa concebida, del corazón que concibe y pare la alegría que no puede expresarse con palabras" (Sal 65).
· "Cuando no podáis expresamos con palabras, no ceséis de
regocijaros. Cuando podáis hablar,
clamad; cuando no podáis, alegraos. Aquel a quien no le son suficientes las palabras, suele por la
exuberancia del gozo prorrumpir en gritos de alegría" (Sal 80).
· "¿Son suficientes las palabras para nuestra alegría? ¿Será
la lengua capaz de explicar nuestro
gozo? Si pues las palabras no bastan, ¡bienaventurado el pueblo que sabe alborozarse! ¡Oh pueblo feliz!
¿Crees que entiendes el regocijo? Que sepas
por qué te alegras de aquello que no puede expresarse con palabras. El motivo no debe dimanar de ti, para que
quien se gloríe, se gloríe en el Señor. No te
alboroces en tu soberbia, sino en la gracia de Dios. Comprende que es tanta la gracia,
que la lengua no es capaz de explicarla, y habrás entendido
qué es alborozo o regocijo" (Sal 88).
· "¿Qué significa "jubilare"? Dar gritos de alegría
o regocijarse. El júbilo que no puede explicarse
con palabras y que, sin embargo, se testimonia con el grito de la voz, se denomina regocijo. Pensad en
aquellos que se regocijan, en cualquier clase
de canto y como en cierta lid de alegría mundana, y veréis de qué modo, entre los cánticos
modulados con la voz, se regocijan rebosantes de alegría cuando no pueden declararlo todo con la
lengua, a fin de que por aquellos gritos inarticulados dé a conocer la afección del alma, lo que se concibió en el corazón y no es capaz de expresarlo con
palabras. Luego, si estos se regocijan por el gozo terreno ¿nosotros no debemos dar gritos de alegría, regocijarnos
por el gozo celestial, que ciertamente no podemos expresar
mediante palabras?" (Sal 94).
· "Ya sabéis qué es regocijarse. Gozaos y hablad. Si al
gozaros no podéis hablar, regocijaos.
Vuestro gozo dé a conocer el regocijo si no puede la palabra. Que no quede mudo vuestro gozo. Que no calle el
corazón a su Dios; que no calle sus dones.
Si hablas para ti, para ti te sanas; pero si te sanó su diestra para Él, habla para quien
fuiste sanado" (Sal 97).
Grandes santos/as -en la historia
de la Iglesia- han orado y cantado en lenguas:
- Se dice de San Francisco de Asís que “muchas veces, cuando oraba, hacía un arrullo semejante, en la forma y el sonido, al de la paloma, repitiendo: uh, uh, uh... y con cara alegre y corazón gozoso se estaba así en la contemplación".
- Y de Santo Domingo de Guzmán: "En cierta ocasión recordaban haberlo oído hablar en lenguas, cuando lo oyeron rezar en voz alta y todos vieron en qué forma oraba... aunque, curiosamente, nadie pudo recordar qué fue lo que rezaba".
- En el diario espiritual de San Ignacio de Loyola, en los escritos del mes de mayo de 1544, aparece con frecuencia la palabra "locuela", que el santo califica de admirable, dada por Dios, y que le producía consuelo y armonía interior; "son palabras misteriosas que suenan a música del Cielo. Duda uno de, si estas armonías, no son el objeto mismo de las gracias".
- Santa Teresa de Jesús se expresa así en "Las Moradas": "Entre estas cosas penosas y sabrosas juntamente, da Nuestro Señor al alma algunas veces unos júbilos y oración extraña que no sabe entender qué es. Porque si os hiciere esta merced, le alabáis mucho y sepas que es cosa que pasa, la pongo aquí. Es a mi parecer, una unión grande de las potencias, que las da Nuestro Señor con Libertad para que gocen de este gozo, y a los sentidos lo mismo, sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan. Parece esto algarabía, y cierto pasa así, que es un gozo tan excesivo del alma, que no querría gozarse a solas, sino decirlo a todos, para que le ayudasen a alabar a Nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento. Oh, qué fiestas haría y qué de muestras, si pudiese, para que todos entendiesen su gozo. Parece que se ha hallado a sí, y que, como el padre del hijo pródigo, querría convidar a todos y hacer grandes fiestas, por ver su alma en puesto que no puede dudar que está en seguridad, al menos por entonces. Y tengo para mí, que es con razón porque tanto gozo interior de lo muy íntimo del alma, y con tanta paz, que todo su contento provoca alabanzas de Dios que no es posible darle al Demonio".
Hoy, al comienzo del tercer milenio, Dios nos está invitando a
aceptar en el don de lenguas su
iniciativa. La novedad de que Él mismo nos dé un lenguaje para la oración, en un tiempo en el que las
palabras -aún para expresar la Fe- parecen haber
perdido autenticidad y son -en muchas ocasiones- rutinarias, vacías o equivocas. Un lenguaje nuevo, mediante el cual Él puede ser intensamente alabado
por sus hijos de una manera más pura.
Orar y cantar en lenguas es renovar aquella experiencia de
Jeremías: ¡Señor, sabes que no se
hablar"' (Jer 1, 6). O la
experiencia del tartamudo de Moisés (Ex. 4, 10) Es un modo de cumplir la
Palabra de Jesús: "si no os hacéis como
niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). Como cualquier otro don del Espíritu, debe ser discernido en su autenticidad y conveniencia. El criterio de discernimiento es "por los frutos se conoce la calidad del árbol".
"Orar en lenguas es sinónimo de orar en el lenguaje de los
ángeles" (Jonas Abib). En la Efusión del Espíritu
Santo recibimos también la gracia de orar en
un lenguaje nuevo. Es el propio Espíritu Santo orando en nosotros. Es
más: Él ora y canta en el lenguaje
de los ángeles. Los ángeles
oran y cantan con nosotros, refuerzan nuestra oración,
combaten a nuestro
favor. Ellos tienen una visión del mundo espiritual que nosotros
no tenemos. Necesitamos orar y cantar en
ese lenguaje para que los ángeles vengan y se pongan a combatir a nuestro favor. Créelo: la victoria sobre esas
situaciones viene con la batalla que los ángeles combaten junto a nosotros.
“Orar en lenguas
es, pues, un orar que pertenece a la otra orilla. En el Apocalipsis, se compara la alabanza eterna
al estruendo de muchas aguas, al fragor
de un gran trueno: cantaban un canto nuevo que nadie podía aprender, fuera de los recatados (Ap 14, 2-4). Sin
oración en lenguas, la esperanza queda muda.
Desea pero no grita. Quienes hemos experimentado los gemidos más nobles que puede emitir el alma de quien
es gratuitamente amado… ¡sigamos clamando,
esperando el día en que reviente una nueva primavera de oración en la Iglesia!” (Chus Villarroel).
El canto en lenguas no es una tontería para Dios, aunque así se
lo parezca a muchos hombres. Es un arma de guerra contra Satanás y contra nuestro propio
orgullo. Es un grito de victoria: Cristo ha
triunfado y nuestra fe hace real este triunfo
en cada circunstancia particular. Es una oración de Paz: la Paz del Señor ya está establecida, y en el canto en
lenguas la hacemos actuar frente a todo lo que no es paz. Cantar en lenguas es un acto de Fe; es clamar al Padre
poderosamente, desde el Espíritu Santo, para proclamar y establecer-en cada situación- el Señorío de Jesucristo.
-------------------------------
10.
Cantos en 3D
Vamos
a reflexionar sobre la música y el canto -en particular sobre los cantos que utilizamos en nuestras celebraciones
litúrgicas y en nuestras oraciones comunitarias- desde un punto de vista muy concreto: desde la perspectiva de su
dirección (de dónde salen y a dónde van). Partimos de que un canto es canal
que -en nuestra relación personal y
comunitaria con Dios- puede tener diferentes direcciones. Nos planteamos cantos en tres direcciones:
1. El
primer tipo serían los cantos que muestran la dirección de la persona -del creyente- hacia Dios. Sería el tipo uno y
lo significaríamos con una flecha hacia
arriba.
2.
El
segundo tipo, serían los cantos que expresan la dirección contraria: Dios hacia el creyente, hacia su hijo, su hija.
Dios hacia nosotros. Sería una flecha
hacia abajo.
3.
El
tercer tipo de cantos, la tercera dirección, sería yo con mis hermanos, mis hermanos conmigo, unos con otros. Relación
fraterna, horizontal. Son cantos que
expresan algo en relación a mis hermanos; de mis hermanos hacia mí, de mí hacia mis hermanos. Sería una flecha
hacia los lados, una flecha horizontal con una punta hacia
un lado y otra hacia el otro lado.
·
Tipo uno: el canto va
dirigido hacia Dios, parte de mí, de nosotros, del pueblo creyente, de la asamblea reunida… y va
dirigido a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
·
Tipo dos: sentido
contrario, de Dios hacia su pueblo, hacia su hijo, su hija, hacia mí,
hacia nosotros.
·
Tipo tres:
entre hermanos; de mí a mis hermanos,
de mis hermanos hacia mí.
Cantos TIPO 1
La mayoría
de los cantos que cantamos
en nuestras oraciones
comunitarias, asambleas
litúrgicas, oración personal… son del tipo uno. Parten de mí, parten de la asamblea
reunida; parten de nosotros y se dirigen
a Dios. Pueden ser de muy diferente tipo porque
expresan también muy diferentes situaciones; pueden ser cantos de
adoración, adoración eucarística, de alabanza, de acción de gracias, de ofrecimiento, de petición de perdón, de súplica,
de clamor. Todos tienen en común que
establecen un dialogo, una comunicación que parte de mí y se dirige a Dios. Por lo tanto -aunque parezca obvio decirlo-,
son cantos para ser cantados, no para ser escuchados,
porque lo que hacen es permitirme que yo le diga cosas a Dios, le exprese
a Dios lo que hay en mi interior. Están hechos para ser cantados a Dios, no para ser cantados
a mis hermanos. Con mis hermanos, sí, pero me dirijo a ellos; se los
estoy cantando a Dios. Mi corazón tiene que estar en Dios. Mi imaginación,
cuando lo canto, también tiene que
ayudar a esto: le estoy expresando algo a Dios. El canto es una oración a Dios: una oración de súplica, una oración de
alabanza, una oración de perdón, una
oración de acción de gracias, una oración de adoración. Los cantos
del tipo uno van de
mí hacia Dios: los canto con el corazón dirigido
hacia Dios.
Cantos TIPO 2
Quien canta,
quien expresa… es Dios. Dios se comunica
conmigo. Dios me dice algo. Dios, a través del canto, me habla, me muestra su corazón, su voluntad, lo que quiere de mí…
Algunos cantos son de este tipo; a veces, nos cuesta identificarlos. No todos los cantos son “tipo uno”; ¡hay cantos
“tipo dos”!
Todos
los cantos, en general, han de tener una base bíblica; pero estos cantos, en concreto, muchísimo más, porque son cantos
donde Dios mismo es el que habla, y Dios no se puede contradecir así mismo. Todos los cantos que son
un texto bíblico cantado (todos los
cantos que son un texto del Evangelio, que son un texto de un profeta…) son de este tipo. No así, por
ejemplo, un texto de un salmo o un texto de una carta de san Pablo.
Todos
los textos bíblicos que están en boca de Dios, pertenecen -cuando se cantan- a este segundo tipo. Por tanto. son unos cantos más bien
para ser escuchados que para ser
cantados por la asamblea; porque Dios me los está cantando. Cuando escuchamos “Como el Padre me amo, yo os he amado”, Jesús es el que me lo está cantando a mí. Claro que puedo cantar;
pero este canto es, sobre todo, para que yo escuche
a Dios que me lo dice, a Jesús, al Padre, al Espíritu Santo que me hablan al corazón.
Es
importante diferenciar el tipo uno del tipo, dos porque en el canto del tipo dos, Dios me canta a mí. Mi corazón tiene
que estar abierto a lo que Dios me está diciendo
a través del canto; no a lo que yo le voy a decir, a lo que yo estoy pensando para Él, sino lo que Él me está diciendo a
mí. Por eso, estos cantos han de ser muy fieles
a la Palabra de Dios, porque están poniéndole voz y música a Dios mismo.
Cantos TIPO 3
Cantos
que yo le canto a mi hermano, que mi hermano me canta a mí, que nos cantamos unos a otros… No van dirigidos a
Dios, ni de Dios hacia nosotros, sino de nosotros
hacia nosotros. Son cantos –digamos- de estímulo mutuo, cantos fraternos. Hay un buen número da cantos que cantamos
que son así: son para cantárnoslos los unos a los otros. Así como en el tipo uno había que tener el corazón en Dios, porque a
Él le estábamos cantando el canto, y en el tipo dos habría que abrir el corazón
para que Dios me pudiese
decir, me pudiese
hablar, me pudiese
tocar, me pudiese
alcanzar… en estos cantos “tipo tres” es importante estar abiertos a los
hermanos y, por tanto, dirigirse
hacia ellos. Son cantos que, incluso en el gesto, en la postura física, en la manera de cantarlos, en la
mirada, van dirigidos de unos a otros; en presencia de Dios, desde luego, pero dirigidos hacia la propia asamblea para reforzarnos unos a otros en la fe, la esperanza, el amor.
Y
hay muchos cantos, la mayoría -es verdad-, que son del tipo uno; pero hay un buen numero que son de este tipo, el tipo
tres. Por ejemplo, cantos muy comunes, algunos cantos de entrada:
“Juntos, como hermanos,
miembros de una Iglesia, vamos caminando, al encuentro del Señor”. ¿A quién dirigimos este canto? Pues
a nosotros mismos: estamos
proclamándonos -proclamando juntos- nuestra fe, lo que estamos haciendo, nuestra intención, nuestra determinación,
nuestra convicción. No estamos reflexionando simplemente, no estamos
diciéndole algo a Dios; nos lo estamos
diciendo a la propia asamblea, los unos a los otros.
Estos serían los cantos en tres direcciones… ¿Por qué es interesante esta clasificación? Porque cada uno de estos tres tipos de cantos tiene sus particularidades;
es bueno conocerlas y respetarlas para emplearlos mejor, con más profundidad y armonía, de modo que este
canal de gracia -que es el canto en la oración y en la celebración- sirva al fin para
el que ha sido creado.
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11. El don del canto y la música... desde pequeños
En
general, los niños y niñas que entran en contacto con el Evangelio, a los que
se les anuncia la Buena Nueva de Jesús, la aceptan con alegría y corazón sincero, porque el Evangelio es para los niños igual que para los adultos.
Es cierto que, cuando
crezcan y se hagan mayores, se han de cuestionar esta opción; pero mientras tanto, su opción es tan verdadera y tan
real como la nuestra y, por lo tanto, hemos de tomárnosla con la misma seriedad,
proporcionando a los niños medios adecuados para
que puedan expresar y vivir su fe. Uno de estos medios es, indudablemente, el canto y
la música.
Todas
las exhortaciones que aparecen en la Palabra de Dios (especialmente en los Salmos): “Cantad a Dios, tocad a Dios con instrumentos”, son dirigidas por
igual a adultos y a niños, porque los
niños pueden alabar a Dios -con sus voces y con sus instrumentos- igual que nosotros. Jesús mismo rebatió
a los escribas y fariseos cuando se escandalizaban porque los niños
le aclamaban. «Jesús les dijo: “Sí, ¿no habéis
leído nunca: ‘de la boca de los pequeños y de los niños de pecho sacaré una alabanza’”?» (Mt 21, 16).
Lo
que aprendemos de pequeños se nos queda grabado para siempre. Cuántas veces Dios utiliza un canto grabado por la
memoria infantil para hacer que un adulto, vuelva
a aquella primera experiencia de fe. Por otra parte, a los niños y niñas les gusta cantar por naturaleza, porque el
canto crea una atmósfera de alegría que necesitamos
para crecer de una manera armoniosa; el sentimiento de unidad que proporciona cantar juntos es importante
ya desde la primera
infancia.
Una
palabra clave, tanto para la música como para la fe de nuestros niños, es impregnación. Solo arraigará en
nuestros niños profundamente, aquello en lo que están inmersos, en lo que viven día a día; por decirlo así,
aquello que han mamado. La música y
el canto, bien utilizados, pueden verdaderamente impregnarlos de fe, esperanza
y amor; son un buen aceite para que el Espíritu Santo los vaya impregnando.
Estoy
seguro de que la Iglesia del mañana va a valorar la música aún más de lo que la valora la Iglesia de hoy. Va necesitar
hombres y mujeres con dones musicales y con
una adecuada formación: nuestros niños de hoy. Hemos de cuidar, por
tanto, los dones que el Señor regala
a nuestras comunidades ya desde la infancia, valorándolos de manera más integrada y profunda.
Es bueno que nuestros niños crezcan en un hogar donde la música y la fe estén asociadas; eso evitará que más tarde se vean en el dilema (con el que se encuentran muchos músicos) de tener que elegir entre Dios y la música, convertida en un ídolo, en un semidiós. El niño es más accesible que el adulto a los diversos estilos de música, a ritmos e intervalos distintos. Si queremos renovar y ampliar los estilos musicales en nuestra Iglesia, debemos empezar por nuestros niños y niñas. Ellos saben reconocer de manera natural lo que es bonito o atractivo, lo que es especial; hemos de cultivar su sensibilidad a través de la música y el canto. Por todo ello, es importante elegir cuidadosamente las canciones a través de cuales nuestros niños y niñas van a conocer y expresar su fe.
Podríamos
señalar cuatro criterios:
-
En primer lugar,
una melodía sencilla,
que no cueste retener, que no tenga intervalos difíciles
ni pausas inesperadas.
-
Segundo,
un ritmo dinámico, no excesivamente complicado y que, a veces, acompañaremos con percusiones o percusión corporal simplemente.
- Tercero, una armonía poco sofisticada, que no confunda a los niños.
-
Y, por último, un texto claro y preciso,
adaptado a la experiencia infantil y fundamentado
en la Palabra de Dios, de manera que
música y Palabra se refuercen mutuamente. Cada canto ha de estar adaptado a la edad y madurez
espiritual, y a lo que queremos
contemplar, transmitir o expresar.
Quienes
enseñemos cantos a los niños y niñas, debemos hacerlo con convicción, entusiasmo y seguridad. Conviene cantar
primero la canción, para que la escuchen, hacérsela,
digamos, bonita, interesante. Después dividirla en frases cortas, que les haremos repetir. A veces está bien
disociar el ritmo de la melodía, y aprender primero el ritmo con percusión corporal.
También, se pueden escribir algunas
palabras clave para facilitar la memorización del texto. Podemos
hacerlos cantar de dos en dos, de
tres en tres, reforzar aquellas partes más complicadas, añadir gestos que faciliten la expresividad y la memorización, alternar chicos y chicas, un
solista y el grupo, voces con acompañamiento y sin acompañamiento
de instrumentos...
Es
importante no cansar a los niños y tampoco pretender que el canto se aprenda inmediatamente. El amor y la paciencia
son fundamentales. Y la alegría,
por supuesto.
¡Que
la música y el canto que el Señor nos da ya desde pequeños -y para los pequeños
que Él nos los regala-
den siempre toda la gloria a
nuestro Dios!
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12.
La música, sierva
de la Palabra
María música de Dios, es la música de Dios… Lo hemos explicado, hemos profundizado en ello. Si continuamos con esta analogía, podemos decir que, del mismo modo que María es la sierva de Dios, la música ha de ser la sierva de la Palabra.
Quiero
compartir con vosotros una historia de la que yo fui testigo: la historia de Fernando. Fernando
era un apasionado de la música, y había ido aquel Retiro precisamente
por eso; porque lo que le atraía era la música, los cantos. Lo que no estaba dispuesto era a tragarse también
las oraciones, las predicaciones, las charlas,
las reflexiones. Por eso, cada vez que cantaban y tocaban, él, estaba encantado; pero cuando empezaban
el bla, bla, bla, empezaba
la reflexión, la predicación… él se tapaba los oídos con las dos manos. “¡No soporto tanto sermón!”, decía.
Sucedió
que, en un momento dado, una mosca se le poso en la nariz. Fernando empezó a pestañear, a mover la cabeza;
pero la mosca seguía allí, impasible. Hasta que
el picor se le hizo insoportable y Fernando no pudo seguir con los oídos
tapados, tuvo que empezar a espantar
la mosca con las manos. Sonaba una canción: «Nadie te quiere como Él.
Jesús te quiere como eres; solo Él conoce tu verdad. Siempre, a pesar de los pesares, con Jesús, puedes
contar» y, en seguida, se proclamó aquella
Palabra, que fue la que toco el corazón
de Fernando: «Porque eres precioso ante mí, de
gran precio y yo te amo» (Is
33, 4). Esta Palabra tocó el
corazón de Fernando: no volvió a taparse los oídos, empezó a experimentar
aquella presencia de Jesús con todo
su amor y todo su poder.
Aquel
día, Fernando se encontró con Jesús, le abrió su corazón y empezó
una vida distinta, una vida
nueva. ¿Fue la música, la predicación o fue quizá la mosca? Solo Dios es Dios y Él usa a quien quiere,
como quiere y cuando quiere… incluso a una mosca.
Hay una experiencia de la que yo soy testigo, que se ha repetido una y otra vez: la música prepara el camino de Aquel
que siempre viene. La música prepara el camino
de la Palabra; de la Palabra viva que es Jesús. Por eso, si has recibido el don del canto y de la música para servir al Señor, tienes que amar más
a Dios y a su Palabra que a la propia
música, tienes que amar más a Dios en su Palabra, que a la propia música. La música tiene que ser
servidora, no señora. La música sierva de la
Palabra.
La
música servidora y la Palabra señora. Imaginemos una señora, una reina. Imaginamos
su ropaje, sus vestidos; imaginamos su presencia, su gloria… Y vamos con nuestra
imaginación a lo que es la Palabra,
como reina y como señora,
como creadora: Palabra
de Dios. A la música
la vamos a imaginar como una sirvienta.
¿Cómo va vestida
la sirvienta? Con un delantal, con una ropa adecuada para servir, con una
actitud: “Nuestros ojos están
puestos en el Señor que hizo el cielo
y la tierra”. Para que la música
haga bien su trabajo ha de mirar a la Palabra. Ha de escuchar, asimilar en su vida: «El Señor es mi Pastor, nada me falta. El Señor sana a
los oprimidos. El Señor perdona». Esta es la fuente de donde tiene que
beber la música. Porque si no, ¿qué
cantará? ¿qué gritará? ¿qué proclamará? Se proclamará así misma. La música, al servicio de la
Palabra de Dios. El músico tiene que sentir en su corazón esto: «Quiero amarte, oh Dios. Quiero servirte con todo mi corazón, con toda mi mente, con todas mis fuerzas.
Con toda la melodía que sale de mi corazón.
¡Quiero amarte!».
Porque ningún siervo puede servir a dos señores: no podemos servir a Dios y a la música. Pero sí, sí podemos servir a Dios y a su Palabra a través de la música. Podemos servir a la Palabra -servir a Jesucristo el Señor- con la música, que es un gran don que Él mismo nos ha dado. Por ello, es crucial que los músicos cristianos conozcamos y amemos a Dios por encima de la música. Para que, así, nuestra música esté verdaderamente a su servicio, al servicio de su Palabra.
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13. Palabra, silencio y música
Palabra, silencio y
música: estos son los tres elementos de cualquier reunión de oración, de cualquier oración comunitaria,
de cualquier celebración o asamblea litúrgica. Palabra, en primer lugar; la
Palabra de Dios y la palabra humana. Silencio,
en segundo lugar; escucha. En tercer lugar, la música, el canto. Ha de
existir un equilibrio entre estos tres elementos:
palabra, silencio y música.
Del silencio dice un
gran pedagogo musical, Fernando Palacios: “En la música, el silencio es el rey: todos acatan su ley”.
Es verdad, el silencio da sentido y valor al
canto y a la palabra. El silencio es, obviamente, un momento específico
en cualquier oración o celebración;
pero, por otro lado, es también una cualidad, una realidad espiritual donde la Palabra y la música
encuentran un ambiente propicio y eficaz. Dice
Deis: “El silencio no hace ni crea una celebración litúrgica. Los cristianos no
nos reunimos para saborear juntos un
silencio comunitario logrado a la perfección… Sin embargo, toda celebración debe dar lugar al silencio. Es un
elemento de primera importancia”.
Es verdad que del
mismo modo que el silencio marca el ritmo de la música, da sentido a las notas que vienen después,
hace brotar un nuevo movimiento… también, en
la oración comunitaria, el silencio es como una especie de regulador que
aparece como fruto de la Palabra y
del canto. Por eso, el silencio no debe ser valorado por su duración, sino por su intensidad, por su
oportunidad. En este sentido, no podemos utilizar
el canto como una especie de llenasilencios,
un modo de respiración asistida para
la oración. No tiene sentido, a base de canto, a base de música, mantener una oración
cuando el Señor llama a la escucha. Hay momentos en los que el canto levanta
la asamblea, mueve, propicia la oración, favorece
la alabanza; hay momentos
de exultación, de aclamación… ¡Ahí está la música! Pero hay momentos en que los instrumentos y la voz humana
deben callar. Y la música, entonces, prepara el silencio en el que Dios habla, en el que Dios actúa. En estos
momentos en los que toca
escuchar, la música ha de imitar a Aquella que guardaba todas las cosas y las meditaba
en su corazón.
Desde la resurrección de Jesús, los cristianos “perseveraban unánimes en la oración,
con algunas mujeres, con María la madre de Jesús…” (Hch 1, 14). Cuando los cristianos nos reunimos para orar, se
manifiesta la fuerza de Dios a través del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones, y se hacen
visibles sus frutos. La oración
comunitaria nos edifica
y crea relaciones fraternas
más sólidas, porque compartimos una misma fe. Estamos hablando
de tres elementos, tres pilares sobre los
que construimos la oración comunitaria: Palabra, silencio y música. En nuestras parroquias o grupos tenemos, a menudo,
celebraciones comunitarias: una vigilia, un acto penitencial, una adoración, un vía crucis, un acto mariano, un tiempo de oración con jóvenes, una oración con
catequistas al principio de curso… Todos estos
momentos son de oración comunitaria. En algunos de ellos, la estructura
ya está fijada (Rosario, Vía crucis)
y solo tenemos que darle unción, avivar el don de piedad
y que no sea una oración rutinaria o simplemente leída. Pero en otros
actos debemos crear una estructura.
El objetivo siempre es buscar que no sea una oración personal, vivida en un templo al lado de otros,
estando juntos corporalmente pero lejos espiritualmente;
lo que buscamos es que sea una verdadera oración de la comunidad creyente.
Nos detenemos ahora
en la importancia de la Palabra. La oración debe empezar con una motivación, una exhortación, unas palabras del animador
o del guía de la oración que nos
ayuden a todos a situarnos en lo que vamos a vivir. Son importantes estas palabras, porque ayudan a que nos
sintamos todos incluidos y que nadie se sienta
excluido. A veces, llegamos a una oración e inmediatamente pensamos: Ah, esto
es de este grupo, de este movimiento… O lo que queremos es saber cómo va esto, cómo funciona, cuál es la dinámica o
el estilo de la oración. En un acto comunitario, todos los que estamos allí
debemos de sentirnos acogidos, sentir que todos
vamos a ser participantes y no espectadores. Estas palabras iníciales deben transmitir que vamos a vivir un encuentro con Dios
y que todos estamos convocados.
La Palabra de Dios
debe ser el centro de la oración. Ella es la fuente, el Agua Viva; de ella vamos a beber. Es importante
elegir bien esta Palabra; incluso pueden ser
varias… Esta Palabra no será leída, sino proclamada: que sea semilla que cae sobre el grupo y da fruto. Y después
necesita un silencio en el corazón y un eco;
volver a leer algunos versículos para que vayan calando en nosotros. Es
Palabra viva, espada que entra en
nuestra alma. Para discernir esta Palabra se tendrá en cuenta el tiempo litúrgico y el sentido de la
oración que estamos haciendo: si es una oración celebrativa, penitencial; si es una oración de principio de
curso; si es una oración para profundizar en algún sacramento que se va recibir.
Otro momento
que debe quedar claro es
la participación espontánea de los asistentes al Encuentro de Oración. Quien anima o dirige la
oración debe dar paso, impulsar,
motivar este momento de alabanza, de eco sobre el salmo, de peticiones, de acción de gracias. Así vemos que hay una relación íntima entre la Palabra de Dios y nuestras palabras. Nuestras palabras –pobres-
deben ayudar a entenderle a Él, a mirarle
a Él, a acogerle en nuestro corazón y hacernos experimentar que somos su pueblo
unido, que reza como un solo cuerpo. No se trata de oraciones
personales, sino que somos su pueblo.
El que dirige o anima la oración debe estar, por tanto, atento para ver si son necesarias otras indicaciones breves y
precisas que no rompen en ningún
momento el ambiente de oración sino que son ayuda para todos. Estamos haciendo la función de los perrillos que
ayudan al pastor a recoger a las ovejas y que
no se desvíen; pero las ovejas no se quedan mirando al perro, miran al
pastor. Nunca hacernos nosotros
protagonistas. Debemos evitar también meditaciones largas o teóricas.
Cuatro momentos,
pues, en los que la Palabra es importante: uno el inicio de la oración, el saludo motivación o
instrucciones concretas; dos, la proclamación de la Palabra de Dios como centro del acto comunitario; tres, momentos
de participación espontanea; cuatro,
otras indicaciones que puedan ser necesarias para promover signos y posturas
corporales, así como para dar más cohesión
a la oración comunitaria.
El Espíritu Santo se derrama en la oración del pueblo y se manifiesta en sus frutos: unidad, armonía, amor fraterno, paz, unidad, alegría. «Porque donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).
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14.
Eres lo que cantas
El maestro Reichel dirigía el
ensayo de su grupo vocal, preparando el Mesías de Händel. El coro acababa de llegar aquel lugar donde la soprano entona: «Yo sé que mi
Redentor vive». Cuando la soprano hubo
terminado, las miradas se dirigieron hacia Reichel, esperando que expresara su
satisfacción… En lugar de ello, Reichel se acercó a la cantante y le dijo: “Hija mía, ¿verdaderamente sabe usted que su Redentor vive?». Sí, contesto ella. Entonces, ¡cántelo! Dígalo de tal manera que todos
aquellos que la oigan comprendan que usted conoce el gozo y la fuerza de la Resurrección de Jesucristo”. El maestro, ordenó a la orquesta que volviese a empezar. La solista, cantó como si fuese la primera vez que hubiera experimentado el poder de la Resurrección. A todos los
que la oyeron les costaba contener la emoción. El maestro, con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a ella y le dijo:
"Ahora estoy seguro de que usted sabe
que su Redentor vive. Su canto, me lo ha dicho".
Es tremendo el impacto que tiene la
música sobre nuestra persona. Mucho más que otras
manifestaciones artísticas, la música influye en todo nuestro ser. Espíritu,
alma y cuerpo son permeables al ritmo
a los sonidos. En algunos grupos de población, llega a haber una verdadera dependencia física y psicológica con
respecto a la música, semejante a la
que existe con cualquier otra droga. Nuestro mundo se encuentra envuelto en una atmósfera musical que,
para algunos, se ha convertido en algo tan necesario como el aire que respiran. En 1Cor 10, 31,
nos dice la Palabra de Dios:
«Hacedlo
todo para gloria de Dios». Aquel
que haya aceptado a Jesús como su Señor y
Salvador, ya no es autónomo para fijarse su propia ley, porque ahora está -como dice 1Cor
9, 21-, «bajo la ley de Cristo
Jesús». Y Jesús buscaba siempre lo que era
agradable a Dios, aquello que le daba mayor gloria. Podemos leer los
capítulos 7 y 8 de Juan, donde
todo esto se repite varias veces. «Porque
ninguno de nosotros, -dice la carta a los Romanos- vive para sí mismo, ninguno muere para sí
mismo». «Cristo murió para que los que viven, ya no vivan
para sí. Sino para aquel que murió y resucitó
por ellos, para que en todo sea glorificado Dios, por medio de Jesucristo» (1P 4, 11). Si hemos nacido del agua y
del Espíritu, si hemos nacido de nuevo, desearemos
hacer todo -también la música- para la gloria de Dios. Todo está bajo la mirada de mi Padre Dios. Quiero agradarle
a Él antes que a nadie. Quiero hacer Su voluntad por encima de todo.
Hacer algo para la gloria de Dios
significa que deseemos que Él reciba todo el honor y la alabanza de nuestra acción, y que Él sea mejor conocido,
amado y servido a través de nuestras
acciones; por ello, renunciamos a nuestra propia gloria personal. “Todas las
cosas me están permitidas, pero no me dejaré dominar por ninguna”, dice Pablo. Incluso las mejores cosas pueden
convertirse en un peligro si se convierten en
imprescindibles para mi bienestar, si llega un momento que no puedo
vivir sin ellas. Hoy en día, la música se ha convertido para
muchos en una verdadera droga de la que
les sería muy difícil prescindir. Es cierto que la música es un medio
maravilloso por el cual Dios nos da
paz, alegría, fuerza; pero no deja de ser un medio -igual que los alimentos o las medicinas-, un medio
en manos de Dios. No es de la música, en sí misma,
de quien espero los beneficios, sino del Autor de la música, de mi Padre que me ama. Debo evitar, por lo tanto, dedicarle más tiempo, fuerzas o receptividad de lo que el Señor me
muestra como conveniente. Para muchos melómanos, la música se ha convertido en un sucedáneo de su relación con Dios. Tienen necesidad de ella para tranquilizarse o animarse; esperan
de ella lo único que podemos esperar
de Dios. La música es una
sierva de Dios. Si no ocupa su lugar, se convierte en un ídolo, en un falso
Dios. Por eso, la música
que cantamos, la música que componemos, la
que elegimos escuchar y disfrutar,
la música que proponemos o que llevamos a otros, ha de ser música para la gloria de Dios, ha de contribuir a que Dios sea conocido
-tal y como verdaderamente es- por el mayor número de personas. Ha de
glorificar «el Nombre de Dios», dice Jn
17, 18. Manifestar el Nombre de Dios es hacer reconocer sus cualidades. La música glorifica a Dios
cuando refleja estas cualidades y las evoca en el interior de los oyentes. Para San Agustín,
si queremos dar gloria a Dios necesitamos ser nosotros mismos lo que
cantamos. Dice él: “No sea que nuestra vida tenga
que atestiguar contra nuestra lengua. Quien ha aprendido a amar la vida nueva,
sabe cantar el cantico nuevo. De manera que el cantico nuevo, nos hace pensar, en la vida nueva. Hombre nuevo,
cántico nuevo, testamento nuevo. Todo pertenece al mismo y único Rey.”
Sí, la música, nuestra música,
ha de ser para la gloria de
Dios. Nosotros, somos reflejo
de la gloria de Dios, pero somos pequeños e imperfectos. ¿Cómo dar gloria a Dios? ¿Cómo caminar en ese camino de no
darse gloria a uno mismo sino a Dios, solo a
Dios? Tenemos que descubrir nuestro don, el don que Dios mismo ha puesto
en nosotros, para devolverle a Dios
la gloria. Nos dice Jean Vanier, fundador de las comunidades del Arca y uno de nuestros inspiradores en este tema
de descubrir el propio don: “Hay
quien tiene el don de sentir inmediatamente y vivir el sufrimiento del otro: es el don de
la compasión. Otros tienen el don de notar cuando algo va mal y
pueden poner en seguida el dedo en la llaga: es el don de discernimiento. Otros tienen el don de la luz y ven claro en
todo lo que atañe a las opciones fundamentales
de la comunidad. Otros tienen el don de animar y crear una atmósfera
propicia a la alegría. Otros tienen
el don de cuidar el bien de las personas y de sostenerlas. Otros, el don de acogida. Cada uno tiene su don;
y debe poder ejercerlo para bien y crecimiento
de todos.” Y vosotros, que tenéis el don de la música, pues exactamente igual. Usadlo para el bien y el crecimiento de todos, que es lo mismo que decir para la
gloria de Dios. Entra en tu aposento y descubre tu don: don de elegir un canto apropiado; don para ejecutar la música de
modo que toque el corazón de quién la escucha;
don para crear comunión a través de la música; don de alabanza; don de componer un texto que nos acerque a Dios…
Hay dos caminos. Uno, el del
artista que quiere brillar: las miradas se dirigen a su persona, es él quien suscita admiración, pasión… Es su canto, su
música. Y el otro camino es: menguar
yo para que Él crezca. Es el camino del músico cristiano, del artista que le da el protagonismo a Cristo y se pone a servirle,
para que las miradas se dirijan al Dios que hace todo en
todos; al único al que merece la pena servir,
cantar, adorar, aclamar.
Escuchamos un canto, vamos a un
concierto, participamos en un acto litúrgico… y somos tocados por una música que da gloria a Dios. Algo nos acerca a Dios. Descubrimos
que este cantautor nos hace presente la fuerza de Dios; otro músico brilla
porque nos transmite
la ternura de Dios… Y así, podríamos
seguir añadiendo qué puede transmitir un canto: bondad,
dulzura, alabanza, misericordia, presencia de Dios en medio de su
pueblo.
Ser nosotros mismos el canto que cantamos. Transformarnos a la medida
de Cristo. Mi voz, mis manos, mis pies, mi aliento,
mis sentimientos y pensamientos, toda mi vida…
todo tiene que ser de Dios
para ser yo –como
María- música de Dios.
15.
Que toda la
Asamblea cante
Así escribe un cristiano del siglo
IV: «El canto que los cristianos elevan
para expresar su fe en el Señor,
todos han de comprenderlo, sentirlo y ser capaces de aprenderlo, identificándose con él. El canto se
convierte en símbolo de la iglesia, porque todos participan en él y este símbolo de unidad debe cuidarse
prioritariamente a otras cosas. Si se convierte
en motivo de la más sutil división,
puede perder su fuerza como testimonio de fe y de amor» (San
Juan Crisóstomo).
Todo don en la Iglesia es para la
edificación del cuerpo. La música y el canto han de ser servidores y constructores de unidad… o no serán nada. Los
pastores, los que están al frente,
han de velar para que todo sirva para la edificación. Los responsables de la música y el canto en las
celebraciones: director de canto, salmista, coro, ministerio de música… están al servicio de la asamblea; guían a
la asamblea con en el canto. Pero si
la asamblea -en su conjunto- no canta, si no se mete en este río de la música y se empapa bien, será señal de que
no están cumpliendo su misión. Como para
todo servicio, la regla que vivió y enseño Jesús es “morir para dar vida”; es
la regla de todo ministerio, de todo servicio en la Iglesia.
Este servicio a la asamblea a
través del canto y la música podríamos compararlo con un puente. Un buen puente sería
un medio de unión, acercamiento
y comunicación de Dios al hombre, y
del hombre a Dios. Cuando un puente funciona como debe, los pasos son más seguros; la asamblea camina
con seguridad. Un mal puente sería el del hombre
que construye su casa -su servicio- sobre arena. Nos lo cuenta el Evangelio en Lc 6, 48-49: «Se parece a uno que edificó una
casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca, vino una crecida,
arremetió el río contra aquella casa, y no
puedo derribarla, porque está sólidamente construida. El que escucha y no pone en práctica se parece a uno que
edificó una casa sobre tierra, sin cimiento;
arremetió contra ella el río, y enseguida se derrumbó desplomándose, y
fue grande la ruina de aquella casa».
Entonces, este servicio a través de la música y el canto se vuelve débil e incluso peligroso. Deja de proyectar a
Dios para proyectarse a sí mismo. El
pueblo no llega tan fácilmente a Dios; ni Dios al pueblo. Se queda en el puente, porque faltan piezas tan
fundamentales como son la humildad, el trabajo, el discernimiento, la oración,
la vida sacramental y eclesial.
Escuchemos ahora a un cristiano del S. XVIII, John Wesley, que formula cinco reglas en
relación a este servicio a través del canto y de la música. Primera: que todos canten. Segunda: cantad alegremente y con
ánimo. Tercero: cantad humildemente, para
cantar unidos y en armonía. Cuarta: cantad al mismo ritmo. Quinta: cantad espiritualmente, dirigid vuestra mirada a
Dios en cada una de las palabras que cantéis, procurad
agradar Dios más que a vosotros mismos o a cualquier otra criatura;
para ello, centraos solo en lo que estéis cantando. Y concluye Wesley: “Este es el canto que el Señor quiere, este es el canto que el Señor aprueba”.
Mi experiencia en parroquias de lo más diverso, en movimientos, con jóvenes y mayores, con sacerdotes, religiosos y religiosas, en grupos de oración, en encuentros ecuménicos, en asambleas de todo tipo… me lleva a hacer una sugerencia: evitemos dar exclusividad a un determinado estilo de música. Si somos capaces de alternar, de armonizar lo clásico con lo moderno, los distintos miembros de la asamblea podrán expresarse e integrarse mejor en el canto; sin que se den cuenta, irán ampliando sus horizontes, su senilidad musical; y empezarán a apreciar lo bueno, lo “tocado” por el Espíritu, independientemente de que sea antiguo o nuevo. En este sentido, el responsable de la música, se parece aquel padre de familia del cual nos habla Jesús en Mt 13, 52: «Un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Quien guía o dirige, quien canta
para servir a la asamblea, ha de tocar y cantar en todo momento a la escucha de la asamblea, a la escucha de Dios a
través de la asamblea. Percibiendo,
escuchando, el soplo, el aliento, el canto del Espíritu Santo. Muy atento a la respuesta de la asamblea,
al movimiento interno del Espíritu, que se expresa a través del canto.
Volvamos al siglo IV y dejemos que
un contemporáneo de San Juan Crisóstomo -en este
caso, San Ambrosio de Milán- resuma todo lo que hemos venido explicando hasta aquí. Nos dice San Ambrosio: «El
canto de la comunidad cristiana es accesible para ser
entonado por todos, es la voz del pueblo, himno de todas las edades,
de todos los sexos, de todas las
clases y estados de vida. El canto que los cristianos elevan para expresar su fe en el Señor, todos han
de comprenderlo, sentirlo, e identificarse
con él».
El canto común de la asamblea es oración. No es un elemento de relleno, no es un “tapasilencios”, no es un elemento de animación; es verdaderamente oración, puente, vehículo de comunión con Dios. Podríamos señalar muchos aspectos en los que la música, el canto común, sirve a la asamblea, construye la asamblea. Elegiremos cuatro… El primero, es que nos une en la alabanza y la adoración. El segundo, nos abre y nos predispone a la escucha. El tercero, facilita a todos los que participan en la asamblea -independientemente de su condición- la posibilidad de expresar actitudes interiores, experiencias espirituales; a veces, mucho mejor que con las palabras. Y, por último, nos enseña las verdades de la fe y las graba en nuestra mente y corazón. A este respecto, dice San Agustín que “la Palabra hecha canto -la música al servicio de la Palabra- nos da la capacidad de retener las verdades eternas”. Por eso, el canto -el canto común- ha de ser algo consagrado a Dios.
Los cantos son oraciones cantadas,
Palabra potenciada por la música… ¡Palabra de
Dios! Por lo tanto, debemos de cuidar, interiorizar, escuchar, revivir
el canto; no sea que, a fuerza de repetirlos, pierdan esta potencia,
esta presencia. De esta manera,
el canto común -y volvemos a tomar palabras de San Agustín- “se vuelve instrumento de justicia, vínculo de
corazones, reunión de almas divididas,
reconciliación de discordias, paz de los resentimientos e himno de la concordia”.
16.
Dios es gratis
¡Para
Ti toda mi música, Señor! ¡Para Ti toda mi música! Así oramos con el Salmo 100 en
las Laudes del martes de la cuarta semana: “Voy
a cantar la bondad y la justicia, para
ti es mi música, Señor; no pondré mis ojos en intenciones viles”. Si has
sido llamado/a a servir al Señor por medio de la música y el canto, lo primero y fundamental que precisas es un espíritu
humilde, un corazón
quebrantado y humillado. Abre tu corazón,
escucha Su voz, la voz de Dios, y
deja que tu vida sea una alabanza de su Gloria.
Lo sublime: la bondad, la verdad,
la belleza… no es algo etéreo, indeterminado,
difuso. No es una energía o como una síntesis de todo. ¡Es Él! ¡Tiene
rostro! ¡Tiene vida… y vida humana:
Jesucristo se ha acercado a nosotros y
nos ha acercado a la vida de Dios! Amor es nombre de persona:
la Tercera Persona Divina se llama Amor. Amor
es el nombre propio del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. El Espíritu me descubre que mi vida espiritual no es una
conquista que yo hago. El Espíritu Santo me
revela a Cristo, Dios y hombre. Al hombre Cristo Jesús, mediador entre
Dios y los hombres; camino,
verdad y vida. Me revela que ese hombre, Jesús, elegido del Padre, ha
muerto por mí, “me ha redimido en su cuerpo de carne”. Si crees esto y lo proclamas… ¡estás salvado! “Por pura gracia estáis
salvados” (Ef 2, 5).
Quizás hasta ahora has hecho de la
salvación una cuestión de obras, de ser bueno, de portarte bien… No, hermano, hermana: la obra que Dios quiere es
que proclames a Jesucristo. Esto es
lo que hace feliz a Dios. Actos buenos se hacen en todas las religiones. Lo específico de la nuestra es
Jesucristo. Amarle, identificarse con Él y proclamarle
a Él: esta es la esencia del cristianismo. Dice Rom 10, 17: «La fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la Palabra
de Cristo».
Si con tu música, con tu canto,
anuncias a Jesucristo y proclamas que ha muerto y resucitado, y que en Él se encuentra la explicación y la
plenitud del universo entero, das la
mayor gloria posible a Dios. Exulta, pues, con Francisco de Asís: ¡El sentido de mi vida es cantarle y alabarle! Dios me ama a cambio de
nada, me ama sin más; me amará
siempre a pesar de los pesares. “Si somos infieles, Él permanece fiel porque negarse a sí mismo no puede” (2Tim 2, 13).
Con mi oración, con mi
canto, no podré pagar siquiera un
gramo de su amor, porque hasta el canto que llamo mío es, en realidad, un regalo suyo: Dios mismo es
quien canta en mí. Todo es don suyo, porque de Él, y por Él, y para Él… son
todas las cosas.
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17.
En la Tierra como
en el Cielo
“La Tierra no tiene ninguna
tristeza que el Cielo no pueda curar”. Eso dice Santo Tomás Moro. En la eternidad, al final de la historia de la
Humanidad, el canto permanecerá como
una de las ocupaciones de los huéspedes del cielo. Así lo describe Ap 5, 9-10. Los 24 ancianos cantan un
canto nuevo en honor del Cordero: “Tú eres digno
de tomar el libro y abrir sus sellos”. Más adelante, nos cuenta como los
144.000 redimidos adoran a Dios por
medio del canto: “La victoria es de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero”. Y
todos los ángeles adoran a Dios cantando: “La
alabanza, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la
fuerza son de nuestro Dios” (Ap 7, 10-12). En Ap 15, 2-3 se nos relata cómo los que habían vencido a la bestia estaban en pie sobre el mar
de cristal con las arpas de Dios y cantaban el
cántico de Moisés
y el cántico del Cordero.
Nosotros cantamos
aquí en la Tierra: cantamos en la liturgia, en la oración comunitaria, en nuestra oración personal. El canto es oración,
es un medio de comunicación entre
Dios y nosotros… ¡Miremos al canto del Cielo para que nuestro canto sea un canto mucho más grande, mucho
más profundo, tenga un valor mucho mayor!
Os invito a que siempre cantemos “desde” el Cielo; que nuestra mente se ponga allí, en la asamblea de los santos.
No importa dónde cante, para quién cante, con
quién cante; no importa que las cosas salgan mejor o peor… Nuestro canto, unido al canto del Cielo, es siempre un canto
de victoria: unirme en espíritu al canto de victoria
que entonan en el Cielo, con júbilo eterno, los ángeles y los santos mientras contemplan a Dios cara a cara. Porque el canto que
cantamos aquí es solo un anticipo de lo que va a ser nuestra
ocupación definitiva; por lo tanto, prefiguremos aquí lo que haremos allí por toda la eternidad: cantar a Dios.
Santa Faustina
Kowalska nos dice: “Hoy fui al Cielo
en el espíritu y vi cómo las criaturas
dan sin cesar alabanza y gloria a Dios. Vi cuán grande es la felicidad en Dios que funde a todas las criaturas,
haciéndolas felices… Y, así, toda la gloria y alabanza que brota de su felicidad vuelven a la fuente, entran en las
profundidades de Dios contemplando la
vida interior de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo a quien nunca podrán comprender o abarcar. Esta fuente
de la felicidad es inmutable en su esencia,
pero siempre es nueva brotando felicidad
para todas sus criaturas.”
“Qué
cosa más dulce y sencilla: estar allí para siempre cantando con los ángeles y los santos: Santo, Santo, Santo” (San Felipe Neri). Porque la predicación y la evangelización cesarán… pero la música, la adoración a Dios, ¡continuará!
18.
Música y profecía
¿Será mucho decir que un músico o cantante cristiano ha de ser un profeta? Creo que a buena parte de los hermanos y hermanas que he conocido sirviendo a la Iglesia a través de la música y el canto -quizás a buena parte de los que estáis escuchando esto ahora- os parezca exagerado decir que un cantante, que un músico cristiano, ha de ser un profeta. Pero si lo vemos desde una perspectiva bíblica, si vemos esto a la luz de la Palabra de Dios, podemos contemplar cómo el Señor obra a través de la música y la usa como un medio poderoso para producir aquellas obras que Él desea. La música puede ser profecía… Yo diría más: la música, hoy, ¡debe ser profecía! Estoy convencido de que Dios quiere llevar el servicio de la música y el canto allí donde Él pueda hacer con este servicio obras poderosas en el Espíritu. Obras que nosotros no podemos realizar por nuestras propias fuerzas, ni con muchos estudios, ni con la máxima capacitación. ¡Solo Dios puede hacer estas obras! Porque Dios no ha creado la música simplemente para entretener a la gente, sino con propósitos mucho más poderosos.
Con frecuencia veo muy buenas interpretaciones vocales e instrumentales por parte de coros, salmistas, cantantes y músicos cristianos. Es posible que en una buena parte de ellos únicamente haya -en el mejor de los casos- una intención que podríamos llamar estética. No está mal para empezar; pero la pregunta es: ¿Hay frutos espirituales? ¿Es una música que edifica, que construye el Cuerpo de Cristo? Lo que sí constato a menudo -y he de decirlo honestamente y con pena-, es el florecimiento de eso que Pablo llama “frutos de la carne”, “obras de la carne”. En Gál 5, 20 enumera algunas de ellas: «Enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades y cosas por el estilo». A menudo, esto florece en medio de la música cristiana.
La música es
profética cuando lleva Palabra de Dios, cuando habla de parte de Dios sobre lo que Él desea decirle a su
Iglesia. En 2Re 3, 15-16 se cuenta
cómo el profeta Eliseo, antes de
profetizar, dice: «Traedme ahora un
músico. Mientras el músico tañía, la
mano del Señor vino sobre Eliseo, que profetizó». Vemos aquí cómo la música es un elemento que libera
la Palabra de Dios y, por otro lado, abre el
corazón de quien escucha esa Palabra. Por lo tanto, hemos de ser cada
vez más sensibles a este poder que
hay en la música cuando es una música ungida por el Espíritu Santo. Hemos de mantenernos atentos y sensibles a esto
para no estropear la acción de Dios
a través de Su
música.
En Dt 31, 19 dice el Señor a Moisés: «Y ahora, escribid este cántico, enseñádselo a los hijos de Israel, haced que lo reciten, para que este cántico sea mi testigo contra los hijos de Israel». En el versículo 22 añade: «Aquel día Moisés escribió este cántico y lo enseñó a los hijos de Israel». O sea, que Dios dictó el canto y Moisés enseñó el canto que Dios le había dictado. ¡Dios sigue actuando así! Dios sigue utilizando la música para hablarle al corazón a su pueblo. Y Dios sigue teniendo músicos fieles, que utiliza como profetas para hablar a su pueblo; igual que utilizó a Moisés, como utilizó a Eliseo… Una música poderosa, llena del Espíritu Santo, que proclama la Palabra de Dios, que establece la verdad.
Busquemos que nuestra música esté en la presencia del Dios Todopoderoso. Es responsabilidad nuestra. Para ello, ha de ser nuestra prioridad acercarnos más a Él, estar delante de Él mucho tiempo; como David, que es un modelo para el músico cristiano, un hombre que conocía el corazón de Dios. Nosotros también hemos de desarrollar esta profunda relación con Él, hemos de dejar que el Espíritu Santo nos hable. Dios nos ha creado para que tengamos una profunda comunión con Él. Por eso, los dones que Él nos ha dado (la música y el canto) tienen una sola finalidad: su gloria. ¡La gloria de Dios! Solo si nuestro servicio está realmente consagrado al Señor, -y para eso nosotros tenemos que estar consagrados al Señor- solo así seremos instrumentos de bendición. Y el Señor nos ha colocado en un lugar importante, para construir o para destruir. Dice Sof 3, 17: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador, se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo». Aceptemos este reto: comprometámonos a utilizar nuestra música, nuestros dones que son suyos, nuestra música –que, en realidad, es suya-, al servicio del Evangelio, para traer la libertad a los oprimidos, la vista a los ciegos, la vida a los muertos.
Señor,
Dios todo poderoso, que has creado el Cielo y la Tierra, y el mar y todo cuanto en ellos hay: ¡alabanza, honor y
gloria a tu Nombre por los siglos! En Ti residen
para siempre, la verdad, la santidad, la gracia y la belleza, el esplendor y la majestad,
la fuerza y la
magnificencia. En tu Templo todo proclama: ¡Gloria!
Tú has hecho todas las cosas bellas y ellas manifiestan el esplendor de tu grandeza; sus acentos armoniosos resuenan
en todo el universo. A la voz de tu trueno,
la Tierra se pone a temblar; pero cuando el viento murmura a través de las hojas, cuando el manantial balbucea, es
como un reflejo de tu gracia, y cuando los pájaros
hacen resonar sus cantos, tan variados y melodiosos, percibimos como un eco de la
música de tú voz.
Tú
has hecho nacer en nuestros corazones el deseo de celebrarte. Tú te complaces con nuestras alabanzas y aceptas
nuestros cantos. Tú has creado la música como un medio privilegiado para expresar nuestros sentimientos. ¡Gracias
por este regalo! Queremos utilizarlo
para cantar tus alabanzas y para revelarte a los que viven sin esperanza. ¡Gracias por todos los
salmos, los himnos y los cánticos compuestos por los que nos han precedido y por nuestros
contemporáneos! ¡Gracias por los dones musicales
que has dado a tu Iglesia! Concédenos, en tu amor, utilizarlos para tu Gloria.
Desde
aquí abajo, Señor, queremos unir nuestras alabanzas a aquellas que hacen resonar el coro de miles de ángeles que te
celebran en el Cielo, esperando el día glorioso
en el que entonaremos un cántico nuevo, en compañía de los redimidos de todos los tiempos
y lugares reunidos
delante de Ti. ¡Amén!
19.
¡Halelu-Yah:
alabad a Yahvé!
Con la aclamación que llamamos el Aleluya
se inicia el ritual de la proclamación del
Evangelio en la Eucaristía. “Halelu-Yah” es
una palabra hebrea que ha pasado sin traducir
a todas las liturgias y significa “alabad
a Yahvé”. Es una invitación a la alabanza y una expresión de júbilo. Con ella, la asamblea de los fieles recibe y
saluda al Señor que va a hablarles; le glorifica y festeja en la Palabra que se dispone a escuchar, cuya acogida manifiesta de
antemano con el saludo respetuoso y gozoso que
dirige al Señor de esa Palabra, porque reconoce la presencia de Jesucristo en
esa proclamación que va hacerse del
Evangelio… Entonces, toda la asamblea se pone en pie y canta al Señor con esta aclamación
de alegría y júbilo que es el Aleluya.
El Aleluya tiene
un carácter marcadamente pascual, y está especialmente indicado para los domingos y festivos. Es la aclamación pascual por excelencia, la que oímos resonar con fuerza en la noche de Pascua, cuando el
sacerdote, terminada la epístola,
entona por tres veces Aleluya, elevando
gradualmente la voz, y repitiéndolo a continuación la asamblea.
Una vez entonado el Aleluya, ya no se volverá a omitir durante toda la cincuentena pascual y será uno
de los distintivos de este tiempo
litúrgico.
Vayámonos ahora al siglo IV y escuchemos a Agustín: “Alabemos
al Señor, hermanos, con la vida y con la lengua, de
corazón y de boca, con la voz y con las costumbres.
Dios quiere que le cantemos el Aleluya de forma que no haya discordias en quien lo alaba. Comiencen, pues, por ir
de acuerdo nuestra lengua y nuestra vida, nuestra boca y nuestra
conciencia. Vayan de acuerdo, digo, las palabras
y las costumbres, no sea que las buenas palabras, sean un testimonio
contra las malas costumbres. ¡Oh feliz Aleluya
del Cielo! Es suma la concordia de quienes lo alaban allí donde está asegurada la alegría de
los cantantes, donde no existe la lucha promovida
por la ambición que ponga en peligro la victoria de la caridad. Cantemos pues aquí, aún preocupados, el Aleluya,
para poder cantarlo allí sin temor. Entonces
se cumplirá lo que está escrito. Grito no ya de quien lucha, sino de
quien ya ha triunfado. La muerte ha sido absorbida por la victoria…
¡entónese el Aleluya! ¿Dónde esta muerte tu aguijón?… ¡cántese el
Aleluya! Cantemos el Aleluya aun aquí, en medio
de peligros y tentaciones. Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados
por encima de vuestras fuerzas. Por
tanto, cantemos también aquí el Aleluya. El hombre es todavía culpable, pero Dios es fiel”.
El Aleluya se canta en todos los tiempos
litúrgicos, excepto en el tiempo de Cuaresma, en el que en lugar del Aleluya se canta el verso que presenta el leccionario
antes del Evangelio y que llamamos tracto o aclamación. Al ser el Aleluya
una aclamación jubilosa, su forma normal es el canto. El Aleluya
debe ser cantado por toda la asamblea,
no solo por el cantor o coro que lo empieza. No es una letra que se canta -una lectura cantada- como
el Salmo Responsorial, sino una música con algo
de letra -un canto aclamativo- en el que lo más importante es el hecho mismo del canto jubiloso. Por eso, al contrario
del Salmo Responsorial que se canta o se recita,
el Aleluya, si no se canta, puede
omitirse; porque, si no se canta, pierde todo
su sentido como aclamación. La función ministerial del Aleluya es
acompañar la procesión del Evangeliario, por lo que -en cierto modo- es también un canto procesional. Existe procesión, movimiento
procesional, desde que el diacono pide la bendición
hasta que llega al ambón y proclama el Evangelio; pero no es esa su única función, la función de acompañar la
procesión, porque no siempre hay procesión. El
Aleluya (o, en el caso de Cuaresma, el canto del versículo antes del Evangelio)
tiene
por sí mismo el valor de rito o
acto. Tiene entidad propia, no es la conclusión de la segunda lectura, sino que inicia la proclamación del Evangelio y
por eso la asamblea se pone de pie
para cantarlo. Hay una práctica -una mala práctica cada vez más extendida- que es cantar en este momento
cualquier canto que contenga la palabra “aleluya”.
Y no es apropiado cualquier canto para este momento… Se trata de hacer la aclamación Aleluya, cantar el versículo, y volver hacer la aclamación Aleluya. Esta es la estructura que hay que seguir; no vale cualquier canto para este momento.
“Dichoso Aleluya aquel, en paz y sin enemigo
alguno. Allí no habrá enemigo ni perecerá
el amigo. Se alaba a Dios allí y aquí; pero aquí lo alaban hombres llenos de preocupación, allí hombres con seguridad
plena; aquí hombres que han de morir, allí
hombres que vivirán por siempre; aquí en esperanza, allí en realidad;
aquí de viaje, allí ya en la patria…
Ahora, por tanto, hermanos míos, cantémoslo; pero como solaz en el trabajo,
no como deleite en el descanso. Canta como suelen cantar los viandantes.
Canta pero camina. Alivia con el canto tu trabajo. No ames la pereza. Canta y camina. ¿Qué significa camina?
Avanza, avanza en el bien. Según el Apóstol,
hay algunos que van a peor. Tú, avanza y camina; pero avanza en el bien,
en la recta fe, en las buenas obras.
Canta y camina: no te salgas del camino, no te vuelvas atrás, no te quedas
parado. ¡Canta y camina!” (S. Agustín).
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20.
Valores humanos
del canto y la música
Desde una perspectiva antropológica, buscando lo auténticamente humano, podemos decir que la música y el canto tienen una gran variedad y profundidad de valores específicamente humanos. El acto mismo de cantar es una experiencia universal común a todas las culturas, a todos los tiempos, a todas las civilizaciones... Y es una experiencia no solo individual; también una experiencia colectiva, comunitaria, social. Tiene valores reconocidos, aceptados por la generalidad de los humanos. Tiene propiedades concretas y funciones particulares. Por eso podemos decir que el canto y la música tienen valor por sí mismos; valor como algo estético, como algo artístico, como algo necesario y fundamental en la condición humana por encima de la utilidad y de otros aspectos pragmáticos ante todo.
Cantar, tocar... es un ejercicio que resulta altamente
agradable y gratificante para la persona humana. Y, además, tiene el
poder, la capacidad de conmover las zonas más
íntimas de nuestro psiquismo. Cuando canta, es toda la persona quien lo
hace. No es solamente su parte
biológica; es toda la persona a la que canta. El canto y la música expresan ideas, sentimientos, actitudes,
emociones, deseos interiores... Por lo tanto,
son un lenguaje universal como el gesto, el movimiento, la danza.
La música y el canto son una expresión privilegiada de la alegría y del amor, pero también tienen una capacidad muy profunda para manifestar el dolor, la tristeza; para manifestar la aprobación y la desaprobación, la protesta y el triunfo. Toda la gama de sentimientos, emociones, incluso actitudes humanas, pueden ser expresadas a través de la música y el canto. Y por su valor expresivo, la música y el canto llegan donde las simples palabras no llegan.
Además, la música y el canto sirven
para encarnar, para alimentar, para sustentar
actitudes interiores. Podríamos decir que refuerzan y alargan la
eficacia de la sola palabra con sus armónicos, con sus modulaciones,
con sus diferentes tempos...
Es una maravilla todo esto. Es una
maravilla la condición humana. Es una maravilla profundizar en cada uno de los resortes, en cada una de las
capacidades que Dios ha puesto en lo
profundo de la condición humana. Hay un texto de San Juan Pablo II que escribió con motivo del Año Europeo de la
Música 1985, un texto muy inspirador al respecto
de todo esto de lo que estamos hablando.
Dice así: «Tanto
si exalta la palabra del hombre, como si da forma melódica a
la Palabra que Dios ha revelado a los hombres,
como si se difunde sin palabras, la música es la voz del corazón. Suscita ideales de belleza, la aspiración a una
perfecta armonía no turbada por las pasiones
humanas y el sueño de una comunión universal. Por su trascendencia, la
música es también expresión
de libertad. Escapa
a todo poder y puede
convertirse en un refugio de extrema independencia del espíritu, donde ella canta mientras todo parece envilecer o coaccionar al hombre. Por
tanto, la música tiene en sí misma valores esenciales que interesan y afectan a todo hombre.
Por eso, también
las obras maestras
que la música ha producido en todo tiempo
y lugar son un tesoro de toda la humanidad, expresión de los comunes sentimientos humanos, y no pueden
reducirse a propiedad exclusiva de un individuo o de una nación».
El canto tiene una cualidad especial para significar y acrecentar la comunión entre los seres humanos. Cantar en común une, da cohesión a los miembros del grupo. Y evoca las raíces, las raíces entrañables, las raíces profundas. Cantar en común crea una atmósfera de sintonía, de concordia, de unidad de corazones. Ayuda a salir de uno mismo, superando perspectivas individualistas, egocéntricas, y nos incorpora una perspectiva comunitaria, nos abre a la comunión. Los cantos, en cualquier manifestación humana, son signo de solidaridad, de confraternización por encima de edades, razas, fronteras y culturas.
El canto y la música son también
como el símbolo por antonomasia de la fiesta, su elemento más expresivo; se diría que sin música no hay fiesta.
El canto y la música ayudan a traspasar la frontera de lo trivial,
de lo vulgar, de lo anodino y nos ponen en
la longitud de onda de lo
trascendente, de lo extraordinario.
Dando un curso, no hace mucho, a maestros de Educación Primaria, les preguntaba: ¿Que valores humanos creéis que desarrolla la música? Y estos son los 12 valores sobre los que había consenso entre todos los participantes, maestros en activo:
- 1.
Capacidad de esfuerzo.
- 2.
Concentración.
- 3.
Perseverancia.
- 4. Paciencia.
- 5.
Trabajo en equipo.
- 6.
Trabajo individual.
- 7.
Sacrificio.
- 8. Desarrollo de capacidades motrices, cognitivas y sensitivas.
- 9.
Visión micro y macroscópica de los diversos
elementos de la vida.
- 10. Percepción de los grados que hay en una gama decimoprimero.
- 11. Respeto sin complejos por las jerarquías establecidas con un objetivo.
- 12. Asunción de la importancia de cada uno dentro de un engranaje de un conjunto.
Podemos decir que los beneficios
del canto y de la música son innumerables: mejoran la atención y el aprendizaje, incrementan la capacidad para
memorizar, mejoran la coordinación, alivian
el estrés, facilitan la conciliación del sueño, elevan el ánimo.
A través de la música y del canto,
se desarrolla la inteligencia emocional, se fomenta la sociabilidad, la tolerancia y la empatía. Aristóteles
atribuye a la música un papel determinante
en la formación del carácter de una persona. Decía él, que puede fortalecer o debilitar su voluntad, estimular
y condicionar sus acciones
o conductas.
La música y el canto son un gran regalo de Dios para hombres y mujeres de todo tiempo, edad y condición, diseñado y creado por Él antes de crearnos a nosotros. La música está patente en la dinámica misma de su creación, a través de una enorme multitud de sonidos, tanto en el mundo orgánico como en el orgánico. Parece como si fuese la obertura de aquella maravillosa sinfonía que había de venir después: la creación de la persona humana.
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21. La invitación a cantar en el Nuevo Testamento
Los libros del Nuevo Testamento nacen en el seno de la primera comunidad cristiana y atestiguan la importancia que tenía, ya desde el principio, el canto y la música.
¿Cómo no iban a cantar los primeros cristianos? ¿Cómo no vamos a cantar nosotros en la Iglesia, si Cristo -el que San Agustín llama «admirable cantor de los salmos»- nos ha dado ejemplo con toda su vida? Especialmente en el Evangelio de Lucas, vemos en los relatos de la infancia de Jesús los cánticos evangélicos por excelencia: el Magníficat, el Benedictus y el Nunc Dimittis. El nacimiento de Jesús lo anuncia el ángel a los pastores como una gran noticia. Una gran alegría para todo el pueblo. Y ahí se inicia el cántico más impresionante quizá de los himnos antiguos del cristianismo: el Gloria in Excelsis Deo, este cántico que sirvió de oración matinal en la Iglesia de Oriente y que llega más tarde a formar parte de la celebración universal de la Eucaristía: «Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
Las oraciones de Jesús en casa y en la sinagoga de Nazaret fueron sin duda, los salmos de Israel, que después se repetirá. Respiraba con ellos cada vez que predicaba, que anunciaba la Buena Noticia del Reino. Al subir al templo, con doce años, cantaría los salmos de subida a Jerusalén. Las Bienaventuranzas, el Padrenuestro... todo está transido de esta experiencia de Jesús como cantor de salmos.
Jesús alude al canto y a la danza con cierta ironía cuando mira a los niños en la plaza y pronuncia esas palabras: «Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado; hemos entonado endechas y no habéis llorado». También recordamos esa escena evangélica en la que Jesús manda a retirar a los flautistas y a las plañideras cuando va a resucitar a aquella niña. En la parábola del Padre Misericordioso, Jesús vuelve a colocar el canto como inseparable de la fiesta: «El hijo mayor se hallaba en el campo y cuando dé vuelta se acercaba a la casa, oyó la música y los cantos». A la entrada de Jesús en Jerusalén se produce esa aclamación de la muchedumbre: «Hosanna, bendito el que viene en nombre del señor el rey de Israel»; aclamación que sigue resonando en nuestras eucaristías.
Por supuesto que Jesús cantó los salmos del Hallel, según la costumbre de los hebreos, así como la bendición y acción de gracias de la cena pascual, en cuyo ambiente se instituyó nuestra eucaristía. Por eso, la Plegaria Eucarística, cumbre de la celebración de la misa, es normalmente cantada en las liturgias orientales. Basta leer atentamente el canon para advertir su carácter lírico ya desde el inicio en el prefacio...
El canto desde Jesús está injertado en el corazón mismo de la Iglesia. Cuando Pablo exhorta a las comunidades cristianas a expresar con el canto la plenitud del Espíritu, la plenitud de la Palabra, lo que hace es reflejar lo que ya se vivía en la primitiva Iglesia: «La Palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza. Enseñaos y amonestaos con toda sabiduría. Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados. Salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo». Y aquella maravillosa escena de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pablo y Silas, presos en Filipos, hacia la medianoche, estaban en oración cantando himnos a Dios... Pablo, cuando habla de los carismas, exhorta a que el canto sea expresión lúcida y consciente, unida a las demás expresiones de la comunidad. Dice: «Cantaré salmos con el espíritu, pero también los cantaré con la mente». Junto a los salmos aparecen
nuevas creaciones propiamente cristianas, que podemos encontrar en diversos lugares del Nuevo Testamento podemos encontrar... La primera carta de Pedro nos transmite cuatro himnos bautismales, y de la abundancia de estos himnos que brotaron en la Iglesia primitiva quedan muchas huellas en las cartas de San Pablo.
Entre todos los libros del Nuevo Testamento, en cuanto al canto y la música, el Apocalipsis tiene un lugar único. Nos presenta el canto y la liturgia del Cielo; el canto centrado en la alabanza. Los himnos y las aclamaciones como la esencia del culto que se tributará en el Cielo. Muchos de estos fragmentos del Apocalipsis se han integrado en la Liturgia de las Horas.
El Santo, cantado por los cuatro vivientes, responde al himno de adoración y alabanza de los 24 ancianos que arrojan sus coronas delante del trono de Dios: «Eres digno, señor Dios nuestro de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo porque por tu voluntad lo que no existía fue creado».
La visión del Cordero y la apertura del Libro de los 7 sellos culminan el cántico nuevo, entonado por los cuatro vivientes y los 24 ancianos, los ángeles y la creación entera:
«Eres digno, Señor Dios nuestro, de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra. Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, las riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».
Una muchedumbre inmensa, de toda raza y lengua, vestidos de blanco y con palmas en la mano, cantan ante el trono de Dios y del Cordero. Los ángeles responden con un himno de adoración y alabanza: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos».
El número simbólico de los 144.000 reunidos con el Cordero sobre el Monte Sión como templo, cantan el cántico nuevo acompañándose de sus cítaras. Es lo que se anunciaba en el capítulo 5: el nuevo pueblo sacerdotal, con su cabeza Cristo, en la alabanza final por toda la eternidad. Los vencedores cantan el cántico de Moisés y el del Cordero sobre el mar de cristal (que alude al Mar Rojo): «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente».
Y, al fin, se canta el Aleluya, cántico nupcial que celebra las bodas del Cordero:
«¡Aleluya, la salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, Aleluya, llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, Aleluya!
En todos estos himnos y escritos escatológicos resuena el cántico nuevo como anuncio y anticipo de la victoria definitiva de Dios de la salvación de su pueblo. Cántico nuevo el que se crea, se compone, se estrena para proclamar la victoria de Dios. En el Apocalipsis, el cántico nuevo es la realización de este anuncio: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).
El cántico nuevo -dice San Agustín- se une al hombre nuevo, al mandamiento nuevo, a la alianza nueva, al nuevo universo, al mundo nuevo. Los Santos Padres ven en el cántico nuevo el símbolo del hombre nuevo regenerado por Cristo. El canto que solo puede ser cantado por aquel que ama. El canto del peregrino hacia la Patria.
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22. María, música de Dios
"¡Proclama mi alma la grandeza de Dios, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador!" (Lc 1. 46-47)
María es música de Dios. Es la música de Dios por excelencia. Nadie ha cantado ni cantará nunca la Gloria de Dios como ella. En María se han derramado en plenitud todos los dones para la oración, la alabanza y la adoración.
Nuestra Madre es, además, la compositora del mejor himno del mundo: El Magnificat. Según las costumbres del pueblo hebreo, un poema así debía cantarse. María canta, con palabras bíblicas, su agradecimiento gozoso a Dios al visitar a su pariente Isabel. Dice Juan Pablo II en su Encíclica "Redemptoris Mater": "El canto del Magnificat expresa la experiencia personal de María. En él resplandece el misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad".
Las raíces del canto de María están en el cántico de Ana (1Sam 2, 1-10) y en multitud de salmos:
· Mi alma se alegrará en Yahvéh y se gozará en su salvación... que libra al desvalido del poderoso, al pobre y al afligido del que lo despoja: 35, 9.
· Magnifica conmigo a Yahvéh, ensalcemos a una su nombre: 34, 4.
· Vuelva su rostro a la oración del despojado, y no rechace su plegaria. Se escribirá todo esto para la edad venidera, y un pueblo nuevo a Dios alabará: que Yahvéh se inclinó desde lo alto de su Santuario, desde los cielos a la tierra miró para oír el gemido de los cautivos: 102, 18-20.
· Yahvéh atiende al humilde: 138, 6.
· Bendice, alma mía, a Yahvéh. Eterno es su amor para los que le temen: 103,1.17
· Alabad a Yahvéh, que es bueno , cantadle a nuestro Dios, que dulce su alabanza. Yahvéh levanta a los humildes y humilla a los impíos: 147.
· Los ricos quedan pobres y con hambre, mas quienes buscan a Yahvéh de ningún bien carecen: 34.
· Cantad a Yahvéh un cantar nuevo, porque ha hecho maravillas; la victoria se la ha dado su diestra y su santo brazo. Yahvéh ha hecho brillar su salvación- a la vista de las gentes ha revelado su justicia. Recordando su amor y su fidelidad para con la casa de Israel. Todos los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios: 98.
Hay también reminiscencias en otros salmos y libros sagrados (Is 61; Hab 3, 18; 1Sam 1-11; Mal 3, 12; Jos 8, 29; Job 22, 9; Sal 71, 19; 111 ,9; 118, 15-16; 89, 11; 107, 9 ; 18, 51).
Un canto compuesto enteramente de textos bíblicos, porque María guardaba la Palabra de Dios en su corazón y vivía todo lo que proclamaba. Por eso el Magnificat es un canto ungido. Nace de la Palabra que se hace vida justo allí donde actúa el Espíritu Santo: en el interior de María.
Para un ministerio de música, María es modelo a seguir. En nuestro servicio musical María nos enseña a actuar con valentía, en humildad y en unidad. Hemos de actuar con la valentía de María para proclamar la grandeza y la santidad de nuestro Dios; pero en nuestra entrega y nuestra pasión por el Señor y sus cosas, debemos mantenernos en humildad. Sentirnos como lo que somos: un vaso de barro lleno de sus tesoros (2Cor 4, 7). María nos muestra en qué debemos convertirnos cada uno de nosotros si queremos trabajar para el Reino desde la música: una humilde esclava, un humilde esclavo. Sólo desde nuestra conciencia de "incapacidad" , de nuestra "pobreza radical" -como María- podemos vivir, actuar, cantar en unidad. Dios es el único artista. Y Él recibirá mayor gloria cuanto más frágil es la materia con la que hace su obra de arte. De este modo, como en María, nuestra pequeñez engrandece la obra de Dios. Porque el Señor ha elegido lo débil del mundo, lo imperfecto, lo que no cuenta (1Cor 1, 27-31). Ha elegido a María. Nos ha elegido a nosotros.
Por otro lado, cada vez que un ministerio de música se reúne, actúa y sirve en el nombre de Jesús, allí esta María. Para defendernos del enemigo. Para mantenernos en humildad, entrega y unidad. Para hacernos dóciles, como ella, al soplo del Espíritu. Es Ella, nuestra Madre, la Madre de Dios, quien nos sostiene e intercede. Y consigue lo imposible: transformar el agua (simples notas y palabras) en vino (mensajes de santidad y bendición).
El mismo Dios que miró y escogió a María, te ha mirado a ti. Su fuerza se mostrará en tu impotencia (2Cor 12, 9). El quiere que seas, como María, música de Dios. Dile, como ella : ¡Heme aquí, Señor! ¡Hágase vida en mí tu canto nuevo! Entonces iré, y cantaré y tocaré tu Gloria a las naciones.
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23. Un coro al servicio de la Asamblea
Nuestro hermano Guillermo Rosas, en su formación a coros, habla de 3 cualidades: calidad, pertinencia y belleza de la música y el canto litúrgico. Calidad -dice él- es no contentarse con el mínimo; aspirar a un canto que sea lo mejor. Pertinencia -señala- es buscar el canto apropiado, el mejor canto para cada Asamblea, para cada ocasión, para cada momento de la liturgia. Y, en tercer lugar, belleza. Dice Guillermo: no acostumbrarnos a lo feo, a lo superficial; aspirar a un canto litúrgico que nos lleve a alabar a Dios, que es belleza suma, por medio de creaciones humanas hermosas.
Señalaremos, en esta misma línea, varios criterios para que un coro sirva verdaderamente a su misión, esto es, servir a la Asamblea, ser puente entre Dios y su pueblo:
1) Servir, no suplantar el canto de la Asamblea. En la liturgia, el sujeto que canta es la Asamblea entera. El coro tiene la función de acompañar, conducir y realizar el canto de todos. Y tiene que evitar transformarse en el centro de atención. No puede ser un coro espectáculo. Es verdad que puede haber algún momento en el que el coro -o un miembro del coro- intérprete en solitario un canto; pero, en general, el coro lo que hace es servir, guiar el canto de la Asamblea. En este sentido, es muy útil que alguien dirija el canto del coro y de la Asamblea.
2) Cuidar el repertorio y la lección de los cantos. En cada celebración, el canto tiene un sentido y un lugar. No se puede cantar cualquier canto en cualquier momento -por ejemplo- de la Misa; ni cualquier canto en cualquier tiempo del año, pues la liturgia pasa por momentos muy diversos y característicos propios a lo largo del Año Litúrgico; ni tampoco en cualquier asamblea, porque cada comunidad tiene su edad, su cultura, su sensibilidad musical, sus características propias.
3) Elegir y preparar los cantos anticipadamente. Debemos prepararnos y preparar cada celebración. Tener en cuenta el sentido propio de cada parte de la celebración para elegir el canto correspondiente. Y, también, considerar las preferencias y características de la Asamblea, no solo y no primordialmente el gusto de los miembros del coro.
4) Formarse en liturgia y conocer el año litúrgico. Para los miembros de un coro es importante tener nociones básicas de liturgia, ya que su servicio se realiza precisamente en este ámbito de la vida de la Iglesia. Conocer por tanto, la liturgia de la eucaristía, del bautismo, del matrimonio, de las exequias, etc. Especialmente para quienes escogen los cantos, es importante conocer el sentido de los diversos tiempos del año Litúrgico de la Iglesia. Conforme a eso, a este criterio, han de elegir los cantos más adecuados a cada momento.
5) Formarse en música y en repertorios de canto litúrgico. La formación permanente es muy importante. Es bueno que haya algún miembro del coro que tenga unos ciertos conocimientos de teoría musical y también estar atento a todo lo que va apareciendo nuevo para que haya un equilibrio entre lo de siempre y lo nuevo. Todo, con una función: activar a la Asamblea, conseguir que la Asamblea cante.
6) Enseñar cantos nuevos... y también crearlos, si hay alguien con ese don. Todos los coros deberían, de una manera regular, enseñar nuevos cantos. Eso significa enseñarlos de manera explícita; no esperar solo que la Asamblea los aprenda a base de repetirlos. De esta manera se aprenden, a veces, mal y muy lentamente. Sí en el coro hay personas que tengan el don de crear música, es bueno que este talento enriquezca también a su propia Comunidad. Es interesante y conveniente ensayar los cantos, preparar los cantos con la Asamblea.
7) Estar atentos a la duración de los cantos. Hay acciones litúrgicas, por ejemplo en la Misa, que van acompañadas de un canto. El canto debe durar solo el tiempo que dure esa acción. La que manda es la acción, no el canto. Por lo tanto, no se puede prolongar un canto, prolongar sus estrofas, acabar el canto... más allá de cuando acabe la acción litúrgica. Por ejemplo, el canto de entrada (que acompaña la procesión hasta que el sacerdote besa el altar), el canto de presentación de las ofrendas, el cordero de Dios... Debemos de ser especialmente cuidadosos en todo esto. Los cantos de Comunión son para esa acción y han de acompañar el tiempo en el que la Asamblea comulga. Por lo tanto, unidad entre el canto y la acción litúrgica.
8) Equilibrar la repetición y el cambio. Hay coros que repiten siempre unos poquitos cantos; otros, cada domingo estrenan cantos nuevos. Pues ni lo uno ni lo otro. No importa repetir el mismo canto varias veces o cantarlo con cierta frecuencia, pero también hay que mantener la enseñanza de cantos nuevos, enriqueciendo poco a poco el repertorio. A veces, por la inercia de no repetir, podemos cantar cantos inadecuados y, en el mejor de los casos, cantos desconocidos que hacen que la Asamblea no pueda unirse al canto. Equilibrio, por lo tanto, entre conservar e innovar.
9) Enriquecer el canto con diversos recursos. Ayuda mucho a la Asamblea el uso de diversas alternancias en el canto, como, por ejemplo: coro/Asamblea, solista/Asamblea, varones/mujeres, una mitad de la Asamblea/otra mitad. Lo mismo con el uso de los instrumentos: no usar siempre, en todos los cantos, todos los instrumentos. En esto, también es bueno variar, ser sensibles a cada tiempo litúrgico, equilibrar.
10) Hacerlo todo para gloria de Dios. Es el último criterio, el más importante. La gloria de Dios es la comunión, la unidad de la Asamblea. El coro, en su misión de servicio, debe dar frutos espirituales, frutos de comunión. Este será el termómetro, el signo, la verificación de que su servicio es agradable a Dios. Si ayuda a la gloria de Dios y a la santificación de los hombres, si da frutos carnales o da frutos espirituales... Ahí veremos realmente por dónde va el coro. Si la actuación del coro, su servicio, lo que provoca es envidias, divisiones, rivalidades, celos... o provoca amor, paz, alegría, esperanza, comunion. El criterio final es el amor. He aquí la gloria de Dios.
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24. Sin sed no podemos cantar a Dios
«De noche, iremos de noche, que, para encontrar la fuente, solo la sed nos alumbra».
¡Cuántas veces hemos cantado en oración comunitaria así, con estos versos de Luis Rosales, de su Retablo de Navidad. Pues vamos a ahondar en ello...
«Cristo, en el último día de las fiestas de los tabernáculos, dijo a voz en grito: quien tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7, 37). Los tabernáculos son las cabañas del desierto que el pueblo de Israel construía en su peregrinar. Y... ¿cuántas cabañas hemos construido en nuestro transitar de nómadas, en los desiertos de nuestra vida? Hoy, a través de esta Palabra, me vienen al recuerdo mis desiertos, mis tiendas temporales en las qe me refugiaba... Desiertos donde era azotado por distintos vientos... Desiertos en los que sufría el asfixiante calor del día y el frío helador de la soledad nocturna.
Hoy Cristo nos habla a los que hemos estado en el desierto. A los que estáis en el desierto en vuestras cabañas. Y nos dice: «El que tenga sed que venga a Mí y beba». Buscamos, siempre estamos buscando; anhelamos, siempre hay anhelo de algo diferente, de algo más... Necesitamos. Somos personas necesitadas, aunque tengamos muchos bienes materiales y mucha compañía humana, familiar.
Y Jesús nos dice que nuestra sed les de Él. No de otras cosas, ni siquiera de otras personas. Ir a beber de Cristo es ir a su casa, su templo, su cuerpo, sus llagas. Esto nos puede resultar un lenguaje distante, que no nos aclara cómo encontrar lo que estamos buscando. ¿Cómo alcanzar lo que anhelamos cuando ni siquiera sabemos ponerle palabras? ¿Cómo experimentar el amor, ese amor más grande que seguimos necesitando?
Aunque tengamos en nuestra vida muchas personas que nos amen, nos vaya bien o mal en la vida, tengamos bienestar o dificultades, dolor, calma, sufrimiento, alegría... o todo a la vez, el profeta Isaías nos anticipa: «Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación». ¿Y qué fuentes de la salvación? ¿Hay salvación? Y Cristo nos resuelve las dudas y nos dice: «El que tenga sed que venga a Mí y beba». Estoy aquí, en tu vida, en tu casa, en tu soledad.
Jesús ha entrado en mi vida, en mi casa, en mi soledad. Y me mostrado que sus palabras tienen poder. Y desde entonces sé que su muerte, sus llagas, su sufrimiento en la Cruz han traído a todo hombre la salvación completa. Ya no hay muerte que pueda con nosotros. Mis búsquedas equivocadas, mis tristezas y soledades, mis odios y frustraciones... ya no tienen poder sobre mí. Jesús entregó su vida por mí.
Y yo ahora puedo encontrar en el la fuente de una vida que me lleva a otros lugares, a otra forma de afrontar mi vida, porque sé que estoy salvado. La fuente de la salvación la encuentro en la Eucaristía, en la oración, donde Jesús sigue revelándome su Palabra con poder y va respondiendo poco a poco a mis anhelos, a mis insatisfacciones.
Yo sé que la fuente es Él. Créelo y haz la prueba. Lee el Evangelios cada día: «El que tenga sed que venga a Mí y beba». Invoca al Espíritu Santo, Espíritu de la Verdad, que irá iluminando todo lo que está oscuro en tu vida. Vive sabiendo que Él te ha salvado, que todo lo puedes poner a tu lado. Cristo resucitado nos muestran las fuentes de la salvación. Sus llagas, sus llagas abiertas. Ellas son testimonio perenne de lo que sucedió y de lo que supune para nuestras vidas.
Hoy quiero darle gracias al Señor porque tuve y tengo sed. Bebí... y necesito seguir bebiendo de sus fuentes. Necesito de su agua, de su Espíritu. Necesito seguir en las fuentes de la salvación. Necesito seguir recordando mis tabernáculos, cabañas en las que fui descansando en mi caminar por mis desiertos, para darle las gracias a Él que me sacó de esas cabañas y me metió en su templo, en su vida.
Hoy vivo en Él, con Él y para Él. Y mi ser bebe en sus fuentes. Esté donde esté, tengo el manantial inagotable de su corazón. Y hoy, el recuerdo de aquellas cabañas en el desierto, es para mí un canto de alegría y de júbilo. Porque escuché el grito de Jesús: «El que tenga sed que venga a Mí y beba». Y puedo decir: Tuve sed y bebí. Tengo sed y sigo bebiendo. Y las aguas de la fuente no se agotan. Vivo de su agua viva. Y en mi corazón hay júbilo y en mi boca un canto: ¡Sacaré aguas con gozo de las fuentes de la salvación!
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25. Cantar en espíritu y verdad
Nos dice San Agustín: «Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar». En nuestras asambleas cristianas, el canto -tan lleno de riqueza- no tendría valor y consistencia si no estuviese animado por un canto interior. Un cántico del corazón. El canto exterior es expresión de este canto interior, esa es la fuente verdadera de nuestro canto. El culto agradable a Dios brota del corazón: el canto en espíritu y verdad, que enlaza la oración con la vida. Nuestra música, nuestro canto, es para expresar el Amor -el Amor con mayúsculas- y expresarlo con todo el corazón y con toda el alma.
Además del canto que expresan nuestros labios, existe este cántico interior que resuena en lo profundo del corazón del hombre. San Juan Crisóstomo escribe: «Sin voz también es posible cantar. Con tal de que resuene interiormente el Espíritu. Pues cantamos no para los hombres, sino para Dios, que puede escuchar nuestros corazones y penetrar en la intimidad de nuestra alma. Este cántico interior no está en oposición con el canto vocal; al contrario, es el alma, el verdadero contenido de este».
En palabras de Agustín: «Alabemos al Señor nuestro Dios no solamente con la voz, sino también con el corazón. La voz que va dirigida a los hombres es el sonido. La voz para Dios es el afecto. En la liturgia, el canto exterior calla a menudo para la proclamación de la Palabra, para las oraciones, para el silencio sagrado... pero el cántico interior no debe cesar nunca. Si nos fijamos en el salmo responsorial, vemos como el salmista nos pone la Palabra de Dios en los oídos y en los labios. La escuchamos y participamos. Respondemos con la antífona. Mientras el oído escucha al salmista, nuestro corazón ha de cantar internamente, ha de continuar este canto interior. La terminación de la asamblea litúrgica y de sus cantos no debe hacer callar este cántico interior. Porque no basta cantar las alabanzas a Dios; hace falta la vida, alabar a Dios con nuestra vida».
Por eso hemos de ser vosotros mismos el canto que cantamos, hemos de alabar con todo lo que somos. Dice Agustín: «Que no solo alabe a Dios vuestra lengua y vuestra voz, sino también vuestra conciencia, vuestra vida, vuestras obras. Por tanto, hermanos, no os preocupéis simplemente de la voz cuando alabáis a Dios. Alabadle totalmente: que cante la voz, que cante la vida, que canten las obras. Los que alabáis, vivid bien. Él se fija más en tu vida que en el sonido de tu voz».
El canto de la vida ha de unirse, pues, al canto de los labios, para que, de ese modo, sea la alabanza de toda la persona y para que podamos experimentar, en primera persona, aquello que estamos diciendo en el canto. De nuevo nos enseña Agustín: «No podéis experimentar qué verdadero es lo que cantáis si no empezáis a obrar lo qué cantáis. Empezad a obrar y veréis lo que estoy diciendo. Entonces fluyen las lágrimas a cada palabra. Entonces se canta el salmo y el corazón hace lo que canta el salmo. Porque los oídos de Dios atienden al corazón del hombre. Muchos son atendidos estando sus bocas en silencio. Y otros muchos no son escuchados a pesar de sus grandes clamores».
La Palabra de Dios cantada continúa presente en la vida del Cristiano. Si nuestro cántico interior no se apaga, los cantos seguirán resonando fuera de los muros de las iglesias, como una prolongación espiritual de la oración en nuestra vida cotidiana, en la vida de cada día en medio del mundo.
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26. Criterios de discernimiento de cantos: la Asamblea
Escribe San Basilio: «Que la mente conozca y comprenda el sentido de las palabras cantadas, para que cantes con la lengua y cantes, también, con tu espíritu». Y San Ambrosio de Milán nos dice: «El canto de la comunidad cristiana debe ser accesible para ser entonado por todos. Es la voz del pueblo, himno de todas las edades, de todos los sexos, clases y estados de vida. El canto que los cristianos elevan para expresar su fe en el Señor, todos han de comprenderlo, sentirlo e identificarse con él».
La música no ocupa el lugar que le corresponde en las celebraciones, en las oraciones, en la liturgia, en la vida de la Iglesia, fundamentalmente por una razón: falta verdadero discernimiento espiritual. Aquellas personas que han sido puestas por el Señor para pastorear en su nombre, tienen una misión muy concreta: conocer los caminos del Espíritu en cada momento y situación, y guiarnos por ellos. Esto es el discernimiento espiritual. Discernir significa distinguir; y también, elegir. Distinguir - fundamentalmente- lo que es de Dios de lo que no es de Dios. Decía San Ignacio, lo que viene del espíritu malo, lo que viene del espíritu del hombre y lo que viene del Espíritu de Dios.
El discernimiento es fundamental en todo ámbito de la Iglesia, también en la música y el canto. Se trata de distinguir, de elegir, de decidir qué cantar, por qué, para quién, quiénes tocan y cantan, en qué momento... Se trata de tener una visión realmente espiritual, donde el criterio fundamental es que el canto sea aquello para lo que Dios lo ha creado: un puente, un vínculo entre Dios y su pueblo, entre su pueblo y Dios. Este es el criterio fundamental de discernimiento.
Por eso, el primer criterio a tener en cuenta para discernir es la Asamblea, el pueblo, la comunidad a la que se dirige el canto; la comunidad que canta, la comunidad que escucha. Cuando, ante una eucaristía, una oración comunitaria, una celebración de cualquier tipo, un acto litúrgico o no litúrgico en el que empleamos el canto y la música, cuando nos ponemos a discernir, a elegir qué vamos a cantar, qué cantos emplear, en qué momentos, cómo cantarlos, si los canta solo el coro, un solista o si queremos que los cante toda la Asamblea... cuando nos ponemos a discernir todas estas cosas, lo primero que tenemos que ver es la Asamblea, el grupo, la comunidad en la que estamos. No podemos discernir un repertorio, no podemos discernir una estructura, un tipo de coro o de Ministerio de música, independientemente de la Asamblea; porque, al final, lo que estamos haciendo, el sentido de nuestro servicio, es un servicio al Pueblo de Dios, a una Asamblea, a una comunidad concreta del Pueblo de Dios. Y, en relación a esa Asamblea concreta, organizamos todo lo demás.
Este criterio es fundamental, porque si no estaremos errando en nuestro servicio y daremos frutos carnales, no espirituales. La visión nos vendrá, fundamentalmente, a través del pueblo al que tenemos que servir por medio de la música. Cada comunidad de creyentes tiene su idiosincrasia, sus peculiaridades. Es una comunidad viva con sus experiencias de fe propias. El canto es parte importante de esta expresión y manifestación de fe. Algún ejemplo... El himno del Apóstol Santiago, cantado en la Catedral de Santiago, tiene una potencia y connotación propia que no tiene cantado en otro lugar. Hace años, participé en una Asamblea de la Renovación Carismática en Fátima. Y viví un momento inolvidable. Un grupo de niños salía de la parte superior del anfiteatro llevando a la Virgen de Fátima en unas andas. Entonces, todo el pueblo se levantó para cantar un canto a María. Fue impresionante. No era un canto cualquiera. No necesitaba entender la letra. Me quedó profundamente grabado, el eco de toda la Asamblea. «¡Hosana, Raíña de Portugal!». El Ministerio de música menguó. Se diluyó en toda la Asamblea y el protagonismo lo tomó el pueblo, que cantaba con fuerza y con devoción. Yo fui arrastrado por la fe de este pueblo de creyentes. Pude participar del canto porque mi corazón fue tocado por las almas de estos creyentes. Y fui tocado a través de la música, a través del canto. Hablando con propiedad, deberíamos decir que fui... evangelizado. ¡Es un aspecto importante! Hoy, hay muchas personas alejadas de la fe o simplemente tibias que siguen siendo tocadas por la liturgia, por una Asamblea que canta y en la que se respira el Don de Piedad. El trabajo profundo del músico, de un coro, de un Ministerio de música, debería ser este: salir de sí mismo, salir del ensimismamiento, salir de la autoreferencialidad, de la sensibilidad propia... y captar la idiosincrasia de la Asamblea a la que va a animar. La Asamblea tiene un alma, un espíritu. Es importante llegar a descubrirla, percibir cómo afinar voces e instrumentos con la Asamblea. En esta «afinación» común hay muchos matices: el ritmo que le damos al canto, la letra, el momento, la motivación o ensayo antes de empezar la celebración. Todo ello para un fin: que el pueblo cante con un solo corazón.
Esta debería ser la evaluación de un músico o un coro. Al terminar un servicio a una asamblea, preguntarse: ¿Hemos llegado al corazón? ¿Ha habido un eco? ¿Hemos facilitado la comunión con Dios y de unos con otros? ¿Hemos ido cauces o hemos sido diques? ¿Hemos sido capaces de mitigar las deficiencias y de sacar lo mejor de nosotros mismos y de la Asamblea que canta?
Nunca lo mejor es un bonito coro y una asamblea que escucha lo que el coro canta.
«Todos los creyentes cantaban con un solo corazón». ¡Ven, Espíritu Santo, infunde en nosotros este don de discernimiento! ¡Ven, ven, Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo, haz crecer este don en todos los que hemos sido llamados a servirte, a servir a la Iglesia, servir al pueblo de Dios como discípulos misioneros en este campo de la música!
¡Haz crecer en nosotros el don de discernimiento, el don de servir desde tu corazón!
¡Ven, Espíritu Santo, llénanos de Ti! ¡Ven, Espíritu Santo, despierta en nosotros esta escucha a Ti! Queremos escuchar... siembra el escucharte a Ti para poder después cantar. ¡Ven, Espíritu Santo, ven ahora, Espíritu Santo, ven, llena nuestros corazones, infunde en ellos este don... y todo lo que tu quieras darnos. ¡Ven por María, Espíritu Santo, ven por María! ¡Ven, Espíritu Santo!
Vamos a dejar que sea San Juan Crisóstomo quien cierre esta reflexión sobre la Asamblea, la comunidad cristiana concreta como criterio capital de discernimiento en la música y el canto. Nos dice este Padre de la Iglesia: «El canto se convierte en símbolo de la Iglesia porque todos participan en él. Este símbolo de unidad debe cuidarse prioritariamente a otras cosas. Si se convierte en motivo de la más útil división, puede perder su fuerza como testimonio de fe y de amor. El don supremo es el amor. Y todo es para la edificación de la unidad del cuerpo de Cristo. La música y el canto o son servidores de la unidad o no son nada».
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27. Menos es más: los medios pobres en la música
En parroquias, movimientos y asociaciones cristianas, me encuentro cada vez más con coros, grupos musicales, ministerios de música que van avanzando y progresando en medios técnicos, organización, número y variedad de instrumentos, etc. Todo aparentemente bueno, en principio; pero si queremos profundizar un poco, hemos de preguntarnos la riqueza de medios ayuda a que el servicio musical realice mejor su misión. Y os comparto, a este respecto, una pequeña historia que descubrí hace años en un libro ya agotado, «Historia de la música sacra»:
«El maestro Rachel dirigía el ensayo de su conjunto vocal preparando la ejecución de El Mesías de Handel. El coro acababa de llegar al lugar donde la soprano entona: Yo sé que mi redentor vive. Cuando ella hubo terminado, las miradas se dirigieron hacia Rachel esperando que expresara su satisfacción. En lugar de ello, se acercó a la cantante y le dijo: Hija mía, ¿verdaderamente sabe usted que su redentor vive? Sí, contestó ella. Entonces, cántelo, dígalo de tal manera que todos los que la oigan comprendan que usted conoce el gozo y la fuerza de la resurrección de Cristo. Entonces, Rachel ordenó la orquesta que volviese a empezar... La solista cantó como si fuese la primera vez que hubiese experimentado el poder de la resurrección. A todos los que la oyeron les costaba contener la emoción. El maestro, con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a ella y le dijo: Ahora estoy seguro de que usted sabe que su Redentor vive. Su canto me lo ha dicho.
Es el Espíritu Santo, el mismo y único espíritu, dice 1Cor 12, 11, el que da algunos el don de servir a la comunidad a través de la música y el canto. Para ello, el Espíritu tiene en cuenta más aún que el buen oído, la voz sonora o la formación musical, la docilidad, nuestra docilidad. Más que la destreza técnica, la humildad, la unción. Y nuestra entrega sincera y plena al Señor. Por eso, quienes servimos al Señor por medio de la música y el canto hemos de ser personas que nos hemos encontrado con Cristo, que nos hemos convertido a él y vivimos una vida sacramental frecuente; que leemos, escuchamos e intentamos vivir la Palabra de Dios; que damos testimonio con nuestra vida de nuestra relación con Dios y también, en nuestras relaciones fraternas, damos ese testimonio de vida cristiana. Personas que nos sentimos y somos Iglesia, unidos a nuestros pastores y en conformidad con la doctrina de la Iglesia.
Somos personas que hemos recibido una llamada. Este es el fundamento: la llamada personal de Dios. Y estas son las condiciones realmente necesarias para servir al Señor a través de la música y el canto, de modo que el servicio musical realice verdaderamente su misión. Algunas parece que no tienen nada que ver con la música; pero tienen que ver con un discípulo misionero, una persona que se ha encontrado con Cristo y que, desde el encuentro con Cristo, vive para anunciarlo y para servirlo a los hermanos. Hay otras condiciones, en cambio, que no son necesarias. Ser joven y tener una gran voz, saber tocar un instrumento son cosas buenas, pero en sí mismas no nos cualifican para servir a Dios con la música. Lo fundamental, como en toda vocación, en todo servicio al Señor, es Su llamada y mi respuesta.
Me gustaría proponeros una imagen que ilumine todo esto: es la imagen de un puente. Imaginémonos un puente. Un puente une dos orillas. En una orilla estamos nosotros, está la Iglesia, está el Pueblo de Dios. Y, en la otra orilla, está Dios, el Señor del Pueblo, a quien queremos alabar, servir. Dios nos escucha, nosotros lo escuchamos. Dios nos habla, nosotros le hablamos. El puente comunica a Dios con su pueblo. Y a su pueblo con Dios. Este es el servicio de la música. El puente puede ser más modesto, puede ser más adornado, más brillante, más solemne... pero al final, lo fundamental para el puente es qué comunique, que sea canal de comunión entre Dios y su pueblo, entre el pueblo y su Dios. ¿Que me dirías de un puente de oro que está roto por la mitad, que no une las dos orillas? Así puede ser mucha técnica, mucha preparación, muchos instrumentistas, muy buenos cantantes. ¿Entramos en comunión con Dios, ayudamos al pueblo a entrar en comunión con Dios? La clave del puente es que una las dos orillas.
Y una Palabra que arroja luz sobre esta cuestión. Pablo, en el capítulo 5 de la epístola a los Gálatas, a partir del versículo 19, nos habla de las obras de la carne y las obras del espíritu, los frutos de la carne y los frutos del espíritu. ¿Cuáles son los frutos de nuestro servicio musical, de nuestro coro, de nuestro Ministerio de música? «Los frutos del espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí». En el versículo anterior decía «los frutos de la carne son conocidos: impureza, libertinaje, idolatría, enemistades, discordias, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades». Veamos nuestro árbol por sus frutos. Veámoslo de manera veraz y honesta.
Hace más de 10 años, Monseñor Munilla, en su programa diario El Catecismo de la Iglesia católica, en Radio María España, decía que en Estados Unidos la Conferencia Episcopal había decidido iniciar un potente plan de la Iglesia en los medios de comunicación: en la radio, en la televisión. Era para algo bueno, para anunciar el Evangelio. A esto dedicó un presupuesto importante. Pero este proyecto fracasó estrepitosamente. Y sin embargo, decía él, aquí está Radio María, saliendo de la nada, con medios pobres... ¿Por qué? Y su respuesta era: porque Radio María es un proyecto de Dios. Un carisma. Un sueño de Dios. Y nosotros nos ponemos a su disposición. Nos ponemos a colaborar. Y esto va adelante porque es de Dios.
Vemos que esto ocurre continuamente con las cosas de Dios. David vence a Goliat. El pequeño Gedeón vence a un ejército mucho más numeroso. Y Jesús les dice a los apóstoles: Dadles vosotros de comer. Ellos contestan: No tenemos medios, no tenemos suficiente, no podemos darles de comer. Buscan una solución humana razonable. Y Jesús realiza el milagro: el milagro de la multiplicación. El hombre solo puede sumar: cinco panes y dos peces. Poca cosa. Nos diría el obispo Van Thuan: Dios no sabe de matemáticas, solo sabe multiplicar.
Así también pasa ahora con nuestros proyectos humanos. Nos ponemos a contar... ¿Qué tenemos, con qué contamos para realizar este proyecto tan grande. Y puede ser que digamos. Necesitamos más instrumentos, más micrófonos, soportes, ordenador. pantalla, cantorales. Estos son lo que llamamos los medios ricos. Aquellos que se pueden contar, que se miden, se compran. Son los medios visibles y palpables.
En cambio, los medios pobres son aquellos que no se ven. Son invisibles. No se pueden cuantificar. Un corazón entregado. Una persona al servicio de la parroquia. La oración. El estudio. El deseo de servicio a través de la música. La humildad. El sacrificio. El silencio. Todos ellos están marcados por la señal de la Cruz. Si el grano de trigo no muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. Aquí observamos la paradoja del Evangelio.
Jesús, en su actuación salvadora, elige los medios pobres y humildes. Para mostrar su sello, su marca, su victoria? Esto no significa despreciar los medios y recursos que estamos llamando ricos. Pero hay que tener claro que ellos, por sí solos, no garantizan la acción de Dios. Y tienen el peligro de llevarnos al orgullo, a la satisfacción personal, a la rivalidad, al apego... y no a Dios.
La utilización de los medios ricos será eficaz únicamente cuando esté asentada en los medios espirituales: vida interior, sacramentos, entrega. San Maximiliano María Kolbe soñaba con tener una emisora de radio y con que aviones y barcos estuvieran al servicio de la Inmaculada... La realización de sus sueños y la eficacia en el apostolado vino cuando enfermó gravemente. Sus superiores llegaron a la conclusión de que no podía seguir trabajando, de que ya no servía para nada. Y él, como el grano de trigo que muere, comenzó a ser instrumento en manos de Dios. Consiguió que un millón de ejemplares del Caballero de la Inmaculada se propagaran cada mes. A través de María, entrego su corazón. Y fue en el abandono y no teniendo seguridades humanas como llegó esta victoria de la fe. María, Madre de los medios pobres, ¡ruega por nosotros!
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28. La Iglesia canta desde sus orígenes
La vivencia del canto en las primitivas comunidades cristianas aparece reflejada no solo en los escritos del Nuevo Testamento, sino también en otros textos de lo que llamamos la tradición cristiana primitiva: los Santos Padres, tanto de Oriente como de Occidente. También hay alusiones a esta vivencia del canto en las primitivas comunidades en textos seculares o paganos de la misma época. Sabemos, por ejemplo, que a finales del siglo primero se cantaba ya el Santo en la liturgia.
A comienzos del siglo segundo, San Ignacio de Antioquía utiliza unas preciosas imágenes de la música para hablar y exhortar sobre la unidad y la comunión:
"Conviene -escribe a los cristianos de Éfeso- que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (...) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz".
Y en su Carta a los Romanos, cuando San Ignacio de Antioquía viaja ya camino del martirio, es de los primeros en utilizar la imagen del coro: «A fin de que, formando un coro por la caridad, cantéis al Padre por medio de Jesucristo». Se refiere a todo el pueblo cristiano reunido para cantar salmos e himnos. Después, otros Santos Padres también utilizarán esta imagen...
También en el siglo segundo, Plinio el joven, en su famosa Carta al emperador Trajano, da testimonio sobre el canto de los primeros cristianos que, dice él, se reúnen antes del amanecer y cantan a Cristo, al que consideran como Dios.
Unos años después, San Justino, en su apología dirigida al Emperador Antonio Pío, subraya el valor de la alabanza y el canto cristiano, contraponiéndolo a los sacrificios materiales: «Porque solo honor digno de Él, que hemos aprendido, es no consumir por el fuego lo que por Él fue creado para nuestro alimento, sino ofrecerlo por nosotros mismos y para los necesitados, mostrándonos a Él agradecidos, enviándole por nuestra palabra oraciones e himnos de alabanza».
En este mismo siglo, S. Ireneo explica cómo el Espíritu Santo en Pentecostés, actúa en la diversidad de gentes y lenguas, y las aúna en un himno, ofreciéndole así al Padre las primicias de todas las naciones.
Si seguimos avanzando, a partir del siglo tercero ya hay una gran abundancia de textos -a cada cual más expresivo- sobre el canto y la música.
Eusebio de Cesarea escribe: «A través del universo, en todas las Iglesias de Dios, tanto en medio de las ciudades como en los pueblos y en los campos, reunidas todas las gentes en honor de Cristo, cantan himnos y salmos dirigidos al único Dios anunciado por los profetas en altavoz, de tal forma que el sonido del canto puede ser escuchado hasta por aquellos que están fuera del templo».
Son muy numerosas las citas de Padres de la Iglesia (Clemente de Alejandría, Tertuliano, Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Orígenes, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Isidoro de Sevilla...) en relación al canto cristiano como una gozosa realidad, constante y natural, a la que el pueblo se entrega con fervor, con entusiasmo. Veamos solo un texto precioso de San Juan Crisóstomo: «Habla el profeta y todos nosotros respondemos, todos mezclamos nuestra voz a la suya; aquí no hay esclavo, ni libre, ni rico, ni pobre, ni príncipe, ni súbdito. Lejos de nosotros estas desigualdades sociales. Formamos todos un solo coro. Todos tomamos parte igualmente en los santos cánticos. Y la Tierra imita al Cielo. Tal es la nobleza de la Iglesia. Y no se dirá que el dueño canta con seguridad y que el siervo tiene la boca cerrada; que el rico hace uso de su lengua y que el pobre no; que por fin el hombre tiene derecho a cantar y que la mujer debe permanecer en completo silencio. Investidos de un mismo honor, ofrecemos todos un como un sacrificio, una común oblación. Una sola voz se eleva, en distintas lenguas, al Creador del universo».
El canto y la música, en la Iglesia primitiva, se van desarrollando bajo dos influencias fundamentales. La primera es la civilización grecorromana, con la música doméstica de los patricios, intermedia entre la más sofisticada del teatro y la música popular. Y el segundo elemento básico es la tradición bíblica judía, con referencias a las culturas egipcia, siria y hebrea. La liturgia sinagogal han dejado una honda huella.
Las grandes vigilias cristianas fueron tiempos privilegiados para el desarrollo de distintas formas musicales, en especial para los salmos, que eran coreados por todo el pueblo. Se utilizó primero el modo responsorial, con estribillos de la Asamblea que se repiten en cada estrofa. Más tarde, a través de San Ambrosio de Milán, se introdujo el modo antifonal: dos coros que alternan estrofas o versículos.
La actitud práctica de la Iglesia primitiva para con el canto y la música es de una originalidad, apertura y prudencia admirables, que resultan hoy de lo más actual. Si los griegos distinguían entre la buena música que eleva y la mala que corrompe, la Iglesia, siempre sobre la base del culto en espíritu y en verdad, aplica su discernimiento pastoral buscando no la música por la música, sino una música para el culto, un canto sencillo que todo el pueblo pueda cantar. Por eso no, no tiene nada de extraño que el Concilio Vaticano II, siguiendo esta tradición originaria, volviendo a las fuentes, nos diga que «el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte esencial e integral de la liturgia solemne». Hoy, la Iglesia nos vuelve a repetir una vez más esta invitación a cantar, a darle al canto de la Asamblea el relieve y la importancia primordial, a devolver al pueblo cristiano el protagonismo que tenía en la primitiva Iglesia.
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29. Proclamar las maravillas de Dios cantando
Francisco de Asís dice «que toda nuestra vida sea siempre una canción...» Y canta y salta y baila para Dios, proclamando «el sentido de mi vida es cantarle y alabarle». Lo mismo Ignacio de Loyola; para él, el principio y fundamento de toda acción de un cristiano, de cualquier actividad espiritual, de todo discernimiento, es «alabar, bendecir y rendir homenaje al Señor».
La música cristiana tiene un único sentido: ser alabanza de la gloria de Dios. El libro de Judit, capítulo 16, versículo 2, dice: «Aclamad a Dios con tambores, elevad cantos al Señor, con cítaras ofrecedle los acordes de un salmo de alabanza». El Señor nos dice, una y otra vez, por medio de su Palabra, que hemos sido creados para su alabanza y que «el pueblo que ha formado proclamará sus alabanzas» (Is 43, 21). En Ap 5, 9-13 vemos cómo alabar será la actividad que hagamos durante toda la eternidad.
Dice el teólogo dominico español Vicente Borragán: «La música es el arte que se practicará en el Cielo. Pero no tenemos necesidad de esperar al más allá, aquí y ahora. La Iglesia anticipa su vocación futura cantando alabanzas a Dios. ¡Que el Señor nos enseñe a cantar sus alabanzas sobre la Tierra hasta que las cantemos en el Cielo». El canto implica todo nuestro ser, cuerpo y alma, en la alabanza. Es, por tanto, un medio excepcional para desconectarnos de nuestro propio mundo, nuestros pensamientos y preocupaciones, y centrarnos solo en el Señor. Con frecuencia somos egocéntricos y autorreferenciales, incluso en nuestras oraciones. Volvemos a lo nuestro una y otra vez... El verdadero canto de alabanza dirige nuestra atención solo hacia Dios. Para ello hemos de vivir el canto con toda la mente y todo el corazón, como María.
En Pentecostés, los que salieron del Cenáculo -dice Hch 2, 11- «proclamaban las maravillas de Dios», magnificaban a Dios, hacían grande su nombre. Como María, llena del Espíritu Santo, la Iglesia primitiva prorrumpía en himnos y cánticos inspirados. Escribe Fray Luis de Granada: «Fue tan grande la caridad y el amor, la suavidad y el conocimiento que allí recibieron de Dios que no se pudieron contener sin decir a grandes voces las grandezas y maravillas de él. Parece que si en aquel momento no dieran esas voces, que reventaran y se hicieran pedazos como las tinajas nuevas, cuando hierben con el nuevo mosto».
Este cantar alabanzas a Dios y proclamar su gloria que comienza en Pentecostés, es heredado por la liturgia de la Iglesia y conservado especialmente en sus doxologías. Es solo un anticipo de lo que vive la Iglesia Triunfante, como podemos leer en el Libro del Apocalipsis.
Alabar a Dios es más una actividad del corazón que de los labios. Las palabras que utilizamos para alabar al Señor son, en realidad, parecidas a las que se usan en los anuncios publicitarios: bueno, excelente, maravilloso, extraordinario... Y es que las palabras que podamos pronunciar los hombres no son nada ante la inmensidad del Creador. Cualquier lenguaje humano es incapaz de expresar al Dios infinito. No sabemos qué es; solo afirmamos que... es. ¡Dios es!
Ante esta incapacidad de expresar a Dios, nos entregamos en el canto; como si fuésemos flautas que suenan únicamente cuando pasa por ellas el viento, el viento del Espíritu. Es el Espíritu Santo quien alaba en nosotros al eterno, al soberano de todo, al padre, al cordero Santo. Decía Adán de San Víctor: «Es el Espíritu Santo quien dispone nuestros corazones para la alabanza. El forma en nuestras lenguas los sonidos del canto sagrado». Nuestra música de alabanza y adoración será así algo parecido a un iceberg: lo que aparece sobre el agua, lo que se oye, ha de ser solo una pequeña muestra de lo que está sumergido. ¿Qué es lo que vibra en el corazón?
El Señor se complace en la alabanza de su Pueblo, en la voz de su Esposa, la Iglesia, que le parece «dulce como un panal de miel» (Cant 4, 11). Nuestra voz ha de subir al Señor como incienso, incienso que brota a medida que el Espíritu de amor mueve el incensario de nuestro corazón. «Ofrezcamos a Dios el sacrificio de alabanza, el fruto de unos labios que confiesan su Nombre» (Hb 13, 15). ¡Alabemos al Señor con todas las lenguas del mundo, con todos los instrumentos de la orquesta, con todas las voces de la creación, con todos los afectos de nuestro corazón!
En palabras de S. Agustín: «¿Qué alabanzas debéis cantar? Resuene su alabanza en la Asamblea de los fieles. La alabanza del canto reside en el mismo cantor. ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar».
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30. La música como instrumento de sanación
La música y el canto actúan como lo que podríamos llamar un "catalizador espiritual". En química, un catalizador es una sustancia en presencia de la cual otras reaccionan, es decir, se combinan con mayor facilidad y rapidez. De modo semejante, la música ungida por el Espíritu potencia otras manifestaciones del mismo y único Espíritu, como la profecía, la palabra inspirada, la sanación o la curación interior. Unas veces el canto prepara, limpia, crea un silencio profundo en la asamblea para que el Señor pueda ser escuchado; otras, es el mismo canto el que contiene el mensaje profético, la Palabra del Señor.
El canto también es usado por el Señor para tocar nuestros corazones, para derramar su amor en heridas que, a veces, ni siquiera conocemos pero que nos atenazan interiormente. Y así el Espíritu entra en lo más profundo de nosotros y nos sana interiormente, utilizando la música para llevarnos a la conversión, a la reconciliación, a la paz.
Quien no haya vivido todo esto no podrá apreciar como es debido los dones y carismas del Espíritu. Sólo cuando se tiene experiencia del modo como el Espíritu Santo actúa en muchas ocasiones, se puede empezar a reconocerlo y apreciarlo. Domingo Bertrand, jesuita francés, dice: "El Espíritu Santo es desconcertante. Tan desconcertante que quien no se haya desconcertado frente a su acción, es porque no lo conoce".
Dice un proverbio persa que "la influencia de la música sobre el alma radica precisamente en potenciar aquello que encuentra" (Hossein Nasr, Seyyed). El destacado psicoterapeuta Josep Martí hace esta reflexión:
«Desde un punto de vista vivencial, la música es mucho más que la pieza musical en sí, es decir, que el estímulo sonoro. Esto que denominamos la experiencia musical en una situación concreta es el resultado de la combinación interactiva de diversos elementos: el producto musical en sí, el contexto y el mismo individuo. Pero además, por lo que se refiere al individuo, hay tres aspectos que también resultan determinantes en la relación que en un momento dado se produce entre la persona y el estímulo musical: su disposición anímica, su propia historia musical y su grado de expectativas.
El contenido ritual en las prácticas musicales es siempre muy importante. Música y ritual se encuentran íntimamente amalgamados. El hecho de tener en cuenta los comportamientos rituales resulta imprescindible para conocer la significación de los acontecimientos musicales. Hay acciones que hacen cosas y acciones que dicen cosas. Y los rituales dan sentido o, más bien, otorgan un determinado sentido a las manifestaciones culturales que acompañan. La música, como cualquier otro producto de la cultura, tiene una doble dimensión: la fáctica y la simbólica. La fáctica se corresponde con el valor que se le otorga por lo que es. como realidad física. El valor simbólico es aquel que se le adscribe por aquello que representa y que se expresa mediante el ritual» («Antropología y Musicoterapia - Contribuciones de la antropología de la música a la musicoterapia». Josep Martí Pérez, PhD).
Algunos terapeutas, como Nordoff Robbins -que habla de «ser en la música»- o Priestley -que ha profundizado sobre lo que llama «música interna»- llegan a afirmar que no simplemente escuchamos o hacemos música, sino que «somos» música: lo que una persona canta, toca o disfruta escuchando «es» la persona misma, se asienta sobre una matriz sonora inconsciente. En este sentido, destacan lo nuclear de la música en la persona con una frase muy particular: «Lo que suena... ¡es!». Mary Priestley describe la "música interna" como el clima emocional prevalente detrás de la estructura de los pensamientos; no es la musicalidad ni el potencial musical de una persona, sino el núcleo de su psique, de sus ser interior.
Por otro lado, hemos de resaltar, especialmente, el valor de la voz humana como el primero y más maravilloso de los instrumentos musicales. Si el sonido puede ayudar en la salud, qué importante será utilzar la voz como un instrumento sanador, para desbloquear y armonizar los bloqueos y desequilibrios físicos y emocionales.
En la enfermedad, Dios nos visita, nos habla, nos llama a la santidad. La sanación es un modo que tiene Dios para hacernos participar ya de su vida abundante; y la santidad es nuestra misión: convertirnos en santos y hacer a otros más santos. Es Jesús el Señor, muerto y resucitado; es la Palabra de Dios la que sana física y espiritualmente. Y ahí está la música, al servicio de la Palabra... "La Palabra hecha canto nos da la capacidad de retener las verdades santas" (S. Agustín). Toda la inspiración melódica cristiana -inspiración del Espíritu Santo- se pone al servicio de la Palabra. Y cantando con la unción del Espíritu un texto del Evangelio, un himno de San Pablo, un Salmo o un cántico de Isaías, el Señor actúa con poder y su Palabra hace lo que dice: convierte, libera, transforma, sana. La música pone alas a la Palabra y se convierte en un arma de luz y verdad que vence toda tiniebla. Mediante la Palabra hecha canto, el poder del Espíritu Santo se abre camino para actuar en el corazón de quien le necesita. Así se refuerza el poder evangelizador de la Palabra. Y el canto, como dice S. Agustín, "se vuelve instrumento de justicia, vínculo de corazones, reunión de almas divididas, reconciliación de discordias, calma de los resentimientos e himno de la concordia". La música, servidora de la Palabra, allana el camino de Aquel que siempre llega a sanar y a restaurar.
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31. La música en la oración personal
El canto y la música no son tapagujeros, llenasilencios ni elementos de animación. Son, han de ser, oración, puente, canal entre Dios y cada uno de nosotros. No solo oración comunitaria y oración litúrgica; también oración personal.
El canto implica a todo nuestro ser (espíritu, alma y cuerpo). Es un medio excepcional para desconectamos de nuestro propio mundo (nuestros pensamientos y preocupaciones) y centrarnos sólo en el Señor. Con frecuencia, somos egocéntricos incluso en nuestras oraciones; volvemos a lo nuestro una y otra vez. El verdadero canto de alabanza dirige nuestra atención sólo hacia Dios, a condición, claro, de que vivamos el canto, de que cantemos con toda la mente y todo el corazón.
La música y el canto actúan como lo que podríamos llamar un "catalizador espiritual". En química, un catalizador es una sustancia en presencia de la cual otras reaccionan, es decir, se combinan con mayor facilidad y rapidez. De modo semejante, la música ungida por el Espíritu potencia otras manifestaciones del mismo y único Espíritu, como la profecía, la palabra inspirada, la sanación o la curación interior. Unas veces el canto prepara, limpia, crea una unción para que el Señor pueda ser escuchado ; otras es el mismo canto el que contiene el mensaje profético, la Palabra del Señor.
El canto también es usado por el Señor para tocar nuestros corazones, para derramar su amor en heridas que, a veces , ni siquiera conocemos pero que nos atenazan interiormente. Y así el Espíritu entra en lo más profundo de nosotros y nos sana interiormente, utilizando la música para llevarnos a la conversión, la reconciliación, a la paz.
Quien no haya vivido todo esto no podrá apreciar como es debido los dones y carismas del espíritu. Sólo cuando se tiene experiencia del modo como el Espíritu Santo actúa en muchas ocasiones, se puede empezar a reconocerlo y apreciarlo. Domingo Bertrand, jesuita francés, dice: "El Espíritu Santo es desconcertante. Tan desconcertante que quien no se haya desconcertado frente a su acción, es porque no lo conoce".
La música es, pues, un elemento de la oración personal. Escuchar música no es orar. Orar es entrar en relación con Dios. Orar es hablar y escuchar a Dios. La música hoy lo invade todo y ha llegado a ser algo que nos acompaña continuamente, cuando conducimos, trabajamos, cocinamos, paseamos. Por eso decimos escuchar música no es orar. Puede ser de gran ayuda la música y podemos pasar de escuchar música a orar, como podemos también pasar de la lectura espiritual a la oración; lo mismo, de escuchar una conferencia sobre un tema de fe a una oración. No obstante, es necesario dar un salto. Imaginad que estoy escuchando un canto al Espíritu Santo y me siento bien, me ayuda, me da paz. Ese canto dice: «Espíritu Santo, necesito más de Ti». Después de ese canto podrá venir otro canto, y voy enlazando cantos, me uno a los sentimientos del canto y me están proporcionando paz, alegría, y yo canto también. Pero eso todavía no es orar.
Y claro que está bien -muy bien- escuchar cantos cristianos, escuchar Radio María, escuchar conferencias sobre Dios... Y todo esto va capacitándonos, limpiando nuestro vaso interior. Nos convertimos en lo que frecuentamos.
Oro cuando me detengo ante una palabra y ya no son los sentimientos del autor del canto, sino mis sentimientos los que pongo ante el Señor. Puede ser una sola palabra: MÁS. El Espíritu toma la iniciativa y me pone con insistencia: dame MÁS, necesito MÁS... Y mi espíritu entra en relación con Dios. Le pregunto ¿Señor, qué necesito de Ti? Dame lo que necesito. Y suscita en mi un deseo de saber MÁS de Dios, de escuchar. El canto ha sido un medio para encontrarme con Dios. La música sirve para calentar nuestro corazón, sensibilizarnos ante las cosas de Dios. El canto abrió mis labios, mis oídos mi corazón y ahora estoy ante mi Dios y me pongo a su disposición. El canto no puede responder por mí. Soy yo quien le digo a Dios: Más de Ti; mi vida hoy se abre a Ti y te entrego...
"Quien ha aprendido a amar la Vida Nueva sabe cantar el cántico nuevo. De manera que el cántico nuevo nos hace pensar en la Vida Nueva. Hombre nuevo, cántico nuevo, testamento nuevo... todo pertenece al mismo y único Reino" (San Agustín).
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32. Cántico de la Carta a los Efesios
Este Cántico es otro de los himnos, salmos y cánticos inspirados de los que habla S. Pablo en el capítulo 5, versículo 19, de esta misma Epístola a los Efesios.
En una célebre carta de Plinio -gobernador de una de las provincias romanas- a su emperador, Trajano, se describe a los cristianos como un grupo de hombres que, «en un día determinado, se reúnen y entonan un himno a Cristo, como a su Dios». De hecho, en los libros del Nuevo Testamento encontramos algunos fragmentos que, muy probablemente, son los himnos a los que se refería Plinio. San Pablo, en más de una ocasión, exhorta a los fieles a que, además de los salmos, entonen «himnos espirituales» a Dios. Uno de ellos es, sin duda, este de la Carta a los Efesios.
Cada semana, la Liturgia de las Vísperas propone a la Iglesia orante este solemne himno de apertura de la carta a los Efesios, el texto que acaba de proclamarse. Pertenece al género de las berakot, o sea, las «bendiciones», que ya aparecen en el Antiguo Testamento y tendrán una difusión ulterior en la tradición judía. Por tanto, se trata de un constante hilo de alabanza que sube a Dios, a quien, en la fe cristiana, se celebra como «Padre de nuestro Señor Jesucristo». Por eso, en nuestro himno de alabanza es central la figura de Cristo, en la que se revela y se realiza la obra de Dios. En efecto, los tres verbos principales de este largo y compacto cántico nos conducen siempre al Hijo.
Nuestro Cántico contiene cuatro bendiciones o alabanzas a Dios Padre:
1) Porque ya antes de crear el mundo, nos ha bendecido, contemplándonos como formando un solo cuerpo en la persona de Cristo.
2) Porque esta predestinación se ha realizado de una manera admirable: ha hecho de nosotros hijos suyos.
3) Porque esto es consecuencia de su sabiduría y prudencia infinitas: es por la sangre de Cristo que nos ha perdonado nuestros pecados.
4) Porque, finalmente, por esta su intervención, Dios nos ha revelado el plan de salvación oculto al principio: recapitular en Cristo, a través de su infinita perfección, todas las deficiencias que, por culpa nuestra, pudieran tener los hombres y toda la creación.
Dios «nos eligió en la persona de Cristo» (Ef 1,4): es nuestra vocación a la santidad y a la filiación adoptiva y, por tanto, a la fraternidad con Cristo. Este don, que transforma radicalmente nuestro estado de criaturas, se nos ofrece «por obra de Cristo» (v. 5), una obra que entra en el gran proyecto salvífico divino, en el amoroso
«beneplácito de la voluntad» (v. 6) del Padre, a quien el Apóstol está contemplando con conmoción.
El v. 6 habla del Hijo como de su «Amado», «su querido Hijo», y Col 1,13 habla del traslado «al reino de su Hijo querido». Pero, por razón de nuestra unión con Él, en Cristo el Padre nos ama a nosotros, y en nosotros a Cristo. En Cristo se funda toda la plenitud de nuestra vida sobrenatural, y compartimos los derechos que Cristo tiene como Hijo de Dios por naturaleza; somos, por eso, «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rm 8,17). Nuestra condición de hijos de Dios se ha hecho realidad al ser incorporados a Cristo por el bautismo, pero aquí en la tierra todavía no es patente, ni ha llegado a su estado perfecto. Éste se conseguirá con la resurrección y glorificación del cuerpo (Rm 8,23); entre tanto tiene el carácter de algo preparatorio y lleva en sí la posibilidad de alcanzar el pleno desarrollo así como la de perderse.
De todo lo dicho se desprende que, en Pablo, filiación divina designa la relación especial en que está con respecto a Dios Padre el hombre redimido por Cristo, agregado a una existencia sobrenatural. Una relación tal no tiene ningún paralelo en el orden natural; de ahí que tampoco en el lenguaje natural sea posible hallar un punto de comparación que permita dar idea exacta de todo lo que este concepto implica. Los autores bíblicos escogieron la expresión «hijo de Dios», porque, sin ser la más perfecta, es la que mejor traduce lo que nuestra relación con Dios tiene de indescriptible. En la elevación a la condición de hijos de Dios se basa la dignidad y la nobleza divina del cristiano, a ella debe el fiel toda la riqueza de su vida sobrenatural y la íntima unión con su Dios.
Después del de la elección («nos eligió»), el cántico designa el don de la gracia: «La gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo». En griego, tenemos dos veces la misma raíz -charis y echaritosen- para subrayar la gratuidad de la iniciativa divina que precede a toda respuesta humana. Así pues, la gracia que el Padre nos da en el Hijo unigénito es manifestación de su amor, que nos envuelve y nos transforma. Esta gracia se «se ha prodigado sobre nosotros» (v. 8). Estamos ante una expresión de plenitud, de exceso, de entrega sin límites y sin reservas.
Así llegamos a la profundidad infinita y gloriosa del misterio de Dios, abierto y revelado por gracia a quien ha sido llamado por gracia y por amor, al ser esta revelación imposible de alcanzar con la sola dotación de la inteligencia y de las capacidades humanas. «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2,9-10).
El «misterio de la voluntad» divina tiene un centro que está destinado a coordinar todo el ser y toda la historia, conduciéndolos a la plenitud querida por Dios: es «el designio de recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1,10). En este «designio», en griego oikonomia, o sea, en este proyecto armonioso de la arquitectura del ser y del existir, se eleva Cristo como jefe del cuerpo de la Iglesia, pero también como eje que recapitula en sí «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra». La dispersión y el límite se superan y se configura la «plenitud», que es la verdadera meta del proyecto que la voluntad divina había preestablecido desde los orígenes.
Estamos ante un grandioso fresco de la historia de la creación y de la salvación, sobre el que profundiza san Ireneo, Doctor de la Iglesia del siglo II, en su tratado Contra las herejías. Para la fe cristiana -dice Ireneo- «no hay más que un solo Dios Padre y un solo Cristo Jesús, Señor nuestro, que ha recapitulado en sí todas las cosas. En esto de "todas las cosas" queda comprendido también el hombre, esta obra modelada por Dios, y así ha recapitulado también en sí al hombre; de invisible haciéndose visible, de inasible asible, de impasible pasible y de Verbo hombre» (III, 16, 6: Già e non ancora, CCCXX, Milán 1979, p. 268).
Por eso, «el Verbo de Dios se hizo carne» realmente, no en apariencia, porque entonces «su obra no podía ser verdadera». En cambio, «lo que aparentaba ser, era eso precisamente, o sea, Dios recapitulando en sí la antigua plasmación del hombre, a fin de matar el pecado, destruyendo la muerte, y vivificar al hombre; por eso eran verdaderas sus obras» (III, 18, 7: ib., pp. 277-278). Se ha constituido Soberano de la Iglesia para atraer a todos a sí en el momento justo.
Con el espíritu de estas palabras de san Ireneo oramos: ¡Sí, Señor, atráenos a Ti, atrae al mundo a Ti y danos la paz, tu paz!
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33. El canto silencioso de José
San José alaba al Señor y proclama su Gloria desde el silencio, con su actitud, con su obrar obediente... Es el canto silencioso de José. En su Carta Apóstólica "Patris Corde", el Papa Francisco profundiza en este aspecto y en otros muchos de la persona de José, como su condición de humilde trabajador, su disposición a cumplir la voluntad de Dios o su identidad de hombre justo.
En los cuatro Evangelios, Jesús es reconocido como “el hijo de José”. Especialmente Mateo y Lucas ofrecen importantes destellos de la gran misión que le fue encomendada. Dice el Papa que San José fue un padre y esposo en salida, un auténtico misionero.
Hay un aspecto que sobresale en San José. Es su relevancia como testigo de la Salvación. Y es que, después de la travesía de Nazaret a Belén, él ve nacer al Mesías en un pesebre, adorado con sencillez por los pastores y los Magos. De esta manera, José se erige en maestro de la contemplación. No es ajeno a todo ello que sea el titular de no pocos conventos de Carmelitas Descalzas y patrono de la propia Orden. Así, Dios se fijó en un hombre humilde, un padre de familia para encomendarle la sublime tarea de cuidar y ver crecer a su hijo unigénito.
Somos conscientes, con estos detalles, de la infinita confianza que Dios Padre depositó en José. El signo más elocuente de esta relación es el encargo que Dios le transmite en sueños para ponerle nombre: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Francisco explica cómo este gesto es sinónimo de pertenencia. Así que Dios se vale de San José para elegir el nombre de Jesús, una decisión cuyo eco alcanza a toda la humanidad y por todos los tiempos.
Para Francisco, el personaje de San José se eleva como un padre amado. Para ello se apoya en la afirmación de San Juan Crisóstomo, conforme al cual: “entró al servicio de toda la economía de la Encarnación”, siendo padre de Jesús y esposo de María. José hizo de su vida sacrificio y servicio a favor del misterio de la Encarnación, utilizando la autoridad legal que le correspondía, en la Sagrada Familia, para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo.
San José es Padre en la ternura. Ya hemos visto que José amó a Jesús con corazón de padre -”patris corde”-. El Para ilumina una cualidad que puede pasar desapercibida ante la grandeza de José. Y es que el gran Santo nos demuestra que Dios “puede actuar a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad”. Es ésta una característica notable, pues es reflejo de que la grandeza de Dios con frecuencia se revela precisamente valiéndose de la pequeñez.
José, Padre en la acogida: un contrapunto a la violencia psicológica, verbal y física tan frecuente en nuestros días. Y lo hace desde una impresionante nobleza de corazón, que le lleva a aceptar a María sin condiciones. San José no sé violenta. No necesita explicaciones. Sólo actúa. Actúa acogiendo. Su dimensión se agiganta en la acogida de María y del fruto de su vientre, Jesús.
Por eso José es un santo para quien no importan las apariencias; se fija exclusivamente en la voluntad de Dios. Francisco prefiere hablar sabiamente de “valentía creativa”. Sí, tuvo miedo e incertidumbre, pero confió. Se abandonó a la voluntad del Dios que puede todo. San Pablo lo explica señalando que “sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios”; “aún lo que llamamos mal”, apostilla San Agustín.
Es padre trabajador y obediente. Trabaja desde la sombra, sabiendo ceder el protagonismo a Jesús y a su Madre María. Pocas cosas hoy se echan en falta tanto como la labor callada y fuera de los focos. Esa asunción voluntaria de la tarea encomendada sin buscar el éxito mundano ni el reconocimiento. San José es un grande de la historia, escogido por Dios para la más delicada misión: cuidar de sus tesoros, Jesús y María. “Levántate, toma contigo al niño y a su madre” (Mateo 2, 13). Por eso, iconográficamente, San José, con su vara, ocupa el vértice de las imágenes de la Sagrada Familia. Sin José, no habría Sagrada Familia, icono de la Trinidad en la historia humana.
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34. El Cántico de Moisés
Este Cántico -uno de esos himnos, salmos y cánticos inspirados de los que habla S. Pablo en Ef 5, 19- está en el capítulo 15 del libro del Éxodo, del versículo 1 al 18. Es el primero y el más celebre de los cánticos del Antiguo Testamento utilizados por la liturgia cristiana (salmo responsorial a la tercera lectura de la Vigilia Pascual). En la liturgia eterna, es el Cántico de los Vencedores (Ap 15, 2-4. cfr Ap 14, 2-3).
Este himno de victoria, propuesto en las Laudes del sábado de la primera semana, nos remite a un momento clave de la historia de la salvación: al acontecimiento del Éxodo, cuando Israel fue salvado por Dios en una situación humanamente desesperada. Los hechos son conocidos: después de la larga esclavitud en Egipto, ya en camino hacia la tierra prometida, los hebreos habían sido alcanzados por el ejército del faraón, y nada los habría salvado de la aniquilación si el Señor no hubiera intervenido con su mano poderosa. El himno describe con detalle la insolencia de los planes del enemigo armado: «perseguiré, alcanzaré, repartiré el botín...» (Ex 15, 9).
Pero, ¿qué puede hacer incluso un gran ejército frente a la omnipotencia divina? Dios ordena al mar que abra un espacio para el pueblo agredido y que se cierre al paso de los agresores: «Sopló tu aliento y los cubrió el mar, se hundieron como plomo en las aguas formidables» (Ex 15, 10).
Son imágenes fuertes, que quieren expresar la medida de la grandeza de Dios, mientras manifiestan el estupor de un pueblo que casi no cree a sus propios ojos, y entona al unísono un cántico conmovido: «Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré» (Ex 15, 2).
El Cántico no habla sólo de la liberación obtenida; indica también su finalidad positiva, la cual no es más que el ingreso en la morada de Dios, para vivir en comunión con él: «Guiaste con misericordia a tu pueblo rescatado; los llevaste con tu poder hasta tu santa morada» (Ex 15,3). Así comprendido, este acontecimiento no sólo estuvo en la base de la alianza entre Dios y su pueblo, sino que se convirtió también en un
«símbolo» de toda la historia de la salvación. Muchas otras veces Israel experimentará situaciones análogas, y el Éxodo se volverá a actualizar puntualmente. De modo especial aquel acontecimiento prefigura la gran liberación que Cristo realizará con su muerte y resurrección.
Por eso, nuestro himno resuena de un modo especial en la liturgia de la Vigilia pascual, para destacar con la intensidad de sus imágenes lo que se ha realizado en Cristo. En él hemos sido salvados, no de un opresor humano, sino de la esclavitud de Satanás y del pecado, que desde los orígenes pesa sobre el destino de la humanidad. Con él la humanidad vuelve a entrar en el camino, en el sendero que lleva a la casa del Padre.
Esta liberación, ya realizada en el misterio y presente en el bautismo como una semilla de vida destinada a crecer, llegará a su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo vuelva glorioso y «entregue el reino a Dios Padre» (1 Co 15,24). Precisamente a este horizonte final, escatológico, la Liturgia de las Horas nos invita a mirar, introduciendo nuestro cántico con una cita del Apocalipsis: «Los que habían vencido a la bestia cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios» (Ap 15, 2-3).
Al final de los tiempos se realizará plenamente para todos los salvados lo que el acontecimiento del Éxodo prefigura y la Pascua de Cristo ha llevado a cabo de modo definitivo, pero abierto al futuro. En efecto, nuestra salvación es real y profunda, pero está entre el «ya» y el «todavía no» de la condición terrena, como nos recuerda el apóstol san Pablo: «Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rm 8, 24).
«Cantaré al Señor, sublime es su vitoria» (Ex 15, 1). Al poner en nuestros labios estas palabras del antiguo himno, la Liturgia de las Laudes nos invita a situar nuestra jornada en el gran horizonte de la historia de la salvación. Este es el modo cristiano de percibir el paso del tiempo. En los días que se acumulan unos tras otros no hay una fatalidad que nos oprime, sino un designio que se va desarrollando, y que nuestros ojos deben aprender a leer como en filigrana.
Los Padres de la Iglesia eran particularmente sensibles a esta perspectiva histórico- salvífica, pues solían leer los hechos más destacados del Antiguo Testamento -el diluvio del tiempo de Noé, la llamada de Abraham, la liberación del Éxodo, el regreso de los hebreos después del destierro de Babilonia,...- como «prefiguraciones» de eventos futuros, reconociendo que esos hechos tenían un valor de «arquetipos»: en ellos se anunciaban las características fundamentales que se repetirían, de algún modo, a lo largo de todo el decurso de la historia humana.
Por lo demás, ya los profetas habían releído los acontecimientos de la historia de la salvación, mostrando su sentido siempre actual y señalando la realización plena en el futuro. Así, meditando en el misterio de la alianza sellada por Dios con Israel, llegan a hablar de una «nueva alianza» (Jr 31, 31; cf. Ez 36, 26-27), en la que la ley de Dios sería escrita en el corazón mismo del hombre. No es difícil ver en esta profecía la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo y realizada por el don del Espíritu. Al rezar este himno de victoria del antiguo Éxodo a la luz del Éxodo pascual, los fieles pueden vivir la alegría de sentirse Iglesia peregrina en el tiempo, hacia la Jerusalén celestial.
Así pues, se trata de contemplar con estupor siempre nuevo todo lo que Dios ha dispuesto para su pueblo: «Lo introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, Señor; santuario, Señor, que fundaron tus manos» (Ex 15, 17). El himno de victoria no expresa el triunfo del hombre, sino el triunfo de Dios. No es un canto de guerra, sino un canto de amor.
Haciendo que nuestras jornadas estén impregnadas de este sentimiento de alabanza de los antiguos hebreos, caminamos por las sendas del mundo, llenas de insidias, peligros y sufrimientos, con la certeza de que nos envuelve la mirada misericordiosa de Dios: nada puede resistir al poder de su amor...
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35. Claves para una música ungida por el Espíritu
Tocar instrumentos, tener buena voz o saber música no significan más que una predisposición. No cualifican de por sí para servir al Señor a través de la música. Como en cualquier otro ministerio, lo fundamental es la llamada del Señor y nuestra respuesta de conversión y entrega. La unción no es un elemento estético sino espiritual. No puede aprenderse en ningún conservatorio. Los que cantamos y tocamos para el Señor, debemos -primero- escucharlo mucho, adorarlo y vivir en humildad.
1) La música es sierva de la Palabra, no señora
Canto nuevo, música ungida... el carisma de la música y el canto es un don -entre los múltiples y variados que el Señor nos regala- para enriquecer y construir la comunidad. La música tiene pues su papel importante en toda celebración litúrgica o en cualquier reunión de oración. Pero no debemos olvidar qué es lo esencial en una reunión de cristianos: "la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y las oraciones" (Hch 2, 42). La música es servidora, no señora; servidora de la Palabra, de la Oración, de la Comunión... no la dejemos usurpar un lugar que no le corresponde. Estemos atentos para rechazar toda idolatría: la música es canal, no fuente.
Una imagen nos ayuda a visualizar esta verdad. Imaginemos una casa grande, con muchas estancias. La sierva va con ropaje adecuado a sus trabajos, la señora va con otro tipo de vestidos. Las distinguimos perfectamente. Es la señora la que marca, señala, indica, da instrucciones; y la sierva está pendiente de esas indicaciones y es diligente para cumplirlas. Así la música, como sierva de la Palabra de Dios, siendo fiel a ella, se convierte en una colaboradora por excelencia pues imprime a la Palabra fuerza y consolida su acción en nuestros corazones. Por eso el músico Cristiano se pone a disposición del acto que se va a celebrar, sea una Eucaristía, una Adoración, un Grupo de Oración, un Acto Penitencial... y se somete a las indicaciones eclesiales o a las propias de la Asamblea para servir a la Comunidad. De este modo, la música brilla porque resalta, da unción, hace vibrar, eleva hacia Dios. Todas las habilidades de un siervo no están en función de sí mismo, sino para servir a los demás. Así, la música sirve animando los corazones de los fieles, fortaleciendo la fe, la esperanza y el amor, y no es ella en sí misma la protagonista.
Para San Agustín, "si queremos dar Gloria a Dios, necesitamos ser nosotros mismos los que cantamos, no sea que nuestra vida tenga que atestiguar contra nuestra lengua. Sólo se puede cantar a Dios con el corazón cuando nos hemos rendido a El, esto es, que hemos aceptado su plan de salvación y buscamos su voluntad, tomando en serio su Palabra, cuando lo amamos. Bien se dice que el cantar es propio del que ama; pues la voz del que canta no ha de ser otra que el fervor de Amor".
2) Cantar y tocar con el corazón entregado a Dios
Cantar en el Espíritu es cantar más con el corazón que con la voz. Es expresar el amor de Dios que "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". Es un canto nuevo que surge de hombres y mujeres nuevas, renovados y renovadas por el poder de la Sangre de Jesús, por el poder de su muerte y resurrección. Cantar y tocar para el Señor de este modo supone ser dóciles al Espíritu Santo, entregando a Dios todo el corazón, aceptando vivir y actuar en el Señorío de Cristo.
John Wesley, resumía en cinco reglas sus indicaciones en relación a este don del canto (Obras completas de John Wesley, vol. 14, pág. 346):
1. Que todos canten.
2. Cantad alegremente y con ánimo.
3. Cantad humildemente, para cantar unidos y en armonía.
4. Cantad al mismo ritmo.
5. Sobre todo, cantad espiritualmente. Dirigid vuestra mirada a Dios en cada una de las palabras que cantéis. Procurad agradar a Dios más que a vosotros mismos o que a cualquier otra criatura. Para ello, centraos sólo en lo que estáis cantando y velad para que vuestros corazones no se aparten de Él a causa de la música, sino que a través de ella sean ofrecidos a Dios.¡Éste es el canto que el Señor aprueba!
Este último punto sintetizaría también toda la doctrina de los Padres de la Iglesia: cantar con el corazón, ésta es la actitud fundamental para cantar al Señor.
El canto es algo consagrado a Dios. Podemos -a menudo lo hacemos- profanar un canto. ¿Cómo? Cantando al Señor por el simple placer de cantar, por desahogarnos, cantando mecánicamente, sin pensar en la letra... es decir cantando un canto a Dios como un canto profano. Algunas personas incluso, son capaces de charlar con las de al lado mientras la asamblea canta. ¿Se atreverían a hacerlo cuando alguien está orando?. Los cantos son oraciones cantadas, palabras realzadas por una melodía. A fuerza de cantarlos muchas veces pueden perder poco a poco su significado. Por eso es bueno, en ocasiones, no cantar.- escuchar e interiorizar el texto en silencio, revivirlo.
Podemos comparar nuestro servicio al Señor a traves de la música, nuestro ministerio, con un puente...
Un buen puente: Sería un medio de unión, de acercamiento y de comunicación de Dios al hombre y del hombre a Dios. Cuando un puente funciona como debe, los pasos del hombre son más seguros. Cuando un ministerio de música funciona bien, la asamblea camina con más seguridad.
Un mal puente: Es el caso del hombre que construye su casa (servicio) sobre arena (Lc 6, 48-49). Este servicio se torna débil e incluso peligroso. El ministerio no proyecta a Dios: se proyecta a sí mismo. El pueblo no llega a Dios tan fácilmente, se queda en el puente, porque le faltan piezas tan fundamentales como humildad, sometimiento, discernimiento, oración, vida sacramental, vida eclesial...
No hay puente (no hay ministerio): El hombre sí puede entrar en comunicación con Dios sin la ayuda de la música y del canto, pero el camino de la asamblea es más laborioso y difícil al no utilizar este puente tan accesible.
3) La música y el canto son para la unidad del Cuerpo de Cristo
"El canto que los cristianos elevan para expresar su fe en el Señor todos han de comprenderlo, sentirlo y ser capaces de aprenderlo, identificándose con él. El canto se convierte en símbolo de la Iglesia porque todos participan en él y este símbolo de unidad debe cuidarse prioritariamente a otras cosas. Si se convierte en motivo de la más sutil división, puede perder su fuerza como testimonio de fe y de amor" (S. Juan Crisóstomo).
El Señor nos ha hecho "colaboradores suyos" (1ªCor 3, 9). Como dice Monseñor Uribe Jaramillo, "Dios salva en la Iglesia y por la Iglesia. Como instrumentos que somos, tenemos que aportar algo; en la medida que nos capacitemos, mayor será nuestra colaboración con Dios. Esto nos debe servir para recibir los carismas con gratitud, pero también para ver cómo respondemos con el fin de que crezca su eficacia en nosotros... El plan de Dios es que todo crezca en nosotros. Cuando termina el crecimiento, empieza a obrar la muerte. También lo carismas deben crecer mediante nuestra colaboración. Un carisma es siempre perfecto en sí, pero su mayor o menor manifestación depende de nuestra correspondencia".
El don supremo es el amor. Y todo don es para la unidad del Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Todo ha de ser para su edificación. La música y el canto, o son servidores y constructores de la unidad... o no son nada.
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36. Nuestro servicio debe favorecer el canto de la Asamblea
San Ambrosio de Milán escribe : "El canto de la comunidad cristiana es accesible para ser entonado por todos; es la voz del pueblo, himno de todas las edades, de todos los sexos, de todas la clases y estados de vida. El canto que los cristiano elevan para expresar su fe en el Señor, todos han de comprenderlo, sentirlo e identificarse con él".
Un Ministerio de Música, un coro... no son para que el resto de la asamblea calle. La música es algo de todos; nada puede sustituir al canto en común. Mientras toda esta renovación de la música y el canto -por muchas y buenas que sean sus aportaciones y novedades- se quede al margen de la vida normal de los grupos y comunidades, de asambleas y celebraciones, no conseguirá su verdadero propósito. El propósito de Dios es siempre el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, su edificación y su expresión. Sólo el Cuerpo de Cristo da sentido a un Ministerio de Música: un cuerpo resucitado que cantará el cántico nuevo delante del trono y del Cordero (Ap 5, 8).
Por otra parte, en toda asamblea litúrgica, en toda oración comunitaria, ha de existir un equilibrio entre la palabra, el canto y el silencio. De este último, dice Fernando Palacios, un gran pedagogo musical: "En música, él es el rey; todos acatan su ley". Es verdad, el silencio da sentido y valor al canto y a la palabra. El silencio es, por un lado, un momento específico de la celebración; pero, por otro, es también una cualidad de la celebración, una realidad espiritual en donde la palabra y la música encuentran un ambiente propicio y eficaz. Escribe L. Deiss: "El silencio no hace ni crea una celebración litúrgica. Los cristianos no nos reunimos para saborear juntos un silencio comunitario logrado a la perfección. Sin embargo, toda celebración debe dar lugar al silencio y se trata de un elemento de primera importancia".
El Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1157) afirma que el canto y la música cumplen su función de signos de una manera tanto más significativa cuanto "más estrechamente estén vinculadas a la acción litúrgica" (SC112), según tres criterios principales: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea en los momentos previstos y el carácter solemne de la celebración. Participan así de la finalidad de las palabras y de las acciones litúrgicas, la gloria de Dios y la santificación de los fieles (cf SC 112): "¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia, que suavemente cantaba! Entraban aquellas voces en mis oídos, y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas".
Teniendo en cuenta todo esto, cualquier servicio musical, cualquier coro, tiene la función de acompañar, conducir, realzar el canto de todos... y debe evitar transformarse en el centro de atención. Es verdad que puede haber algún momento en el que el coro -o un miembro del coro- interprete en solitario un canto; pero, en general, lo que hace el coro es servir, guiar el canto de la Asamblea. En este sentido, es muy útil que alguien dirija el canto del coro y de la Asamblea.
También es conveniente, de una manera regular, enseñar nuevos cantos. Me refiero a enseñarlos de manera explícita, no esperar solo que la Asamblea los aprenda a base de repetirlos. De esta manera se aprenden -a veces- mal y muy lentamente. Es interesante y conveniente ensayar los cantos, preparar los cantos con la Asamblea.
Hay coros que repiten siempre unos poquitos cantos; otros, que cada domingo introducen cantos nuevos. Pues ni lo uno ni lo otro. No importa repetir el mismo canto varias veces o cantarlo con cierta frecuencia; pero también hay que mantener la enseñanza de cantos nuevos, enriqueciendo poco a poco el repertorio. A veces, por la inercia de no repetir, podemos cantar cantos inadecuados y, en el mejor de los casos, cantos desconocidos que hacen que la Asamblea no pueda unirse al canto. Por lo tanto, equilibrio entre conservar e innovar.
Ayuda mucho a la Asamblea el uso de diversas alternancias en el canto, como por ejemplo: coro-Asamblea, solista-Asamblea, varones-mujeres, una mitad de la Asamblea-otra mitad. Lo mismo con el uso de los instrumentos: no usar siempre, en todos los cantos, todos los instrumentos. En esto también es bueno variar, ser sensibles a cada tiempo litúrgico, equilibrar.
Dice Teilhard de Chardin que la música nos aporta "el sentimiento de una gran presencia". Podríamos señalar cuatro aspectos en los que la música construye, ayuda, sirve a una Asamblea, a una comunidad orante:
· Nos une en la alabanza y la adoración.
· Nos abre y nos predispone a la escucha.
· Nos facilita a todos la posibilidad de expresar actitudes interiores, experiencias espirituales (a veces mucho mejor que con palabras).
· Nos enseña verdades espirituales, las graba en nuestra mente y en nuestro corazón.
La música no debe ser el rótulo luminoso de una oración o el fuego de artificio de una liturgia, sino el abono que poco a poco va aumentando el fruto de la comunidad.
“El canto que los cristianos elevan para expresar su fe en el Señor todos han de comprenderlo, sentirlo y ser capaces de aprenderlo, identificándose con él.” (S. Juan Crisóstomo).
El canto se convierte en símbolo de la Iglesia porque todos participan en él y este símbolo de unidad debe cuidarse prioritariamente a otras cosas. Si se convierte en motivo de la más sutil división, puede perder su fuerza como testimonio de fe y de amor".
La gloria de Dios es la comunión, la unidad de la Asamblea. Nuestro servicio musical debe dar frutos espirituales, frutos de comunión. Este será el termómetro, el signo. La verificación de que nuestro servicio a la Asamblea a través de la música y el canto es agradable a Dios: si ayuda a la gloria de Dios, a la santificación de los hombres, si da frutos carnales o da frutos espirituales; si lo que provoca es envidias, divisiones, rivalidades, celos o provoca amor, paz, alegría, esperanza, comunio. Por lo tanto, el criterio final, como siempre, es el amor. He aquí la gloria de Dios.
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37. El Cántico de Zacarías
El Cántico de Zacarías o Benedictus formaría parte de esos himnos, salmos y cánticos inspirados de los que habla S. Pablo en Ef 5, 19.
Cuando fueron a circuncidar al hijo de Isabel y de Zacarías, querían ponerle el nombre de su padre, pero intervino la madre diciendo que se iba a llamar Juan; hay que suponer que ella sabría por su marido que el ángel había dicho que se tenía que llamar así. Preguntaron a Zacarías por señas, pues había quedado sordo y mudo, cómo quería que se llamase su hijo, y él confirmó por escrito lo dicho por su mujer y antes por el ángel. En el momento de escribir el nombre de «Juan», Zacarías recupera milagrosamente el habla. Y, en este momento, pronuncia el Benedictus, como acción de gracias y profecía de la suerte del hijo. Un temor religioso había sobrecogido a los vecinos y todos se preguntaban: «¿Qué va a ser este niño?». El evangelista Lucas confirma el juicio de los testigos: la mano de Dios, símbolo de poder y protección, se había posado desde el principio sobre aquel niño.
Este Cántico es entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza. Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1,68-79).
Con el nacimiento del Bautista se cumple de manera visible el mensaje del ángel a Zacarías. Al ir a circuncidar al niño, la gente propone que le impongan el nombre de su padre, pero Isabel, la madre, sin duda por lo que su esposo le habría contado de la aparición del ángel, resuelve que se llamará Juan, y otro tanto sentencia el padre, que estaba sordo y mudo, escribiéndolo en una tablilla cuando se lo preguntan por señas. Inmediatamente Zacarías vuelve a hacer uso del lenguaje y sus primeras palabras son el cántico de alabanza divina. La impresión producida por la visible intervención divina es un temor sagrado, «quedaron sobrecogidos», y la noticia se extiende por los alrededores. Lo sucedido en la circuncisión del niño da que pensar a cuantos se enteran y es interpretado como señal de su predestinación para alguna misión extraordinaria:
«¿Qué va a ser de este niño?». El evangelista añade un comentario que confirma la opinión del pueblo: la mano de Dios, símbolo de su protección y su providencia, actúa de manera visible desde un principio en la vida de aquel niño, venido al mundo ya en tan milagrosas circunstancias.
El Cántico de Zacarías muestra grandes semejanzas de ideas y sentimientos con el Magníficat. Al igual que éste, también el Benedictus se mueve totalmente dentro de la mentalidad del AT, quedando en el límite entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. El tema central es la misericordia de Dios y su fidelidad a su alianza. Al igual que el Magníficat es también el Benedictus, en su mayor parte, una compilación de pensamientos tomados del AT, de la que tampoco en este caso resulta una simple y hábil sucesión de reminiscencias vétero-testamentarias, sino una nueva unidad. También, como en el Magníficat, sus pensamientos son, aunque no en la misma medida, afirmaciones de carácter general, distinguiéndose de aquél en su referencia expresa a la persona y la futura misión redentora de su destinatario (Juan el Bautista,
vv. 76-77). Una diferencia con el Magníficat suponen también los rasgos judíos nacionalistas de su primera mitad (vv. 67-75).
La primera parte del himno (vv. 68-75) ensalza, al igual que el cántico de María, las grandes obras redentoras de Dios, que alcanzan su punto culminante en la misión del Mesías. La segunda (vv. 76-79) se vuelve al recién nacido hijo de Zacarías, cantando en proféticas palabras la tarea para la que Dios le ha destinado. Mientras que el Magníficat procede en su ideario de lo individual a lo general, de la persona de María «a la plenitud de la actuación divina», en el himno de Zacarías encontramos un orden inverso, lo cual radica, tanto en un caso como en el otro, en la situación respectiva de la persona que lo pronuncia. Zacarías queda lleno de Espíritu Santo, como antes Isabel (v. 41), en el momento de desatarse su lengua, y pronuncia su cántico en aquel estado de inspiración profética (v. 67).
El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura «profética» de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre.
El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases (cf. vv. 68-75; 76-79). Después de la introducción, podemos identificar en el cuerpo del cántico tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David (cf. vv. 68-71), la alianza con Abraham (cf. vv. 72- 76) y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo (cf. vv. 76-79). En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia.
El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: «Nos visitará el sol que nace de lo alto» (v. 78). La expresión, a primera vista paradójica porque une «lo alto» con el «nacer», es, en realidad, significativa.
En el original griego, el «sol que nace» es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica, ambas imágenes tienen un valor mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios (cf. Is 11,1-2).
Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1,9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades:
«En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4).
La humanidad, que está envuelta «en tinieblas y sombras de muerte», es iluminada por este resplandor de revelación (cf. Lc 1,79). Como había anunciado el profeta Malaquías, «a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos» (Ml 3,20). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.
Dios habla a Abrahán: «Por mí mismo juro... que por no haberme negado tu hijo, tu unigénito, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar, y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus enemigos» (Gn 22,16-17). Todo lo que obliga moralmente a los hombres a cumplir sus promesas, todo esto se dice de Dios: hizo promesas, cerró un pacto de alianza, incluso pronunció un juramento. Con el envío de Cristo cumple Dios aquello a que se había obligado. Los suspiros y clamores de los hombres no resuenan en el vacío. Dios los oye y los satisface en Cristo, que no es solamente el centro de todas las esperanzas humanas, sino también el centro de todos los designios divinos relativos a los hombres.
Cuando Israel es sustraído al poder de sus enemigos, queda libre para dedicarse al servicio de Dios. Puede servir a Dios en su presencia y con ello cumplir su misión sacerdotal que tiene que desempeñar entre los pueblos; porque Dios les dijo: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6). El Mesías procura al pueblo de Dios espacio y libertad para celebrar el culto divino. Pero este espacio libre lo rellena también con la adoración de Dios del final de los tiempos (cf. Jn 4,2-26).
«Ante todo, recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres: por los reyes y por todos los que ocupan altos puestos, para que podamos llevar una vida tranquila y pacífica con toda religiosidad y dignidad» (1Tim 2,1-2).
El servicio y culto divino consiste en santidad y justicia. El alma de la acción litúrgica es la entrega a la voluntad de Dios, una conducta santa. «Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo. E invócame en el día de la angustia; yo te libraré, y tú cantarás mi gloria» (Sal 49,14-15).
Beda el Venerable (siglo VII-VIII), en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: «El Señor (...) nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque, para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (...) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido».
Beda concluía así, dando gracias por los dones recibidos: «Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo (cf. Sal 33,2), porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1Pe 2, 9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección» (Omelie sul Vangelo, Roma 1990, pp. 464-465).
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38. El discernimiento de cantos
Conocer los caminos del Espíritu en cada momento y situación: esto es el discernimiento espiritual. Discernir significa distinguir; y también, elegir. Distinguir, decía San Ignacio, lo que viene del espíritu malo, lo que viene del espíritu del hombre y lo que viene del Espíritu de Dios. Elegir -fundamentalmente- entre lo que es de Dios y lo que no es de Dios.
El discernimiento es fundamental en todo ámbito de la Iglesia, también en la música y el canto. Se trata de tener una visión realmente espiritual, donde el criterio fundamental es que el canto sea aquello para lo que Dios lo ha creado: un puente, un vínculo entre Dios y su pueblo, entre su pueblo y Dios. Y desde esta visión, distinguir, elegir, decidir qué cantar, por qué, para quién, quiénes tocan y cantan, en qué momento... En todo esto se juega buena parte de nuestro servicio a Dios y a su Iglesia a través de la música y el canto.
Cuando nos ponemos a discernir, a elegir qué vamos a cantar, qué cantos emplear, en qué momentos, cómo cantarlos, si los canta solo el coro, un solista o si queremos que los cante toda la Asamblea, si cantamos todo el canto o solo una parte... cuando nos ponemos a discernir todas estas cosas, hemos de dejarnos guiar por el Espíritu y no simplemente por criterios humanos o "técnicos". Los cantos no son tapagujeros ni elementos de animación. Son oración, puente, manifestación de Dios. La música no debe ser el rótulo luminoso de una oración o el fuego de artificio de una liturgia, sino el abono que poco a poco va aumentando el fruto de la comunidad.
Desde esta perspectiva, el discernimiento de cantos es un don del Espíritu, que hemos de ejercitar -como todo don- con humildad y perseverancia, desde la Palabra de Dios y la Tradición de la Iglesia; no desde esquemas y hábitos mundanos o falsas concepciones basadas en el "aquí siempre se ha hecho así".
Y si el árbol se conoce por sus frutos, es bueno verificar el fruto de la música y el canto al servicio de una comunidad...
En Gál 5, Pablo nos habla de los frutos de la carne y los frutos del Espíritu. ¿Qué frutos dan nuestros cantos? ¿Cuál es el fruto de nuestro servicio musical? ¿Cuál es el fruto en el alma y en la vida de nuestros hermanos, de nuestra comunidad cristiana, empezando por el alma y la vida de nuestros músicos y cantores?
En el capítulo 16 de los Hechos de los Apóstoles leemos la interesante historia de Pablo y Silas en la prisión de Filipos:
"La gente se amotinó contra ellos; los pretores les hicieron arrancar los vestidos y mandaron azotarlos con varas. Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y mandaron al carcelero que los guardase con todo cuidado. Éste, al recibir tal orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo. Hacia la medianoche, Pablo y Silas estaban en oración cantando himnos a Dios; los presos les escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se conmovieron. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos. Despertó el carcelero y al ver las puertas de la cárcel abiertas, sacó la espada e iba a matarse, creyendo que los presos habían huido. Pero Pablo le gritó: "No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí." El carcelero pidió luz, entró de un salto y tembloroso se arrojó a los pies de Pablo y Silas, los sacó fuera y les dijo: "Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?". Le respondieron: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa." Y le anunciaron la Palabra del Señor a él y a todos los de su casa. En aquella misma hora de la noche el carcelero los tomó consigo y les lavó las heridas; inmediatamente recibió el bautismo él y todos los suyos. Les hizo entonces subir a su casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído en Dios" (Hch 16, 22-34).
El discernimiento de Pablo y Silas -en la prisión de Filipos- no fue permanecer en silencio, no fue tampoco explicar, defenderse, quejarse, protestar... ¡Fue entonar alabanzas a Dios! Por esos cantos y por la acción del Espíritu Santo el carcelero se convirtió con toda su casa. También hoy, si con un buen discernimiento, cantamos al Señor alabándolo con todo nuestro ser, dejando que derrame con poder su Espíritu Santo, veremos maravillas.
Es sorprendente ver cómo, cuando hay verdadero y buen discernimiento, aun con medios muy pobres, el Espíritu produce frutos espirituales inesperados y extraordinarios. Tenemos una buena muestra en los cantos de Pablo y Silas; no ha habido en la historia de la Iglesia un Ministerio de Música más pobre humana y musicalmente y, al mismo tiempo, con mayor poder evangelizador. Por contra, vemos en nuestras iglesias ejecuciones musicales perfectas que han requerido un esfuerzo inmenso de ensayos y que producen -sobre todo- efectos carnales como emoción artística, felicitaciones al coro... sin hablar de cosas menos hermosas como rivalidades, deseo de figurar, etc.
Por tanto, el discernimiento de cantos, el discernimiento sobre qué cantar, cómo hacerlo, en qué momento... ha de estar guiado por el dinamismo del Espíritu y no por criterios de gustos, conveniencias, consensos, costumbres; con una mirada espiritual, no meramente estética, de modo que nuestro canto sea, como dice S. Agustín "instrumento de justicia, vínculo de corazones, reunión de almas divididas, reconciliación de discordias, calma de los resentimientos e himno de la concordia"
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39. El discernimiento de cantos en la oración comunitaria
El Libro de los Hechos de los Apóstoles, en su primer capítulo, nos relata cómo, desde la resurrección de Jesús, los cristianos “perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14). Cuando los cristianos nos reunimos para orar se manifiesta la fuerza de Dios a través del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones y se hacen visibles sus frutos. La oración comunitaria nos edifica y crea relaciones fraternas más sólidas, porque compartimos una misma fe.
Porque la fe no es sólo un asunto personal. Somos comunidad y el canto es uno de los mejores signos de nuestro sentir común. Y ello, sin perder nada de la profundidad personal de cada uno y cada una. La educación individualista explica las reticencias que muchos sienten todavía por el canto, precisamente porque el cantar con otros nos hace salir de nosotros mismos y sumarnos a la celebración comunitaria. La Iglesia es una comunidad que, a través del canto común, se manifiesta en una única voz. Este sentir común es expresado y, a la vez, fortalecido por el canto de todo el pueblo. El canto del pueblo reunido es fundamental e insustituible. Es al pueblo a quien corresponde expresar su fe y responder a la Palabra anunciada con "himnos, salmos y cánticos inspirados" (Col 3, 16). El papel musical de animadores, cantores, instrumentistas, coro... es importante; pero siempre como parte integrante de la asamblea que celebra y canta. "Nada más festivo y más grato que una asamblea que, toda entera, expresa su fe por el canto. Por ello, se promoverá diligentemente la participación activa de todo el pueblo por medio del mismo" (Musicam Sacram 16).
El canto contribuye poderosamente a crear comunidad, uniendo e igualando a los miembros que cantan. Y las diferencias de edad, cultura, condición social, etc, quedan rebasadas. Lo explica S. Juan Crisóstomo: "Habla el profeta y todos respondemos, todos mezclamos nuestra voz a la suya. Aquí no hay esclavo, ni libre, ni rico, ni pobre, ni príncipe, ni súbdito. Lejos de nosotros estas desigualdades sociales. Formamos un solo coro. Todos formamos parte igualmente en los santos cánticos, y la Tierra imita al Cielo. Tal es la nobleza de la Iglesia. Y no se dirá que el dueño canta con seguridad y que el siervo tiene la boca cerrada; que el rico hace uso de su lengua y que el pobre no; que el hombre tiene derecho a cantar y la mujer debe permanecer en absoluto silencio. Investidos de un mismo honor, ofrecemos todos un común sacrificio, una común oblación... una sola voz de distintas lenguas se eleva al Creador del universo" (Homilía 5, 2) .
Una reunión de un Grupo de Oración, una Vigilia, un Acto penitencial, una Adoración, un Vía crucis, un Acto mariano, un tiempo de oración con jóvenes, una oración con catequistas... Todos estos momentos son de oración comunitaria. En algunos de ellos la estructura ya está fijada; en otros, debemos crear una estructura. El objetivo siempre es buscar que no sea una oración personal vivida al lado de otros; juntos corporalmente, pero lejos espiritualmente; se trata de que sea una verdadera oración de la comunidad creyente.
Nuestro servicio, desde la música, a esta oración comunitaria ha de estar guiado por un criterio fundamental: que el canto sea puente, vínculo entre Dios y su pueblo, entre su pueblo y Dios. Y. desde esta visión, hemos de discernir, elegir, decidir qué cantar, quiénes tocan y cantan, en qué momento... Por eso, el primer factor a tener en cuenta para discernir es la Asamblea, el pueblo, la comunidad a la que se dirige el canto; la comunidad que canta, la comunidad que escucha. No podemos discernir un repertorio, no podemos discernir una estructura, un tipo de coro o de Ministerio de música, independientemente de la Asamblea; porque, al final, lo que estamos haciendo, el sentido de nuestro servicio, es un servicio al Pueblo de Dios, a una Asamblea, a una comunidad concreta del Pueblo de Dios. Y, en relación a esa Asamblea concreta, organizamos todo lo demás.
Y hay tres elementos, como tres pilares, sobre los que construimos la oración comunitaria: palabra, silencio, música.
Cualquier oración comunitaria debe empezar con una motivación, exhortación, unas palabras que nos ayuden a situarnos en lo que vamos a vivir. Son importantes estas palabras porque ayudan a que nos sintamos incluidos y no excluidos. Pues en un acto comunitario, todos los que están allí delante del que dirige estas primeras palabras, tienen que sentirse acogidos, sentir que todos vamos a ser participantes y no espectadores. Y estas palabras deben trasmitir que lo que vamos a vivir es un Encuentro con Dios. Aquí ha de estar el canto y la música como canal del Espíritu Santo: abriendo puertas y corazones, acogiendo, incluyendo, levantando...
La Palabra de Dios debe ser el centro de la oración comunitaria. Ella es la fuente. Es muy importante elegir bien esta Palabra. Esta Palabra no es leída, sino proclamada y después necesita un silencio en el corazón y un “eco” para que vayan abriendo nuestros corazones.
Es Palabra viva, espada que entra en nuestra alma y nos da vida. Para discernir esta Palabra se tendrá en cuenta el tiempo litúrgico, el sentido de la oración que nos han pedido, si es una oración celebrativa, penitencial, si es una oración de principio de curso… Y la música como servidora de la Palabra, abriéndole paso, dándole alas: la Palabra hecha canto, un canto que proclama verdades eternas.
El silencio es el espacio que le dejamos al Espíritu Santo para actuar, para hablarnos, para escuchar en lo profundo de nuestro corazón. Frecuentemente, el diálogo con Dios es ante todo tema de silencio, lo que, de por sí, no es muy gratificante. Sin embargo, Santa Teresa nos dice que es en el silencio en donde se encuentra el alma disponible, en el abandono a la confianza y a la fe. Ahí se puede encontrar a Dios. El silencio se convierte en fuente de dónde puedo beber.
Un momento clave es después de que se proclama la Palabra. Hemos de dejar un espacio a Dios que viene a nosotros. Después de un canto profundo de oración, dejamos que en el silencio siga haciendo resonar en la Asamblea, en cada corazón, ese canto.
Es importante la participación de cada uno de los que estamos en el Encuentro de Oración. Los cantos son un medio privilegiado para favorecer e integrar esta participación. Nuestro discernimiento ha de promoverla y facilitarla.
El Espíritu Santo se derrama en la oración del pueblo y se manifiesta en sus frutos: unidad, armonía, amor fraterno, paz, alegría. “Yo os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-20).
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40. El discernimiento de cantos en la Eucaristía
La Eucaristía, el santo sacrificio de la Misa, significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios, por las que la Iglesia es ella misma. En la Eucaristía encontramos la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres damos a Cristo y -por Él- al Padre. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, los ministerios eclesiales, las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y se ordenan a ella.
El discernimiento es fundamental en todo ámbito de la Iglesia, también en la música y el canto. Se trata de tener una visión realmente espiritual, donde el criterio fundamental es que el canto sea aquello para lo que Dios lo ha creado: un puente, un vínculo entre Dios y su pueblo, entre su pueblo y Dios. Y desde esta visión, distinguir, elegir, decidir qué cantar, por qué, para quién, quiénes tocan y cantan, en qué momento... En todo esto se juega buena parte de nuestro servicio a Dios y a su Iglesia a través de la música y el canto.
Para quien ejerce el ministerio de música en la Eucaristía es importante contar con algunos criterios objetivos para discerrnir aquellos cantos que respondan realmente a la celebración y a la asamblea que está celebrando. Tres criterios fundamentales:
a) Criterio litúrgico
Cuál es el carácter de esta celebración: en qué tiempo litúrgico estamos, qué Evangelio se proclama, etc. La naturaleza misma de la liturgia nos ayuda a determinar qué clase de música se pide, qué partes deben preferirse para cantar y quién debe cantarlas en cada parte. En los tiempos fuertes (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua) hay que tener muy en cuenta elegir los cantos que ayuden a los fieles a entrar en los sentimientos que piden estos tiempos.
b) Criterio musical
Es buena la música del canto que vamos a elegir, desde el punto de vista técnico, estético y expresivo.
c) Criterio pastoral
A este criterio lo podríamos llamar también “criterio del sentido común". La pregunta clave aquí es: este canto, que es bello en lo musical y apropiado en lo litúrgico, ¿puede ser cantado con fruto hoy, aquí, por este ministerio de música y por esta asamblea? Hay que evitar en este punto dos extremos: cantar siempre los mismos cantos “porque son los que sabe la gente”: se perdería así mucha riqueza; y el otro extremo de “cantar siempre cantos nuevos”, porque la asamblea no llega a conocerlos ni aprenderlos, y entonces la celebración se transforma en una exhibición o un recital de un grupo de cantores.
Como medio para ampliar el repertorio de las comunidades, cada domingo se podría ir incorporando algún elemento nuevo (no varios a la vez, sino uno sólo: un cordero, un aleluya, etc) y que se lo repita en los domingos siguientes.
La Ordenación General del Misal Romano enseña en su número 37 que hay cantos que son en sí mismos ritos, como por ejemplo el “Gloria”, el salmo responsorial, el “Aleluya”, el “Santo” y algunos otros. También este mismo número explica que hay cantos que acompañan un rito, como lo son el canto de entrada, de la presentación de las ofrendas y el de comunión. Debemos respetar estos tiempos y no extender los cantos más de lo necesario. El canto de entrada, por ejemplo, tiene la función de acompañar la procesión de entrada; debe extenderse lo que dura la procesión de los ministros y la incensación del altar (cuando la hay). Una vez terminado este rito, el canto de entrada debe concluir. Otro ejemplo es el canto de comunión: debe durar lo que dura la distribución de la comunión a los fieles, no debe prolongarse hasta la purificación de los vasos sagrados.
La segunda parte del número 40 de la Ordenación General del Misal Romano (OGMR) dice así: “Al determinar las partes que en efecto se van a cantar, prefiéranse aquellas que son más importantes, y en especial, aquellas en las cuales el pueblo responde al canto del sacerdote, del diácono o del lector, y aquellas en las que el sacerdote y el pueblo cantan al unísono”.
Una primera conclusión que podemos sacar de este breve párrafo es que no siempre se ha de cantar todo. El canto en la celebración de la Misa exige una gradualidad. No todas las celebraciones son igual de importantes. El canto nos permite subrayar aquellas que lo son más. De esta manera, se convierte en uno de los principales medios de participación litúrgica de la asamblea. Imaginemos, por ejemplo, que en una misa ferial –entre semana– del Tiempo Ordinario cantásemos absolutamente todo. ¿Cómo podríamos distinguir entonces el Domingo, que dentro de la semana es la celebración litúrgica principal?
Hay, por tanto, una gradualidad en las celebraciones. Y no sólo es la semana la que nos la marca, sino también los tiempos litúrgicos. Así, por ejemplo, un domingo de Cuaresma, que es un tiempo de preparación para la Pascua, no puede tener los mismos elementos cantados que un domingo del Tiempo Pascual, donde celebramos aquello para lo que nos hemos estado preparando.
También el calendario, es decir, las fiestas de los santos, tiene una gradualidad propia –memorias, fiestas, solemnidades– y nos invita a subrayar más con el canto las celebraciones que de por sí tienen una mayor importancia. No se trata de solemnizar la celebración, en el sentido de añadir algo externo para hacerla más espectacular o rimbombante. Por el contrario, se trata de utilizar el canto para favorecer la participación de los fieles en las celebraciones. De lo contrario, estaremos utilizando el canto meramente como un concierto, como un elemento externo a la celebración, y no es eso lo que la liturgia precisa.
La segunda conclusión que extraemos del número 40 de la OGMR es que hay una escala de importancia entre las distintas partes de la Eucaristía. No se trata de cantar todo, indiscriminadamente, o elegir de forma aleatoria unas partes de la misa. Nos dice el número 40 que en la misa hay partes más importantes que otras a la hora de decidir qué se ha de cantar y qué no. ¿Cuáles son? El número responde que son aquellas en las que hay un diálogo entre el sacerdote –o el diácono– y el pueblo, y aquellas que el sacerdote y el pueblo cantan al unísono. El número se está refiriendo a los cantos que se llaman del ordinario de la misa: el Señor, ten piedad, el Gloria, el Santo y el Cordero de Dios. Esos son los cantos que, para favorecer la participación de la asamblea, deberíamos tener siempre asegurados.
La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia; contiene al propio Cristo, nuestra Pascua. La Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe. Por la celebración eucarística nos unimos ya a la Liturgia del Cielo y anticipamos la vida eterna, cuando Dios será todo en todos. En la eternidad, al final de la historia de la humanidad, el canto permanecerá como una de las ocupaciones de los huéspedes del Cielo.
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41. ¿Cualquier letra con cualquier música?
La música es un lenguaje universal. Todos podemos entenderlo: la melodías nos mueven, las letras nos inspiran... En un canto, letra y música constituyen una unidad que da como resultado una composición final: una experiencia que puede ser personal o de equipo.
No debería haber dicotomía entre música y letra. Ambas son importantes en una canción, en un canto. Sin la melodía, la letra pierde esa chispa, ese ambiente que le da sentido; sin la letra, la melodía no tiene dirección y pierde de esa potencia que le da el sonido de las palabras así como su significado. No es lo mismo decir “na na na” que decir “te amo”.
Aunque, por extraño que parezca, algunas de las mejores piezas de música escritas a través de los tiempos están completamente desprovistas de letra de cualquier tipo. Desde las Variaciones Goldberg de Bach y los conciertos para piano de Mozart, hasta las sinfonías de Beethoven y los preludios de Debussy. Hay demasiadas obras maestras de música instrumental en lo que llamamos música clásica para mencionarlas todas aquí. Esto a su vez se ha traducido en música instrumental contemporánea como el tecno, ciertos géneros de jazz o incluso piezas de heavy metal llenas con solos de guitarra largos y complejos que parecen un sustituto de cualquier parte vocal. Entonces, ¿qué tiene de especial la letra? ¿Es el sonido de la voz humana independientemente de las palabras mismas? ¿Es el mensaje detrás de esas palabras?
¿O es la combinación perfecta entre música y letra? La música y la letra se complementan, y la canción es más grande que la suma de sus partes: la resonancia emocional creada por esta combinación es algo tan atractivo que trasciende cualquier tipo de explicación lógica.
Todos podemos recordar canciones que hemos escuchado y se nos han quedado grabadas en nuestro interior. Sus palabras, notas, intervalos, silencios... hacen que nos sintamos identificados con lo que oímos y suscitan un vínculo que nos hace evocar experiencias, emociones y sentimientos inspiradores. En el caso de la música cristiana, esto tiene que ver siempre con una experiencia de fe: algo se mueve en nuestra alma, en nuestra relación con el Dios vivo, con el Espíritu Santo que toca alguna fibra de la criatura que somos nosotros... Dios, encarnado en Jesús, se encuentra con nosotros.
¿Cómo empezar una canción? ¿Qué viene primero a la hora de crear una canción: la música o la letra? Comenzar la creación de una canción de distintas maneras produce canciones completamente diferentes. Si el proceso es diferente, obtendremos diferentes resultados. Cada una de estas formas tiene sus limitaciones en la creación, pero a la vez nos da ciertas libertades y nos inspira a crear cierto tipo de canción.
· Comenzar por la letra nos da libertad a la hora de escribir, no estamos ajustados a la melodía o los compases de la canción y podemos usar las silabas o rimas que queramos además del mensaje que queramos dar en la letra. El ambiente, ritmo y el sentido de la canción vienen dados por el ritmo de las silabas. Comenzar por la letra, suele producir letras mas complejas, con un mejor contenido...
· Empezar por la melodía nos da libertad musical. La letra de la canción se ajusta al ritmo de la melodía y de la canción, adquiere el sentido y sentimiento de la música y luego se lo enfatiza. Los géneros como el Rock y el Pop comienzan por la melodía. En realidad, es fácil de reconocer qué canciones empezaron por la melodía cuando podemos tararearla y la canción sigue siendo identificada. Por ejemplo, «Cumpleaños feliz».
· Empezar por el título: El titulo nos sugiere mucho, puede determinar el ambiente, el tema y nos da una dirección para la letra y la melodía.
· Comenzar por una frase: Similar a comenzar por el titulo, utilizar una frase es otra de las formas más frecuentes de hacer una canción. De una frase muy simple puede surgir una gran canción.
Dicho todo esto, en nuestro servicio musical como dicípulos misioneros hemos de tener muy presente la profunda interrelación entre la música y la letra de un canto: no podemos juntar cualquier letra, cualquier frase de la Escritura, con cualquier música... sin tener muy en cuenta y discernir bien cuál es el sentido, el objetivo, el ámbito en el que la canción resultante va a ser empleada. Esto es especialmente delicado en la música litúrgica.
Aprovechar -por ejemplo- una melodía conocida y exitosa comercialmente, para versionarla con una letra muy piadosa y profunda y utilizar la canción resultante para la oración comunitaria o una celebración litúrgica, con el pretexto de que la gente cante con más motivación y agrado...no sería, en principio, una buena opción.
Música y letra está llamadas a constituir un todo indivisible: oración, puente, canal, manifestación de Dios. La música refuerza el poder evangelizador de la Palabra, la música pone alas a la Palabra y se convierte en un arma de luz y verdad. Mediante la palabra hecha canto, el poder del Espíritu Santo se abre camino para actuar en el corazón que le necesita y le busca. Y, de este modo, un canto puede ser, como dice S. Agustín, "instrumento de justicia, vínculo de corazones, reunión de almas divididas, reconciliación de discordias, calma de los resentimientos e himno de la concordia".
La unción de un canto, lo que este canto transmite espiritualmente, no se deriva de la música o por la letra aisladamente, sino de un conjunto complejo y delicado. Estamos en una época en donde todo pareciera que está al revés. Una época banal, en la que que todo tiene que ser inmediato, en la que no se respetan los debidos procesos y se apuesta a resultados no solo inmediatos, sino vacíos por falta de consistencia. Ha dicho hace poco Joan Manuel Serrat: “La música es una casa muy grande. Lamentablemente, a la buena música solo le permiten pasar por una ventana muy pequeña en la parte posterior de esta casa”. Tenemos que ampliar esa ventana y convertirla en un ventanal enorme. Es importante crear, cantar y tocar desde la luz, iluminar nuestros espíritus desde la belleza, porque, como decía Platón, «creer en la luz es hermoso, especialmente, de noche».
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42. Cantos centrados en mí y cantos centrados en Dios
Dice Francisco de Asís: "¡Que toda nuestra vida sea siempre una canción!". Y canta, salta y baila para Dios, proclamando "¡El sentido de la vida es cantarte y alabarte!". Lo mismo Ignacio de Loyola. Para él, el principio y fundamento de toda acción de un cristiano, de toda actividad espiritual, de cualquier discernimiento, es alabar, bendecir y rendir homenaje al Señor.
Ante nuestra incapacidad de expresar a Dios, nos entregamos con e! canto, como si fuésemos flautas que suenan sólo cuando pasa por ellas el viento del Espíritu. El Espíritu Santo es quien alaba en nosotros al Eterno, al Soberano de todo, al Padre, al Cordero. "Es el Espíritu Santo (decía Adán de San Víctor, un cristiano de la Edad Media) quien dispone en nuestros corazones y forma en nuestras lenguas los sonidos del canto". Este es el misterio del canto: el espíritu del hombre... animado, tocado, soplado por el Espíritu de Dios. «Y entonaban un cántico nuevo»(Ap 5, 9).
Tras el Vaticano II, abundan los cantos eran asamblearios, destinados a ser cantados en una comunidad, en una celebración; como cuerpo de Cristo, de pueblo de Dios. Era importante resaltar los elementos de nuestra fe. «Somos un pueblo que camina», «Alrededor de tu mesa», «Pueblo de Reyes». son cantos que tienen una música de himno, de marcha; están pensados para que los cante un pueblo. Nos trasmiten fuerza y pertenencia a un cuerpo.
Comienzan a llegar también cantos misioneros, de anuncio, de envío. "Sois la semilla", "Anunciaremos tu Reino, Señor", que nos impulsan a mantener viva nuestra fe y a avivar el sentido de la misión que tenemos, una vez terminada la Celebración.
A finales de los setenta surge en España la Renovación Carismática, con un don especial para la Iglesia a través de la música. Pasados casi 50 años, vemos la repercusión que esta música ha tenido y tiene en nuestra Iglesia. Parroquias, coros, grupos de música que nada tienen que ver con la Renovación. cantan sus cantos.
Un fruto de la Renovación Carismática ha sido sacar a la luz cantos centrados en Dios... Entre ellos, cantos que pertenecen al patrimonio de los santos y que son canales de gracia. Cantos que nos ponen ante UNO que es camino, verdad y vida y nos llevan al encuentro con el Viviente: JESUCRISTO.
En los últimos años proliferan los cantos que expresan los sentimientos y emociones que el poeta, el orante, vive en la presencia de Dios. Podríamos decir que el creyente se explaya en torno a lo que siente ante la grandeza de Dios y nos cuenta su estado de ánimo. Lo que Dios produce en Él. Y, por supuesto que son experiencias de gozo, de esperanza, de fortaleza, de consuelo Estamos inmersos en una cultura, en un tiempo y no nos podemos evadir de ella, somos fruto de esa cultura. Hoy vivimos en una cultura de poner en valor los sentimientos y emociones.
Una función de nuestra música al servicio del pueblo de Dios es, por decirlo así, cambiar el ambiente, el clima de la asamblea, el aire que nos rodea y respiramos: de las frías rachas del subjetivismo y el emotivismo a la brisa suave de la confianza en la verdad, al viento recio de la proclamación de la fe; ¡Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre! Cantos que nos hablan de una manera potente de quién es Dios, qué hace y cómo actúa.
Si un canto se centra en mis sentimientos y emociones, quizás no tenga mucho recorrido; ha servido al compositor, cantante o poeta para expresar o desahogar su corazón ante Dios, pero no resistirá el paso del tiempo, porque se queda corto.
El proceso es partir del sentimiento que trae a mi corazón la Presencia del Santo y llevarme a poner la mirada en quién es Él.
Veamos ahora tres cantos -tres oraciones cantadas- como referencia concreta:
Nada te turbe. Solo Dios basta.
Nos está situando en una realidad cambiante, llena de dificultades, cada uno la que tenga en ese momento, pero nos lanza más, allá, más arriba, hacía Dios y nos pone delante un Dios que da sentido a tu vida. Imagino a una persona sentada en un banco de una iglesia, encerrada en sus problemas y sufrimientos. Dios puede acercarse a ella a través de otra persona que llega y le habla, le dice algo es muy parecido a lo que dice este canto. O quizás no haya allí nadie, ningún amigo, ninguna persona, pero escucha este canto. Su corazón no queda impasible. Dios está actuando a través de estas palabras y esa música que me dicen quién es Dios, cómo es y dónde está. Hay una fuerza que me lanza a tener fe, a poner alas a mi vida cansada, quizás donde no veo salida. Nada te turbe, solo Dios basta.
Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame.
La oración, el canto, nos saca de nuestra necesidad y nos eleva a Cristo. Hace que nuestra mirada se pose en la Cruz con una intención de recorrer la Pasión de Cristo para rescatarnos en la situación que estemos viviendo, en el aquí y ahora de nuestra vida. Es un Cristo real, nos lleva más allá de la imagen que estemos contemplando y nos ayuda a vivir el sufrimiento, la impotencia, las heridas, ante Jesús que se ha convertido en la Cruz en fuente para todos nosotros. Aquel que es más fuerte que la muerte. También en este canto resuena un TODO: Dios todo lo puede. Y un NADA: Nada es imposible para Él.
Gloria a Jesús el Señor, al Cordero de Dios, al nombre sobre todo Nombre...
El canto nos lleva a Cristo. Nos impulsa a levantarnos del asiento y a cantar la Gloria de Dios. Cantado en comunidad se multiplica la fuerza de la Palabra y nos hace vivir lo que proclamamos.
Una vez más, estos términos: TODA RODILLA SE DOBLE. En toda la Tierra, en todo rincón de nuestro corazón hay un Nombre que todo lo puede, que todo lo cambia, que todo lo hizo nuevo.
Los frutos de estos cantos, de estas oraciones cantadas verifican su unción por el Espíritu Santo. Son cantos centrados en Dios, no en mí.
San Gregorio Nacianceno nos muestra cuál ha de ser la esencia, la raíz espiritual de nuestro canto:
Oh Tú, "el más allá de todo".
¿Cómo llamarte con otro nombre?
¿Qué himno te puede cantar? Ninguna palabra te expresa.
¿Qué espíritu puede comprenderte? Ninguna inteligencia te entiende. Sólo Tu eres inefable:
Cuanto se dice ha salido de Ti. SóIo Tu eres incognoscible:
Cuanto se piensa ha brotado de Ti.
Todos los seres te alaban
los que hablan y los que guardan silencio. Todos te rinden pleitesía,
los que piensan y los que no lo hacen El universal deseo, el gemido de todos tiende a Ti.
Cuanto existe te suplica
y quien contempla el universo te eleva un himno en su silencio
Únicamente en Ti permanece todo
y de Ti, con un mismo impulso, todo procede. Tú eres el fin de todo.
Tú eres el único.
Tú eres cada uno y no eres ninguno. No eres un sólo ser;
no eres el conjunto de todo
Tú concentras todos los nombres,
¿Cómo podría yo nombrarte?
Tú eres el único que no se puede nombrar Ten piedad, Oh Tú, "el más allá de todo".
Cantar es lo que haremos durante toda la eternidad (Ap 5, 9-13). Dice Alfred Hüen, teólogo y musicólogo evangélico: "La música es el único arte que se practicará en el Cielo. Pero no tenemos necesidad de esperar al más allá: aquí y ahora, la Iglesia anticipa su vocación futura y eterna cantando alabanzas a Dios. ¡Que el Señor nos enseñe a cantar sus alabanzas sobre la tierra hasta que las cantemos en el Cielo!".
El canto implica a todo nuestro ser. Es un medio excepcional para desconectamos de nuestro propio mundo (nuestros pensamientos y preocupaciones) y centrarnos sólo en el Señor. Con frecuencia somos egocéntricos incluso en nuestras oraciones; volvemos a lo nuestro una y otra vez. El canto dirige nuestra atención sólo hacia Dios... "Sed vosotros mismos -nos dice S. Agustín- el canto que vais a cantar".
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43. Cantad al Señor un cántico nuevo
En el salmo 96, el salmista nos invita a cantar un cántico nuevo: «Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la Tierra». No se trata de una novedad cronológica respecto del pasado. Esta novedad quiere expresar lo inédito, lo irrepetible, lo nunca visto... al estilo del profeta Isaías: “Y ahora te revelo cosas nuevas, secretos que tú no conoces. Son cosas de hoy, no de ayer; hasta ahora no las escuchaste Así no podrás decir: ya me las sé” (Is 48, 6-7).
¿Quién será capaz de cantar este cántico nuevo? Sólo aquel que tenga un corazón nuevo: "¡Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar!", dice S. Agustín. Y continúa: «Amas y callas; pues bien, el amor es voz que se dirige a Dios y el mismo amor es el cántico nuevo».
El canto en nuestras asambleas cristianas, tan lleno de riquezas, carecería de valor y de consistencia si no estuviese animado por el cántico interior del corazón del cual es expresión y donde tiene su fuente. El culto agradable a Dios brota del corazón. El canto en espíritu y en verdad enlaza la oración con la vida. Nuestra música es para expresar el Amor con todo el corazón y con toda el alma.
Además del canto expresado por nuestros labios, existe un cántico interior que resuena en lo profundo del corazón humano. "Sin voz también es posible cantar, con tal de que resuene interiormente el espíritu. Pues cantamos no para los hombres sino para Dios, que puede escuchar nuestros corazones y penetrar en la intimidad de nuestra alma" (S. Juan Crisóstomo). El cántico interior no está en oposición con el canto vocal; al contrario, es el alma y el verdadero contenido de éste. "¡ Alabemos al Señor nuestro Dios no solamente con la voz, sino también con el corazón... La voz que va dirigida a los hombres es el sonido; la voz para Dios es el afecto" (S. Agustín).
En la liturgia, el canto exterior calla a menudo para la proclamación de la Palabra, para las oraciones y para el silencio sagrado; pero el cántico interior no debe cesar jamás. En concreto, en el salmo responsorial el/la salmista nos pone la Palabra de Dios en los oídos y en los labios; la escuchamos y participamos con la antífona. Mientras el oído escucha al salmista, el corazón debe continuar cantando internamente.
La terminación de la asamblea y de sus cantos no debe hacer callar ese cántico interior. Pues no basta con cantar las alabanzas de Dios; hace falta la vida. San Agustín nos dice: "Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar (...)Os exhorto, hermanos, a alabar a Dios. Pero alabad con todo lo que sois, es decir, que no sólo alabe a Dios vuestra lengua y vuestra voz, sino también vuestra conciencia, vuestra vida, vuestras obras... Por tanto, hermanos, no os preocupéis simplemente de la voz cuando alabáis a Dios; alabadle totalmente: que cante la voz, que cante la vida, que canten las obras (...) ¿Quieres que la alabanza resulte agradable a tu Dios? No juntes al buen canto la estridencia de tus malas costumbres. Los que alabáis, ¡vivid bien! Él se fija más en tu vida que en el sonido de tu voz".
El canto de la vida ha de unirse al canto de los labios. No sólo para que de ese modo sea la alabanza de toda la persona, sino para que se pueda experimentar verdaderamente aquello que se dice en el canto. De nuevo nos enseña Agustín: "No podréis experimentar qué verdadero es lo que cantáis si no empezáis a obrar lo que cantáis. Empezad a obrar y veréis lo que estoy diciendo. Entonces fluyen las lágrimas a cada palabra. Entonces se canta el salmo y el corazón hace lo que se canta en el salmo. Porque los oídos de Dios atienden al corazón del hombre. Muchos son atendidos estando sus bocas en silencio y otros muchos no son escuchados a pesar de sus grandes clamores".
La Palabra de Dios cantada continúa presente en la vida del cristiano. Si el cántico interior no se apaga, los cantos seguirán resonando fuera de los muros de las iglesias como un eco vivo y una prolongación espiritual de nuestra oración en nuestras vidas.
En este salmo 96, el salmista invita al pueblo a cantar... y a contar, narrar, proclamar a todos los pueblos los portentos que Dios ha hecho en Israel. Este pueblo que ha creído en Dios no ha encerrado la fe en su corazón y la ha guardado bajo llave. La ha afirmado ante todas las naciones. Como María, la madre de Jesús, proclamó a los cuatro vientos lo que Dios había hecho en ella. El salmista invita a todos los pueblos a la alabanza del Señor. Israel es un pueblo que ha gozado, ha disfrutado en la alabanza. Alabar a Dios ha sido su hermosa tarea. Y siempre que el pueblo ha salido de sí mismo, de sus intereses personales y materialistas, y se ha dedicado a Dios, ha experimentado un gozo indescriptible. De ese gozo, de esa experiencia, quiere hacer partícipes a todos los pueblos.
Los dioses de entonces y nuestros ídolos de ahora son todos de barro (v. 5-6). El verdadero Dios ha hecho los cielos mientras que los dioses son hechura humana. Como dice el profeta Isaías, «su tierra está llena de ídolos: adoran a la obra de sus manos, a lo que hicieron con sus dedos» (Is 2,8).
El salmista invita a los pueblos a llevar ofrendas. El hecho de traer ofrendas significa un acto de reconocimiento. Y nos preguntamos: ¿Qué tipo de ofrendas agradarán a Dios? A esta pregunta nos contesta San Agustín: «¿Qué cosa hay que llevar entrando en los santos atrios? ¿Llevaremos bueyes, cabras, ovejas? No, ciertamente. Pero como nos recomienda el salmo 51: llevaremos un corazón humilde. Si entran llenos de orgullo, entrarán vacíos».
Después de haber invitado a los pueblos y a sus familias, el salmista invita a todas las criaturas irracionales a cantar y alabar a Dios. Invita al cielo, a todos los astros: el sol, la luna y las estrellas. Invita a la tierra: sus hierbas, sus flores, sus frutos. El salmista invita a cantar a la creación entera, pero quiere que cada uno cante según su voz, su estilo, su carisma propio. Todos se sienten instrumentos en esta gran orquesta de la creación. y todos al unísono, bendicen y alaban a su Creador.
Dios tomará las riendas del poder y regirá el orbe con justicia. Llegará un día en el que reine Dios con su fidelidad. En él hay siempre una palabra que se cumple, que se hace realidad. El hombre es infiel a lo que dice. Sus palabras son pajas que se lleva el viento. Pero en Dios la palabra es más que palabra. Es suceso, es acontecimiento, es realidad. Y, porque Dios gobierna con fidelidad, puede el hombre fiarse plenamente de Él.
«Cantad al Señor un cántico nuevo». Señor, a Ti te va lo nuevo. Nosotros, los humanos, nos topamos cada día con el muro de la vejez. Lo nuestro es lo cansado, lo aburrido, lo repetido. Lo tuyo es el estreno, la sorpresa, la novedad. Tu Palabra nos habla de un vino nuevo, de un vestido nuevo, de una masa nueva, de una alianza nueva, de una vida nueva, de un cántico nuevo.
Cantar un cántico nuevo significa vivir en el amor. Es el amor lo único que no cansa, que no aburre, que no envejece. Se repiten las mismas palabras, se cantan los mismos versos, pero el tono siempre es nuevo, siempre es distinto.
“Alégrense el cielo, goce la tierra, retumbe el mar...». La alegría que canta el salmista comienza aquí en la Tierra. De esta alegría participan las hierbas, los árboles, las flores, los frutos. De esta alegría participa el fuerte viento y la dulce brisa; el trueno y el relámpago; el aguacero y la lluvia suave que empapa la tierra y la fecunda. La alegría llega hasta el cielo. Alcanza al sol, la luna y una pléyade inmensa de estrellas y galaxias. El mar, que en otras ocasiones es causa de terror, ahora se estremece de júbilo. Todas las criaturas cantan: las del cielo, las de la tierra y la de los abismos. Pero cada uno tiene notas distintas. Entre todas se forma un concierto inefable, una melodía maravillosa, a la que yo me uno como hijo de Dios, su heredero... criatura humana a quien Tú, Señor, has sometido todo y has coronado de gloria y dignidad.
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44. Perseverar en nuestro servicio en la música
«Hermanos, poned cada vez más ahínco en ir ratificando vuestro llamamiento y elección. Si lo hacéis así, no fallaréis nunca; y os abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (1Pe 1, 11).
Comenzar una carrera, del tipo que sea, siempre será relativamente fácil comparado con el reto de terminarla y no darse por vencido. En nuestro camino como creyentes hasta llegar a la presencia del Señor... sucede lo mismo.
En la Palabra de Dios encontramos muchos ejemplos de personas que no se dieron por vencidas a pesar de los obstáculos, las situaciones adversas o de sus propias debilidades. De igual modo nosotros, como hijos e hijas escogidos y amados por Dios, estamos llamados a vivir perseverando en todo aquello que nos mantiene unidos a Él, en la oración y en el servicio a los hermanos.
Servir no es una opción, sino una llamada firme de parte de Dios para todos sus escogidos. El servicio es el reflejo de la vida misma de Cristo; por tanto, debemos ser imitadores de Él en todo: “El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28).
El servicio nos lleva a poner nuestra atención en las necesidades de otros, lo cual nos mantiene alejados del egocentrismo y nos ayuda a fomentar el amor como vínculo perfecto. “Servíos unos a otros por amor” (Gál 5,13). El servicio nos aleja del orgullo y la autosuficiencia pues nos vamos dando cuenta de que hay cosas que sólo podremos hacerlas en el poder que viene de Dios. Y es que si el Señor no construye la casa... en vano nos cansamos los trabajadores.
El Espíritu Santo da a quien quiere el don de servir a la comunidad en la música y los cantos (1Cor 12, 11). En función de este servicio, se forman los ministerios musicales, teniendo en cuenta, más aún que el buen oído, la voz sonora y la formación musical, la sensibilidad y docilidad al Espíritu; más que la destreza técnica, la humildad, la unción y la entrega al Señor.
Hay personas a las que Dios llama a este servicio y se resisten a ello; por miedo a comprometerse no crecen espiritualmente, sin conocer ni cumplir el plan de Dios para su vida de servicio a la comunidad. La vida espiritual de un ministerio musical es la que lo hará capaz de transmitir el mensaje de Dios.
Como en cualquier otro ministerio, lo fundamental es la llamada del Señor y nuestra respuesta de conversión y entrega. La unción no es un elemento estético sino espiritual; no puede aprenderse en ningún conservatorio. Los que cantan y tocan para el Señor tienen que escucharlo mucho, adorarlo y vivir en humildad.
A pesar de las dificultades, vale la pena continuar con tu ministerio musical como discípulo misionero, como discípula misionera… Te animo a perseverar, a persistir en la llamada que has recibido para servir a la Iglesia a través del canto y la música.
Este ministerio es una llamada que has recibido de Dios. Este debería de ser uno de los motivos más relevantes en nuestra vida; el hecho que Dios nos ha hecho una llamada muy especial para servirlo a través de la música.
El servicio perseverante da sentido a tu vida. Nos permite trazarnos metas claras, sabemos que hay un propósito de ayudar a otros y transmitir nuestra experiencia de fe a través de la música y eso le da aliento y orientación a nuestra vida, nos motiva nuestra lucha, en el combate espiritual. Porque, como dice S. Pablo en su Carta a los Efesios (Ef 6, 12), "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas."
Dios te confía la maravilla de transmitir su Amor a través de la música. Con frecuencia, las palabras y los gestos se quedan cortos para expresar el amor de Dios en nuestros corazones, llegado cierto momento la música nos permite transmitir nuestro amor a Dios de maneras diferentes y profundas es como "orar dos veces"; además es un medio de evangelización que no tiene bloqueo alguno puesto que la música permea lo profundo del corazón del hombre.
Dios te hace instrumento de salvación. El servir en cualquier ministerio, el ser discípulos misioneros, nos hace instrumentos de salvación para muchos hermanos que carecen de fe y esperanza de vivir. La música puede llegar a ser un salvavidas, he sabido de muchos testimonios donde la música ha permitido evitar suicidios y malas decisiones.
Por medio del servicio en la música se fortalece tu vida espiritual. Al cantar y servir con la música, nos acercamos a las riquezas que vienen de Dios y su Palabra; la Palabra hecha música nos fortalece, nos da vida, nos anima.
La música te permite llegar a los no creen. La música atraviesa las fronteras de credos, culturas y razas. Es impresionante como personas que dicen no ser creyentes son tocados por la música de Dios, por la música aque anuncia a Cristo, por la música ungida por el Espíritu.
Sireviendo al Señor como discípulos misioneros, en este ambito del canto y la música, podemos vivir ya las primicias del Cielo en la Tierra. Cuando leguemos a la plenitud de Dios lo que haremos será alabar por siempre a la Santa Trinidad. O sea, que lo que hacemos ahora en nuestra entrega en el canto y la música no es sino adelantar lo que haremos en la Eternidad de Dios.
En medio de momentos duros, circunstancias difíciles, enfermedades, duelos, heridas… yo te animo, hermano/a, en tu servicio musical, te animo en el nombre del Señor: pon cada vez más ahínco en ir ratificando tu llamamiento y elección… y se te abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (1Pe 1, 11).
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45. Llegar a Dios a través de la música
John tenía en sus manos todas las características para ser un músico, un compositor o un productor musical de primer orden. Nació en St. Louis, Missouri, lo cual ya casi le hace llevar en la sangre el blues y el jazz. Un lugar donde los mejores músicos norteamericanos han vivido, en donde maduraron o en donde han tenido algunos de sus mejores éxitos. Además, John estudió Producción musical en Nashville, Tennessee, la “Ciudad de la música”. Sin embargo, Dios se le hizo el encontradizo una noche estrellada, junto a un lago, y le hizo una propuesta mucho más prometedora: seguirle de cerca como sacerdote. Hoy, el hermano John Klein sigue vinculado a la música tocando en las calles de Roma, promoviendo sus canciones en las redes sociales, grabando algún disco y, siempre que puede, y suele poder muchas veces, tocando en encuentros juveniles, adoraciones eucarísticas y allí en donde quieran escuchar su música evangelizadora.
Ya ha terminado teología y, si todo va bien, se ordenará sacerdote en breve. Klein ha dedicado un tiempo para hacer un breve repaso sobre la relación tan importante que hay entre música y evangelización para este aspirante al sacerdocio: “Para mí es muy clara cuál es mi vocación: lo primero ser santo, un santo religioso y un sacerdote Legionario de Cristo. Esto es lo que más deseo y espero con interés. Me visualizo como sacerdote escuchando confesiones, celebrando la misa, predicando… No hay nada más importante que esto, pero también es verdad que la música es una herramienta que me ayuda a predicar y enseñar a otros cómo es de grande y emocionante el amor de Dios y la misión a la que nos invita”.
“Dios me ha dado este don –explica el religioso- y por eso lo utilizaré tan a menudo como pueda. Todos nuestros dones y talentos deben ser puestos al servicio de Cristo y de la misión, y es allí donde se encuentran su cumplimiento y perfección”.
En realidad, le preguntamos, esto es algo que ya hace ahora: “Bueno, sí. Cada jueves toco en una Hora Santa para jóvenes, en inglés, en el centro de Roma. La Hora Santa y el apostolado se llaman Upper Room. Y también participo en unas misiones callejeras en Roma: las llamamos Street Faith y en ellas la música es una oportunidad para establecer contacto con la gente, hablar de Cristo e invitarles a pasar a una iglesia en la que pueden hacer un rato de adoración, confesarse, hablar con algún sacerdote… Es llevar la fe a la calle”.
No es algo nuevo en él, antes de entrar en el seminario, en Nashville, tuvo una fructífera relación con grupos musicales protestantes. En aquella época, sin dejar de ir a Misa, comenzó a asistir a sus estudios de la Biblia. Allí empezó a tener contacto con la música cristiana: “Aquellos jóvenes tenían un amor más sincero a Cristo que yo, así como un enorme valor a la hora de vivir su fe en público. Empecé a escribir y tocar música cristiana con algunos amigos bautistas que había hecho e, incluso, les acompañé en alguna gira Nashville y Mississippi”.
Es lo que dijo Dostoievski en su día, y lo que repite el H. John: “Creo que la belleza tiene una muy poderosa fuerza evangelizadora. La Belleza no te fuerza, siempre es una invitación suave. Cada amanecer, cada noche estrellada, cada cascada o montaña nevada es una amable invitación a levantar nuestras mentes en busca de nuestro creador. También dan testimonio de la ternura y la bondad de Dios. Lo mismo se aplica a las artes humanas. A través de la pintura, la escultura, la danza, la música… tratamos de imitar y perfeccionar la belleza que se descubre en la naturaleza”.
Para este religioso, la música es un potente transmisor de la belleza y una forma de conectar con Dios: “Si ves una presentación de diapositivas con las imágenes de tu último viaje de vacaciones, seguro que trae buenos recuerdos. Pero si las ves con música, los recuerdos vienen a tu mente de una manera emocionante y completamente nueva”. “La música añade otra dimensión –nos explica con interés este músico religioso-: nos conecta a la dimensión espiritual de nuestra naturaleza, y allí descubrimos a Dios dentro de nosotros”.
“Mi misión es llevar a Cristo a los demás y la música es una de las herramientas que Dios me ha dado para llevar a cabo esa misión”, señala con convencimiento. Algo que vive especialmente con los jóvenes: “La música ayuda a los jóvenes. Les inspira para encontrarse con Cristo y para seguirlo de una manera más profunda. Además, la música es una gran herramienta para romper el hielo con aquellos que están más lejos de Dios”.
Es algo que vive constantemente: “Toco en un montón de horas santas a las que me invitan. Me gusta, porque la música prepara el alma para la oración, relajándolo y levantándolo a Dios. Sucede algo maravilloso: la música se mezcla con la oración vocal delante de la Eucaristía. Es una combinación poderosa que puede ser un catalizador para ayudar a los chicos a experimentar el amor de Cristo de una manera más profunda”.
Pero no todo es adoración. John también compone para quienes están más alejados de Dios: “Escribo canciones sobre mis experiencias de la vida y de Dios. Las toco durante los retiros o en momentos en que estoy con gente que no es cristiana o que no va habitualmente a la Iglesia. Muchas personas, después de escuchar, se abren y empiezan a hablar contigo, se rompe el hielo y comienza la conversación. Es todo un método de preevangelizacion”.
Le hemos preguntado que por qué conecta tan bien la música con los jóvenes, y nos responde que “la música es algo emocionante, dinámico, energizante, estimulante y hermoso”. Y analiza algo que no puede descartarse a la hora de tratar con ellos: “Los jóvenes desconocen todavía quiénes son y tienen que decidir en qué tipo de personas se convertirán. Para ellos el futuro es todavía muy abierto y las opciones son muchas. Ellos están buscando la belleza, la autenticidad, ideales por los que vale la pena vivir y luchar... en una palabra, están buscando una verdadera vida. Ahí es donde la música se adapta a sus vidas para ofrecerles inspiración, nuevos ideales, los valores y la belleza”.
Es habitual verle al hermano tocando en la calle, colgando sus vídeos en las redes sociales, y le preguntamos por estos escenarios tan particulares. “No me gusta cantar especialmente en las calles porque es difícil y hay que ganarse un público. Ganar audiencia es duro. Cuando estoy en la calle más que tocar música a lo que me dedico es captar la atención de los viandantes para compartir una palabra con ellos acerca de Cristo después de la canción”.
Y sobre las redes sociales nos explica que “los medios de comunicación son oportunidades para la evangelización. Es necesario llevar comentarios positivos, fotos y música inspiradora. Tenemos que sembrar un montón de pequeñas semillas de esperanza en todos los medios sociales. Dejemos que el Espíritu Santo haga crecer estas semillas, pero debemos hacer nuestra parte por estar presentes y compartir libremente todas las cosas buenas que Dios está haciendo en nuestras vidas”.
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46. La música, servidora de comunión
La fe no es sólo un asunto personal. Somos comunidad y el canto es uno de los mejores signos de nuestro sentir común. Y ello sin perder nada de la profundidad personal de cada una/o. La educación individualista explica las reticencias que algunos/as sienten todavía por el canto, precisamente porque el cantar con otros nos hace salir de nosotros mismos y sumarnos a la celebración comunitaria. La Iglesia es una comunidad de sentimientos que, a través del canto común, se manifiesta en una única voz. Este sentir común es expresado y, a la vez, fortalecido por el canto de todo el pueblo.
El canto del pueblo reunido es fundamental e insustituible. Es al pueblo a quien corresponde expresar su fe y responder a la Palabra anunciada con "himnos, salmos y cánticos inspirados" (Col 3, 16). El papel musical de animadores, cantores, instrumentistas, coro ... es importante; pero siempre como parte integrante de la asamblea que celebra y canta. "Nada más festivo y mas grato que una asamblea que, toda entera, expresa su fe por el canto. Por ello, se promoverá diligentemente la participación activa de todo el pueblo por medio del mismo" (Musicam Sacram 16). Esta participación exige la formación del pueblo para el canto. La Instrucción Musicam Sacram, en el nº 18, encarga a las asociaciones y movimientos de laicos que contribuyan a ella.
La Iglesia da la primacía a las celebraciones comunitarias y en ellas el canto unánime es una necesidad vital de la asamblea reunida. El canto es expresión de la comunidad, pues "pone de manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano" (Ordenación General de la Liturgia de las Horas 270). "El misterio de la Sagrada Liturgia y su carácter comunitario se manifiestan mediante la unión de las voces que debe expresar un profunda unión de corazones" (Musicam Sacram 5). En el momento cumbre de la actividad eclesial -la Liturgia- el canto aparece para glorificar a Dios, pues, antes que nada, la primera tarea de los cristianos reunidos es la alabanza. El gozo y el entusiasmo que la música proporciona al culto son expresión de la riqueza vital de una comunidad.
Ya desde las primeras comunidades cristianas es todo el pueblo el que canta a una voz las aclamaciones de los salmos y de los himnos. El canto contribuye poderosamente a crear comunidad, uniendo e igualando a los miembros que cantan. Y las diferencias de edad, cultura, condición social, etc, quedan rebasadas. Lo explica S. Juan Crisóstomo : "Habla el profeta y todos respondemos, todos mezclamos nuestra voz a la suya. Aquí no hay esclavo, ni libre, ni rico, ni pobre, ni príncipe, ni súbdito. Lejos de nosotros estas desigualdades sociales, formamos un solo coro. Todos formamos parte igualmente en los santos cánticos, y la tierra imita al cielo. Tal es la nobleza de la Iglesia. . Y no se dirá que el dueño canta con seguridad y que el siervo tiene la boca cerrada; que el rico hace uso de su lengua y que el pobre no; que el hombre tiene derecho a cantar y la mujer debe permanecer en absoluto silencio. Investidos de un mismo honor, ofrecemos todos un común sacrificio, una común oblación una sola voz de distintas lenguas se eleva al Creador del universo" (Homilía 5, 2) .
Nadie debe quedarse sin cantar. El abstenerse del canto equivale a marginarse de la asamblea y romper su unidad. Al cantar, la voz de cada uno/a debe tender a formar un solo sonido coral con el resto de la asamblea. Si alguien posee una voz difícilmente armonizable con el coro común, ha de esforzarse por cantar moderadamente, sin molestar a la piedad de los demás; pero no callar. En este mismo sentido, el micrófono no debe ser protagonista. La mejor megafonía es la que menos se nota. A esta modestia se refiere el Misal Romano cuando dice: "El micrófono, por su dimensión y colocación, no ha de restar valor a los demás utensilios y símbolos litúrgicos". A veces se ve más el micro que el cáliz.
Este canto de todo el pueblo es signo de comunión. El cantar a una voz está reclamándonos la fraternidad y la unidad; del canto común el Espíritu hace brotar una poderosa fuerza de unión y reconciliación. "El canto rehace las amistades, reúne a los que estaban separados entre sí, convierte en amigos a los que estaban mutuamente enemistados. Pues, ¿quién es capaz de considerar todavía como enemigo a aquel con quien ha elevado una misma voz hacia Dios?. Por tanto, el canto de salmos y cánticos inspirados nos procura el mayor de los bienes: la caridad. El canto encuentra el vínculo para realizar la concordia y reúne al pueblo en la sinfonía de un mismo coro" (San Basilio).
Por la acción del Espíritu Santo, el canto nos hace sintonizar -primero- con nuestro yo más profundo. Luego entre nosotros, todos los participantes en la asamblea. Y así, constituidos en un único coro de hijos e hijas de Dios santificados/as, nos abrimos al misterio de la catolicidad de la Iglesia, sacramento universal de salvación y germen de unidad en el mundo. La comunión entre cristianos y cristianas de distintos movimientos, lenguas, culturas y confesiones ha de expresarse a través de signos comunes entre los que la música tiene especial importancia. El canto nuevo no estará completo hasta que los hombres y mujeres de toda raza, pueblo, edad y condición hayan unido a él sus voces.
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47. Cantar en familia
«El canto es un don que trae luz a la familia», dice el P. Granados. Por un lado, descubre un afecto común: cantamos porque nos ha sucedido algo juntos. Algo que nos rebosa y que tiene que expresarse con algo más que palabras: ¡con canto! Y por otro lado, permite que este afecto cree una memoria afectiva que nos ayuda a ordenar los deseos. La memoria de un cumpleaños, de un aniversario, de los villancicos en Navidad, de los cantos a la Virgen en mayo… Todos esos momentos configuran un universo de afectos que llaman a la familia a actuar junta. El canto educa la alianza. En el “nosotros”, cada protagonista entiende su papel y se vincula.
El canto trae el aroma de la confianza. En un ambiente donde se canta uno puede confiarse. Al cantar juntos algo que nos aúna, se dilata la pertenencia a una familia q ue me recuerda un origen y un destino grandes. ¡El canto genera ambiente!
El canto centra el afecto. Cantar trae una risa o una lágrima, ambas frutos preciosos de un gozo o una pena compartidos. Y así ayudará siempre a ese corazón a recordar que no sufre ni goza solo, ni para sí mismo.
El canto es el tono de uno y de otro. Hasta el abuelo o el recién llegado ponen su nota, como hace un instrumento en la orquesta, o un solo, o una voz que se despliega. El canto es presencia real. Cantar es “cantar victoria” de las redes humanas sobre las virtuales. Vence la presencia, aunque sea “desafinada”. Cantar convoca la vida. Saborear una pasta, un brindis o un baile improvisado son buenos compañeros del canto.
Lo que aprendemos de pequeños se nos queda grabado para siempre... Cuántas veces Dios utiliza un canto grabado por la memoria infantil para hacer que un adulto vuelva a aquella primera experiencia de fe. Por otra parte, a los niños y niñas les gusta cantar por naturaleza, porque el canto crea un atmósfera de alegría que necesitamos para crecer de una manera armoniosa; el sentimiento de unidad que proporciona cantar juntos es importante ya desde la primera infancia.
Es bueno que nuestros niños crezcan en un hogar donde la música y la fe estén asociadas; eso evitará que más tarde se vean en el dilema (con el que se encuentran muchos músicos) de tener que elegir entre Dios y la música, convertida en un ídolo, en un semidiós. El niño es más accesible que el adulto a los diversos estilos de música, a ritmos e intervalos distintos. Si queremos renovar y ampliar los estilos musicales en nuestra Iglesia, debemos empezar por nuestros niños y niñas. Ellos saben reconocer de manera natural lo que es bonito o atractivo, lo que es especial; hemos de cultivar su sensibilidad a través de la música y el canto. Por todo ello, es importante elegir cuidadosamente las canciones a través de las cuales nuestros niños y niñas van a conocer y expresar su fe.
Una palabra clave, tanto para la música como para la fe de nuestros niños, es impregnación. Solo arraigará en nuestros niños profundamente, aquello en lo que están inmersos, en lo que viven día a día; por decirlo así, aquello que han mamado. La música y el canto, bien utilizados, pueden verdaderamente impregnarlos de fe, esperanza y amor; son un buen aceite para que el Espíritu Santo los vaya empapando.
Al pasar por lugares de trabajo común, a Chesterton le sorprendió comprobar que cada vez se cantaba menos. Hasta que se dejó de cantar. Porque, en cierto modo, se dejó de trabajar en comunión. El trabajo individualista insemina una prisa y ansiedad por llegar rápido a un resultado. Poco importa el camino. El canto estorba, carece de sentido. Cantar es reconocer que en nuestro obrar común hay algo más grande que uno mismo y su resultado.
¡La necesidad de recuperar la alegría del bien de la comunión! Hoy se canta poco porque se vive con poco impulso el bien de la comunión. En el canto hay un encuentro fecundo, hay un desplegarse juntos en el que surge una belleza que no se puede imaginar en solitario. Esa sobreabundancia nos llena de alegría, pues reconocemos que en la vida hay más de lo que aparece.
Necesitamos cantar. El gusto viene después. A veces, no cantamos porque esperamos “sentirnos bien” para cantar. Pero sucede al revés: canta y reconocerás la belleza de la concordia. Y alegrándote por el canto recrearás una música nueva.
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48. Cantar en comunidad
La fe no es únicamente un asunto personal. Somos comunidad y el canto es uno de los mejores signos de nuestro sentir común. Y ello sin perder nada de la profundidad personal de cada una/o. La educación individualista explica las reticencias que algunos/as sienten todavía por el canto común, precisamente porque el cantar con otros nos hace salir de nosotros mismos y sumarnos a la celebración comunitaria. La Iglesia es una comunidad muy diversa que, a través del canto común, se manifiesta en una única voz. Este sentir común es expresado y, a la vez, fortalecido por el canto de todo el pueblo.
Ya desde las primeras comunidades cristianas, es todo el pueblo el que canta a una voz las aclamaciones de los salmos y de los himnos. El canto contribuye poderosamente a crear comunidad, uniendo e igualando a los miembros que cantan. Y las diferencias de edad, cultura, condición social, etc. quedan rebasadas. Lo explica S. Juan Crisóstomo: "Habla el profeta y todos respondemos, todos mezclamos nuestra voz a la suya. Aquí no hay esclavo, ni libre, ni rico, ni pobre, ni príncipe, ni súbdito. Lejos de nosotros estas desigualdades sociales, formamos un solo coro. Todos formamos parte igualmente en los santos cánticos, y la Tierra imita al Cielo. Tal es la nobleza de la Iglesia... Y no se dirá que el dueño canta con seguridad y que el siervo tiene la boca cerrada; que el rico hace uso de su lengua y que el pobre no; que el hombre tiene derecho a cantar y la mujer debe permanecer en absoluto silencio. Investidos de un mismo honor, ofrecemos todos un común sacrificio, una común oblación... una sola voz de distintas lenguas se eleva al Creador del universo" (Homilía 5, 2).
Nadie debe quedarse sin cantar. El abstenerse del canto equivale a marginarse de la asamblea y romper su unidad. Al cantar, la voz de cada uno/a debe tender a formar un único sonido coral con el resto de la asamblea. Si alguien posee una voz difícilmente armonizable con el coro común, ha de esforzarse por cantar moderadamente, sin molestar a la piedad de los demás; pero no callar. En este mismo sentido, el micrófono no debe ser protagonista. La mejor megafonía es la que menos se nota. A esta modestia se refiere el Misal Romano cuando dice: "El micrófono, por su dimensión y colocación, no ha de restar valor a los demás utensilios y símbolos litúrgicos". A veces, se ve más el micro que el cáliz...
La Iglesia da primacía a las celebraciones comunitarias; en ellas, el canto unánime es una necesidad vital de la asamblea reunida. El canto es expresión de la comunidad, pues "pone de manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano" (Ordenación General de la Liturgia de las Horas 270). "El misterio de la Sagrada Liturgia y su carácter comunitario se manifiestan mediante la unión de las voces que debe expresar un profunda unión de corazones" (Musicam Sacram 5). En el momento cumbre de la actividad eclesial -la Liturgia- el canto aparece para glorificar a Dios, pues, antes que nada, la primera tarea de los cristianos reunidos es la alabanza. El gozo y el entusiasmo que la música proporciona al culto son expresión de la riqueza vital de una comunidad.
Este canto de todo el pueblo es signo de comunión. El cantar a una voz está reclamándonos la fraternidad y la unidad; del canto común, el Espíritu hace brotar una poderosa fuerza de unión y reconciliación. "El canto rehace las amistades, reúne a los que estaban separados entre sí, convierte en amigos a los que estaban mutuamente enemistados. Pues, ¿quién es capaz de considerar todavía como enemigo a aquel con quien ha elevado una misma voz hacia Dios? Por tanto, el canto de salmos y cánticos inspirados nos procura el mayor de los bienes: la caridad. El canto encuentra el vínculo para realizar la concordia y reúne al pueblo en la sinfonía de un mismo coro" (San Basilio).
Por la acción del Espíritu Santo, el canto nos hace sintonizar -primero- con nuestro yo más profundo; luego, entre todos los participantes en la asamblea. Y así, constituidos en un único coro de hijos e hijas de Dios santificados/as, nos abrimos al misterio de la catolicidad de la Iglesia, sacramento universal de salvación y germen de unidad en el mundo. La comunión entre cristianos y cristianas de distintos movimientos, lenguas, culturas y confesiones ha de expresarse a través de signos comunes, entre los que la música tiene especial importancia. El canto nuevo no estará completo hasta que los hombres y mujeres de toda raza, pueblo, edad y condición hayan unido a él sus voces.
Desde este sentir de la Iglesia sobre el canto en comunidad, ¿qué decir de los ministros del canto, coros, salmistas, músicos...? Pues que su ministerio tiene que servir de puente entre ellos y el pueblo. Es decir, su tarea pastoral está no en brillar ellos sino en hacer que el pueblo cante con un solo corazón y una sola voz. Su ministerio tiene esta importancia: sus carismas al servicio para guiar, conducir, mantener el canto comunitario. Me viene al corazón el versículo del Salmo 115: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la Gloria». Discernir el canto apropiado, el tono y ritmo apropiados...
Todavía hoy, en pleno s. XXI, el canto de una comunidad sigue siendo expresión activa de la presencia de Dios. Continúa habiendo abundantes testimonios de vuelta a Dios en los cuales escuchamos: «No solía ir a la Iglesia, pero ese día entré; escuché una música que me empujó a entrar... Y allí me esperaba el Señor». Estar el servicio del canto en comunidad es, de algún modo, responder a la misma oración de Jesús el Señor: «Padre, que sean uno para que el mundo crea que Tú me has enviado».
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49. Cantar en el Espíritu
Además del canto expresado por nuestros labios, existe un cántico interior que resuena en lo profundo del corazón humano. "Sin voz también es posible cantar, con tal de que resuene interiormente el espíritu. Pues cantamos no para los hombres sino para Dios, que puede escuchar nuestros corazones y penetrar en la intimidad de nuestra alma" (S. Juan Crisóstomo). El cántico interior no está en oposición con el canto vocal; al contrario, es el alma y el verdadero contenido de éste. "¡Alabemos al Señor nuestro Dios no solamente con la voz, sino también con el corazón... La voz que va dirigida a los hombres es el sonido; la voz para Dios es el afecto" (S. Agustín). Estamos hablando, por tanto, no de cantos aprendidos, nos de letras y músicas adultas, racionales, regladas... sino de cantar desde el Amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones y hacerlo tal cual lo haría un bebé que todavía no sabe hablar.
Cantar en el Espíritu, como auténticos bebés en el regazo de su Padre, es algo que pertenece al nivel del don. Es una oración de descanso. El hecho de no componer frases razonables ni pedir algo concreto, hace la oración muy descansada. Tu corazón puede funcionar sin tu mente. Por eso, en momentos en que estés cansado y agobiado, y no seas capaz de orar, piensa que la oración es el corazón. Tu corazón es tu deseo, tu esperanza, tu anhelo más profundo... aunque no puedas formularlo en frases hechas. El Espíritu Santo alienta tu corazón sin cansarte, sin obligarte: lo tienes ahí dentro... Es cantar desde el amor y la adoración. Nace del profundo deseo de alabar al Padre y manifestarle con especial amor el deseo que hay en nosotros de Él. Es el Espíritu quien nos impulsa a una alabanza más plena, de manera que hasta el último rincón de nuestro ser se pone en actividad. Procede de una capacidad propia de toda persona: en todos hay semillas y nostalgias hondas del bien y de la felicidad. En algún sentido, todos oramos en el Espíritu, ya que todos gemimos y deseamos desde lo más profundo.
"He aquí que el Espíritu Santo te da como el módulo para cantar: no busques las palabras como si pudieras explicar de qué modo se deleita a Dios. Canta con regocijo, pues cantar bien a Dios es cantar con regocijo. ¿Qué significa cantar con regocijo? Entender por qué no puede explicarse con palabras lo que se canta en el corazón. Así pues, los que cantan, ya en la siega, o en la vendimia, o en algún trabajo activo o agitado, cuando comienzan a alborozarse de alegría por las palabras de los cánticos, estando ya como llenos de tanta alegría, no pudiendo ya explicarla con palabras, se comen las sílabas de las palabras y se entregan al canto del regocijo. El júbilo es cierto cántico o sonido con el cual se significa que da a luz el corazón lo que no puede decir o expresar. ¿Y a quién conviene esta alegría, sino al Dios inefable?. Es inefable aquel a quien no puedes dar a conocer, y si no puedes darle a conocer y no debes callar ¿qué resta, sino que te regocijes, para que se alegre el corazón sin palabras? ¿Qué significa aclamación? Admiración de alegría que no puede explicarse con palabras. Cuando los discípulos vieron subir a los Cielos a quien lloraron muerto, se maravillaron de gozo; sin duda a este gozo le faltaban palabras, pero quedaba el regocijo, que nadie podía explicar. No vayamos sólo en busca del sonido del oído, sino de la iluminación del corazón" (S. Agustín, en su comentario al salmo 46).
"El júbilo que no puede explicarse con palabras y que, sin embargo, se testimonia con el grito de la voz, se denomina regocijo. Pensad en aquellos que se regocijan, en cualquier clase de canto y como en cierta lid de alegría mundana, y veréis de qué modo, entre los cánticos modulados con la voz, se regocijan rebosantes de alegría cuando no pueden declararlo todo con la lengua, a fin de que por aquellos gritos inarticulados dé a conocer la afección del alma, lo que se concibió en el corazón y no es capaz de expresarlo con palabras. Luego, si estos se regocijan por el gozo terreno, ¿nosotros no debemos dar gritos de alegría, regocijarnos por el gozo celestial, que ciertamente no podemos expresar mediante palabras?" (S. Agustín, comentario al salmo 94).
Cuando cantamos en el Espíritu renovamos interiormente aquella experiencia de Jeremías: «¡Señor, sabes que no se hablar!» (Jer 1, 6). O la experiencia del tartamudo de Moisés (Ex 4, 10). Estamos cumpliendo la Palabra de Jesús: "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). Se dice de San Francisco de Asís que “muchas veces, cuando oraba, hacía un arrullo semejante, en la forma y el sonido, al de la paloma, repitiendo: uh, uh, uh... Y con cara alegre y corazón gozoso se estaba así en la contemplación".
"Quien ha aprendido a amar la Vida Nueva sabe cantar el cántico nuevo. De manera que el cántico nuevo nos hace pensar en la Vida Nueva. Hombre nuevo, cántico nuevo, testamento nuevo... todo pertenece al mismo y único Reino” (S. Agustín).
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50. Servir a Dios a través de la música
Si has sido llamado/a a servir al Señor por medio de la música y el canto, lo primero y fundamental es un espíritu humilde, un corazón quebrantado y humillado. Abre tu corazón, escucha Su voz, la voz de Dios, y deja que tu vida sea una alabanza de su Gloria. Quizás hasta ahora has hecho de la salvación una cuestión de obras, de ser bueno, de portarte bien… Y lo mismo tu servicio a través de la música y el canto: ayudar, solemnizar, embellecer... No está mal, pero no es suficiente. Actos buenos se hacen en todas las religiones. Lo específico de la nuestra es Jesucristo. Amarle, identificarse con Él y proclamarle a Él: esta es la esencia del cristianismo. Dice Rom 10, 17: «La fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la Palabra de Cristo». Hermano, hermana, llamado por el Señor a su ser discípulo misionero en este campo de la música y el canto: la obra que Dios quiere es que proclames a Jesucristo. ¡Esto es lo que hace feliz a Dios!
Visto a la luz de la Palabra de Dios, podemos contemplar cómo el Señor obra a través de la música y la usa como un medio poderoso para producir aquellas obras que Él desea. La música cristiana, la música de Dios, hoy... ¡debe ser profecía! Porque Dios quiere llevar tu servicio por medio de la música y el canto allí donde Él pueda hacer con este servicio obras poderosas en el Espíritu. Obras que nosotros no podemos realizar por nuestras propias fuerzas, ni con muchos estudios, ni con la máxima capacitación. ¡Solo Dios puede hacer estas obras! Porque Dios no ha creado la música simplemente para entretener a la gente, sino con propósitos mucho más poderosos.
Con frecuencia veo muy buenas interpretaciones vocales e instrumentales por parte de coros, salmistas, cantantes y músicos cristianos. Es posible que en una buena parte de ellos únicamente haya -en el mejor de los casos- una intención que podríamos llamar estética. No está mal para empezar; pero la pregunta es: ¿Hay frutos espirituales? ¿Es una música que edifica, que construye el Cuerpo de Cristo? Lo que sí constato a menudo -y he de decirlo honestamente y con pena-, es el florecimiento de eso que Pablo llama “frutos de la carne”, “obras de la carne”. En Gál 5, 20 enumera algunas de ellas: «Enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades y cosas por el estilo». Esto aparece a menudo en medio de nuestra música cristiana.
El propósito de nuestro servicio a través de la música y el canto consiste en llevar la Palabra de Dios, comunicar de parte de Dios lo que Él desea decirle a su Iglesia. En 2Re 3, 15-16 se cuenta cómo el profeta Eliseo, antes de profetizar, dice: «Traedme ahora un músico. Mientras el músico tañía, la mano del Señor vino sobre Eliseo, que profetizó». Vemos aquí cómo la música es un elemento que libera la Palabra de Dios y, por otro lado, abre el corazón de quien escucha esa Palabra. Por lo tanto, hemos de ser cada vez más sensibles a este poder que hay en la música cuando es una música ungida por el Espíritu Santo. Hemos de mantenernos atentos y sensibles a esto para no estropear la acción de Dios a través de Su música.
En Dt 31, 19 dice el Señor a Moisés: «Y ahora, escribid este cántico, enseñádselo a los hijos de Israel, haced que lo reciten, para que este cántico sea mi testigo contra los hijos de Israel». En el versículo 22 añade: «Aquel día Moisés escribió este cántico y lo enseñó a los hijos de Israel». O sea, que Dios dictó el canto y Moisés enseñó el canto que Dios le había dictado. ¡Dios sigue actuando así! Dios sigue utilizando la música para hablarle al corazón a su pueblo. Y Dios sigue teniendo músicos fieles, que utiliza como profetas para hablar a su pueblo; igual que utilizó a Moisés, como utilizó a Eliseo… Una música poderosa, llena del Espíritu Santo, que proclama la Palabra de Dios, que establece la verdad.
Busquemos que nuestra música esté en la presencia del Dios Todopoderoso. Es responsabilidad nuestra. Para ello, ha de ser nuestra prioridad acercarnos más a Él, estar delante de Él mucho tiempo; como David, que es un modelo para el músico cristiano, un hombre que conocía el corazón de Dios. Nosotros también hemos de desarrollar esta profunda relación con Él, hemos de dejar que el Espíritu Santo nos hable. Dios nos ha creado para que tengamos una profunda comunión con Él. Por eso, los dones que Él nos ha dado (la música y el canto) tienen una sola finalidad: su gloria. ¡La gloria de Dios! Solo si nuestro servicio está realmente consagrado al Señor, -y para eso nosotros tenemos que estar consagrados al Señor- solo así seremos instrumentos de bendición. Y el Señor nos ha colocado en un lugar importante, para construir o para destruir. Dice Sof 3, 17: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador, se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo». Aceptemos este reto: comprometámonos a utilizar nuestra música, nuestros dones que son suyos, nuestra música –que, en realidad, es suya-, al servicio del Evangelio, para traer la libertad a los oprimidos, la vista a los ciegos, la vida a los muertos.
Jesucristo se ha acercado a nosotros y nos ha acercado a la vida de Dios! Amor es nombre de persona: la Tercera Persona Divina se llama Amor. Amor es el nombre propio del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. El Espíritu me descubre que mi vida espiritual no es una conquista que yo hago. El Espíritu Santo me revela a Cristo, Dios y hombre. Al hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres; camino, verdad y vida. Me revela que ese hombre, Jesús, elegido del Padre, ha muerto por mí, “me ha redimido en su cuerpo de carne”. Si crees esto y lo proclamas… ¡estás salvado! “Por pura gracia estáis salvados” (Ef 2, 5). Si con tu música, con tu canto, anuncias a Jesucristo y proclamas que ha muerto y resucitado, y que en Él se encuentra la explicación y la plenitud del universo entero, das la mayor gloria posible a Dios.
Exulta, pues, con Francisco de Asís: ¡El sentido de mi vida es cantarle y alabarle! Dios me ama a cambio de nada, me ama sin más; me amará siempre, a pesar de los pesares. “Si somos infieles, Él permanece fiel porque negarse a sí mismo no puede” (2Tim 2, 13). Con mi oración, con mi canto, no podré pagar siquiera un gramo de su amor, porque hasta el canto y la música que llamo míos son, en realidad, un regalo suyo: Dios mismo es quien canta y toca en mí. Todo es don suyo; porque de Él, y por Él, y para Él… son todas las cosas.