Por mil generaciones
“Has
de saber, pues, que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que
guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que lo aman y guardan
sus mandamientos” (Dt 7, 9)
Todos tenemos antepasados que ejercieron una
influencia positiva y buena en nuestras vidas y ayudaron a conformar nuestro
futuro. Recogemos tanto lo positivo como lo negativo. De acuerdo con las
Escrituras, aquellos que entran en una relación amorosa con el Señor traen
bendiciones a su línea familiar por mil generaciones. Estas bendiciones sobrepasan
con mucho las maldiciones: ¡la gracia es más fuerte que la desgracia! En el
Antiguo Testamento hay buenos ejemplos de personas santas que contribuyeron a
que sus descendientes tuvieran grandes bendiciones: Abraham, Sara, Isaac,
Jacob, David… En el Nuevo Testamento tenemos a Zacarías, Isabel, Cornelio,
Pedro, Pablo… Todos eran gente corriente transformada por la gracia de Dios.
Una vez transformados, influyeron en el curso de la historia.
Del mismo modo, nosotros somos también
personas normales que, por la gracia de Dios, podemos transformar el curso de
la historia. Gracias a la vida del Espíritu en nosotros, llegamos a dar frutos
abundantes, buenos y duraderos. Cuando el Espíritu Santo fluye en nuestra vida,
podemos transformar lo ordinario en extraordinario. Es así como yo veo a mi
abuela Rosalina, que ha dejado huella en la historia de mi familia. Me
pregunto: ¿qué hizo? ¿cómo fue su vida? Y no puedo describir nada excepcional,
heroico o fuera de lo normal. Llevó de una manera extraordinaria la vida
cotidiana y sencilla en un pueblo de León. Creo, verdaderamente, que fue santa.
Nuestra historia personal está enraizada
en una historia de familias, a la cual no somos en absoluto ajenos, sino que
formamos parte de ella. Hay una serie de rasgos físicos y psíquicos, hay
inclinaciones, que no hemos elegido sino que hemos heredado: la tendencia a la
negatividad, a la culpabilidad, al rencor… Además, en lo profundo de nosotros
existen también experiencias familiares que nos han marcado. Incluso cosas que
no recordamos ya, o que les ocurrieron a nuestros padres o abuelos y produjeron
en ellos miedos, inseguridades, traumas… Todo esto constituye un “lote” que
llevamos en nuestro ser.
Es importante esta realidad
intergeneracional que marca nuestra historia personal. Nuestra alma ha de abrirse
a la luz de Jesús, que quiere entrar en un ámbito que nosotros no controlamos
pero que afecta a nuestra vida espiritual. Sin ser conscientes de ello, podemos
estar sufriendo fuertes ataduras, tristezas, situaciones de pecado… Veamos
algunas pautas muy generales y sencillas que nos abran horizontes en este tema:
NADA HAY OCULTO que NO QUEDE al
DESCUBIERTO (Mc
4, 22)
El primer paso es no tener miedo a poner
al descubierto acontecimientos y heridas del pasado. Nadie ha sido amado
perfectamente. Todos vivimos una lucha espiritual que hunde sus raíces en
nuestra historia. Y aquí podemos encontrar el origen del problema: ¿Por qué mis
miedos? ¿Por qué no me siento perdonado, aunque me confieso y creo en el
sacramento de la Reconciliación? ¿Por qué me paraliza el miedo a sentirme
rechazado/a? ¿Por qué reacciono siempre con desconfianza o con ira? ¿Por qué me
cuesta tanto manifestar mis sentimientos?
JESÚS SIEMPRE VIENE a SANAR (Mc 2, 17)
Si miramos nuestro pasado y las cosas que
no podemos cambiar, acabamos cayendo en la desesperanza… Jesús nos invita a
mirarlo a Él -que no está limitado por el tiempo y el espacio- y a poner las
situaciones del pasado bajo su mirada, a su luz, y bajo la intercesión de su Madre;
a acudir a nuestros grupos de intercesión y pedir insistentemente por las áreas
que sentimos que están afectadas por desamor -quizás desde varias generaciones-
en nuestra familia.
La EUCARISTÍA,
FUENTE de SANACIÓN
(Jn 6, 51)
“Yo
soy el Pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan, vivirá para siempre…” Toda la Eucaristía, desde la señal de
la Cruz inicial al rito final, nos invita a entrar en la presencia de la
Trinidad y a que nuestra vida se transforme en divina. El Rito Penitencial es
esencial, porque nos llama a vivir en el perdón, sin el cual no hay camino de
sanación. Es dejar marchar la dureza de corazón y aligerar los pesos de los
males recibidos, así como estar más dispuestos a perdonar siempre. En este
primer momento de la Eucaristía, haciendo presentes a nuestros antepasados, nuestra
oración debe ser: “Te perdono por lo que hiciste y que me está afectando a mí
hoy”. Presentamos todo tipo de mal que haya podido existir en nuestra familia:
ocultismo, violencia, suicidio, abortos, adicciones, infidelidades, rencor,
abandono, desamor, etc. También el mal que nosotros mismos hayamos causado. La
Palabra de Dios proclamada, el Credo, las peticiones… todo ello es un cauce
para abrirse a la sanación. En el Ofertorio debemos presentar, con el pan y el
vino, nuestra vida; y con ella, nuestro árbol genealógico unido a la muerte y
resurrección de Jesús. Llegamos así al culmen de la Consagración, donde pedimos
que la Sangre de Cristo lave en mí y en mi familia todos los vínculos
negativos. Terminamos con el Padre Nuestro, la oración después de la Paz, la
Comunión… ¡Avivemos nuestra fe en la presencia sanadora de Jesucristo que, en
la Eucaristía, sana y libera de todo mal!
La SANACIÓN es un PROCESO (Hb 1, 12)
“Dejemos
a un lado todo lo que nos estorba y el pecado que nos enreda, y corramos con
fortaleza la carrera que tenemos por delante.”
La vida en el
Espíritu es un proceso; también podríamos llamarle camino. De este modo se va
labrando nuestra madurez humana y espiritual. El “paso a paso” es una manera de
hacer de Dios, que se nos va revelando progresivamente. Así, si nos mantenemos
firmes y perseverantes en el camino de la fe, sin desanimarnos porque no
recibimos lo que pedimos en los tiempos marcados por nosotros, veremos la
gloria de Dios y creceremos en santidad. El fin del proceso es la vida eterna.
NO somos ISLAS: nos acompañan hermanos
(Gál 6, 2)
“Ayudaos
mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo”. Contamos
con hermanos para hacer este camino. Es necesario emplear, en este camino de sanación,
todo tipo de medios naturales: psicólogo, terapeuta, médico, amigo… Y, por
supuesto, los medios sobrenaturales: nuestra comunidad parroquial, grupo de
oración, equipo de intercesión, director espiritual, vida de oración,
sacramentos, lectura espiritual. El Maligno aprovecha nuestro aislamiento para
debilitarnos, mientras que Dios se hace fuerte a través de la Iglesia y los
medios que en ella tenemos.
Una
de nuestras tareas como cristianos es ser intercesores para nuestras familias,
canales a través de los cuales pueda pasar la sanación de Dios. ¡Ánimo, pues,
en esta obra de poner, ante Jesús el Señor, los lastres de pecado que puedan
venir a través de nuestro árbol genealógico! ¡Utilicemos las armas de Dios para
combatir toda clase de mal: Cristo nos trae la victoria!
Montse de Javier
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