¡Devolved el poder a Dios!
“En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»” (Mt 18, 1-4).
Esta vez, convertirse sí que significa volver atrás, ¡a cuándo eras un niño! El mismo verbo utilizado, strefo, indica invertir el sentido de la marcha. Esta es la conversión de quien ya ha entrado al Reino, ha creído en el Evangelio y lleva tiempo al servicio de Cristo. Es nuestra conversión, la de los que llevamos años, tal vez desde el principio, en la Renovación Carismática. ¿Qué sucedió a los apóstoles? ¿Qué es lo que supone la discusión sobre quién es el más grande? Que la preocupación mayor ya no es el reino, sino el propio puesto en él, el propio yo. Cada uno de ellos tenía algún derecho para aspirar a ser el más grande: Pedro había recibido la promesa del primado, Judas la bolsa del dinero, Mateo podía decir que él había renunciado a más que los otros, Andrés que había sido el primero en seguirlo, y Juan que habían estado con él en el Tabor… Los frutos de esta situación son evidentes: rivalidad, sospechas, enfrentamientos, frustración.
Volverse niños, para los apóstoles, significaba volver a cómo eran en el momento de la llamada a la orilla del lago o en el mostrador de los impuestos: sin pretensiones, sin derechos, sin enfrentamientos entre ellos, sin envidias, sin rivalidad. Ricos sólo en una promesa (“Os haré pescadores de hombres”) y en una presencia, la de Jesús. Volver al tiempo en el que todavía eran compañeros de aventura, no competidores por el primer puesto. También para nosotros volverse niños significa regresar al momento en el que tuvimos por primera vez una experiencia personal del Espíritu Santo y descubrimos lo que significa vivir en el Señorío de Cristo. Cuando decíamos: “¡Jesús solo basta!” y lo creíamos.
Me impresiona el ejemplo del apóstol Pablo descrito en Filipenses 3. Descubierto Jesús como su Señor, él considera todo su glorioso pasado una pérdida, una basura, a fin de ganar a Cristo y revestirse de la justicia que deriva de la fe en él. Pero un poco más adelante sale con esta afirmación: “Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante” (Fil 3, 13). ¿Qué pasado? Ya no el del fariseo, sino el del apóstol. Él ha intuido el peligro que corría de encontrarse con una nueva “ganancia”, una nueva “justicia” toda suya, derivada de lo que había hecho al servicio de Cristo. Él anula todo con esta decisión: “Me olvido del pasado me lanzo hacia el futuro”.
¿Cómo no ver en todo esto una lección preciosa para nosotros en la Renovación Carismática Católica? Uno de los muchos eslóganes que circulaban en los primeros años de la Renovación –una especie de grito de guerra– era: “¡Devolved el poder a Dios!”. Quizá se inspiraba en el versículo del salmo 68, 35 “Reconoced el poder de Dios” que en la Vulgata se tradujo con “Restituid (reddite) el poder a Dios”. Durante mucho tiempo he considerado esas palabras como la mejor manera de describir la novedad de la Renovación Carismática. La diferencia es que por un tiempo pensé que el grito estaba dirigido al resto de la Iglesia y nosotros éramos los que estábamos encargados de hacerlo resonar; ahora pienso que está dirigido a nosotros que, quizás sin darnos cuenta, nos hemos apropiado en parte del poder que le pertenece a Dios.
En vista de un nuevo comienzo de la corriente de gracia de la Renovación Carismática, es necesario “vaciar los bolsillos”, empezar de cero, repetir con una profunda convicción las palabras sugeridas por el mismo Jesús: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17, 10). Hacer nuestro el propósito del Apóstol: “olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante”. Imitemos a los “veinticuatro ancianos” del Apocalipsis que “arrojan sus coronas delante del trono diciendo: ‘Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder’” (Ap 4,10-11). Sigue siendo actual la palabra de Dios dirigida a Isaías: “Pues, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?” (Is 43, 19). Bienaventurados nosotros si permitimos a Dios renovar lo que tiene en mente en este momento para nosotros y para la Iglesia.
Mi sugerencia para la cadena de oración: repetir muchas veces durante el día una de las invocaciones dirigidas al Espíritu Santo en la secuencia de Pentecostés, aquella que cada uno siente que responde mejor a su necesidad:
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
P. Raniero Cantalamessa O.F.M Cap.
Asistente eclesiástico de CHARIS
1 comentarios
"Nadie es más importante ni más grande que los demás.
ResponderEliminarCuando alguno de vosotros se cree más importante o más grande que los demás comienza la peste.
Repetid conmigo: '¿Quién es el jefe de la Renovación? El Señor Jesús'"
(Papa Francisco en el Olímpico de Roma / 2-7-2014)