La ORACIÓN carismática
La Renovación Carismática Católica es una realidad eclesial reconocida por la Santa Sede que nace en 1967 en Duquesne (Pittsburgh-Estados Unidos), a raíz de lo acontecido a unos estudiantes universitarios que se reunieron para orar sobre la experiencia de Pentecostés. Su deseo era vivir lo mismo que se relata en los Hechos de los Apóstoles… Y experimentaron la efusión del Espíritu y la manifestación de dones carismáticos. La experiencia se extendió rápidamente por todo el mundo y ha alcanzado hasta el momento a más de 120 millones de católicos. Dieciséis años después nací yo, en España, en el seno de una familia que vivía ya esta espiritualidad. Mis padres fueron de los que recibieron esta “novedad del Espíritu”. Enriquecidos por ella, vieron transformada su vida… y todavía hoy participan comprometidamente de esta corriente de gracia. Así, desde pequeño, la forma de oración propia de la Renovación estuvo presente en mi día a día: la espontaneidad de una oración inspirada en cada momento, la alabanza a Dios por lo que Él es en nuestra vida, la frescura de vivir abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo, la alegría y la fuerza de los cantos como parte de la oración, la expresión también con el cuerpo de lo que vivimos en el corazón… Todas ellas, características de un modo de orar que hoy forma parte de mi vida y mi relación con Cristo. La alabanza -a la que acabo de referirme- es una de las formas más características de la oración carismática: expresión del encuentro entre el espíritu del hombre y el Espíritu de Dios que nos lleva al encuentro con Jesús. A través de la alabanza dejamos de mirarnos a nosotros mismos y comenzamos a mirar a Dios: su amor por nosotros, su misericordia, su grandeza… Y en este volver la mirada a Dios, nos vamos encontrando con Él, casi sin darnos cuenta. Alabo al Señor simplemente por quién es y por cómo me ama. Y es el Espíritu quien mueve mi corazón, quien me lleva a esta alabanza para mi propia salvación. La oración de alabanza tiene el poder de Dios, porque es también un don de Dios: solo quien conoce a Dios puede alabarle de corazón. En mí ha hecho muchas maravillas. Recuerdo ir agotado al grupo de oración, y sentir nuevas fuerzas y nuevo gozo; otras veces, llegar cargado por luchas internas o externas, y salir realmente descansado; no tener palabras qué decir y, al escuchar las palabras de un hermano alabando al Señor, llenarme de gozo. ¡La alabanza rompe cadenas! La oración carismática ha sido el medio privilegiado mediante el cual yo he experimentado a Cristo. En la oración he visto al Señor actuando hoy como la hacía en el Evangelio: he visto sanado mi propio corazón y renovada mi vida de una forma humanamente imposible. “Hemos sido creados para alabanza de su Gloria” (Ef 1, 12). Cuando la alabanza es sincera y auténtica (“El Señor habita en la alabanza de su pueblo”) nos lleva a la adoración, a esa presencia majestuosa y sobrecogedora de Dios, al lugar donde las palabras no llegan y nos encontramos con Él cara a cara. Reconociendo quién es Él y quién soy yo, solo puedo, en la alabanza profunda del corazón, esperar en su misericordia y en su gracia. Esta adoración, precedida por la alabanza, no se da solamente en la adoración eucarística, sino que es el estado de nuestro ser ante Dios, en cualquier lugar o situación, estando solo o en comunidad. Espiritualmente, puedo adorar al Señor allí donde estoy: en mi habitación, en mi lugar de trabajo… En la alabanza, corro hacia el trono de la Gracia, me preparo para entrar en su presencia; y, en la adoración, las puertas de la sala del trono se abren y no puedo hacer otra cosa que postrarme ante el Rey. Es el lugar donde ocurren los milagros, donde somos transformados y restaurados; como si el tiempo se detuviese, y Dios y yo, a solas, entablamos un diálogo sin palabras. Yo he visto transformarse mi vida en este espacio de adoración en el que vuelvo a mi origen y a mi fin: el mismo Dios vivo y presente. Un momento de eternidad, la eternidad que anhela el corazón humano. Estas dos formas de oración, la alabanza y la adoración, entrelazadas entre sí y únicas en sí mismas, que siempre han estado en la Iglesia, han sido redescubiertas en la Renovación Carismática… y, con la ayuda de la música y los cantos, son instrumento para que la vida de miles y miles de personas cambie. Nosotros vamos a Dios en nuestra oración y Él se abaja hasta tocarnos y transformarlo todo con su presencia. Martiño Rodríguez / Misión Joven nº 383 - 2008
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