Cultura de Pentecostés
Jesús no escribió nada ni mandó a los suyos a
escribir, sino a predicar y anunciar el Reino de Dios. En el Nuevo Testamento,
después de los cuatro Evangelios, está el Libro de los Hechos (no de las Palabras
o los Dichos) de los Apóstoles. Este libro de la Biblia coloca el acento en los
hechos y no en las palabras, y pone el fundamento principal de la Iglesia en el
mandato de continuar la misión de Jesucristo a través de su Espíritu. Si nos
acercamos a los primeros capítulos de los Hechos, descubrimos que, después de la
Ascensión del Señor al Cielo, se cumplió aquello que Él ya había anunciado y prometido
a los discípulos: la venida del Espíritu Santo, el primer Pentecostés
cristiano. ¿Y qué sucedió como consecuencia de esto? Dos cosas muy importantes
y estrechamente unidas entre sí: surge la Iglesia en todo su esplendor, la
primera comunidad cristiana, y contemplamos la primera evangelización de esa
Iglesia que llega hasta los confines de la Tierra. De esto trata todo el libro
de los Hechos de los Apóstoles: Espíritu Santo, Iglesia y evangelización.
Hemos de familiarizarnos más con este libro de la
Biblia, que resulta apasionante, nos inspira, nos levanta y nos pone en
pie, nos interpela y debe provocar hoy en nosotros una respuesta, porque
tenemos la misma identidad y la misma llamada que aquella primera comunidad de
discípulos misioneros. Y lo mejor de todo: tenemos al mismo Espíritu
Santo que hace posible lo que ahí leemos.
El sentido de Pentecostés, dice Raniero Cantalamessa,
se contiene en una frase de los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos
del Espíritu Santo». ¿Qué quiere decir que «quedaron llenos del Espíritu Santo»
y qué experimentaron en aquel momento los apóstoles? Tuvieron una experiencia
arrolladora del amor de Dios; se sintieron inundados de amor, como por un
océano. Lo asegura San Pablo cuando dice que «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
Todos los que hemos tenido una experiencia fuerte del Espíritu Santo confirmamos esto. El primer efecto que el Espíritu Santo produce cuando llega
a una persona es hacer que se sienta amada por Dios por un amor infinito y tierno.
Tras recibir el Espíritu, “los apóstoles daban testimonio con gran poder” (Hch 4, 33).
La Iglesia primitiva había sido evangelizada con la fuerza del Espíritu Santo;
es decir, fue en aquel Pentecostés cuando el mismo grupo de cobardes que había
estado escondido por miedo a los judíos, recibió la fuerza y el poder de lo
alto que les transformó en valientes misioneros y los hizo llegar hasta los confines
de la tierra para predicar a Jesucristo y anunciar el Reino de Dios. Lo que
sucedió en aquella escena nos lo relata el segundo capítulo del libro de los
Hechos: Pedro ha recibido la fuerza del Espíritu Santo que le empuja a hacer
aquella primera proclamación pública a todos los presentes en la plaza de
Jerusalén. Resulta curioso comprobar cómo una sola predicación dio un fruto de
tres mil conversiones (cf. Hch 2, 41), mientras que hoy ni siquiera tres mil
predicaciones consiguen apenas una sola conversión…¿Dónde está la diferencia?
Los apóstoles daban testimonio con gran poder, con la fuerza del Espíritu
Santo; para evangelizar con gran poder hay que ser evangelizado con gran poder.
Por eso es imprescindible hablar hoy de un nuevo Pentecostés que haga
posible una actual y nueva evangelización. Si hoy queremos vivir la experiencia
evangelizadora de la primitiva Iglesia, antes necesitamos haber sido
evangelizados con la fuerza del Espíritu. “El Evangelio es fuerza de Dios para
la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16). Solo una Iglesia evangelizada
puede convertirse en una Iglesia evangelizadora; solo una Iglesia que vuelve
una y otra vez al Cenáculo para recibir la fuerza del Espíritu Santo en un
nuevo Pentecostés, puede convertirse en una Iglesia que evangeliza con gran
poder, como la Iglesia primitiva. Sin nuevos evangelizadores no puede haber
nueva evangelización; sin nuevo Pentecostés ni Espíritu Santo no hay nuevos
evangelizadores ni nueva evangelización.
Dice el Cardenal Cantalamessa que "en Babel todos
hablan la misma lengua y, en cierto momento, nadie entiende ya al otro, nace la
confusión de las lenguas; en Pentecostés, cada uno habla una lengua distinta y
todos se entienden. Los primeros se dicen entre sí: «Vamos a edificarnos una
ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, para no
desperdigarnos por toda la faz de la tierra» (Gn 11, 4). Están animados por una
voluntad de poder, quieren «hacerse famosos», buscan su gloria. En Pentecostés, en cambio, los apóstoles proclaman «las grandes obras de Dios». No piensan en
hacerse un nombre, sino en hacérselo a Dios; no buscan su afirmación personal,
sino la de Dios. Por eso todos los comprenden. Dios ha vuelto a estar en el
centro; la voluntad de poder se ha sustituido por la voluntad de servicio, la
ley del egoísmo por la del amor."
Cada uno de los bautizados necesitamos un Pentecostés
personal que nos haga experimentar el poder del Espíritu Santo que da testimonio
de Jesucristo resucitado. Cuando presentamos la moral cristiana sin Cristo,
caemos en el moralismo; cuando celebramos la liturgia antes de haber
experimentado lo que conmemoramos, se transforma en ritualismo; cuando
presentamos la doctrina de la fe a quienes no han nacido de nuevo, del agua y
del Espíritu (Jn 3, 5), se produce con facilidad lavado de cerebro o
dogmatismo. Solo quien haya experimentado antes en carne propia que el kerygma,
la Buena Noticia de Jesucristo, es “fuerza de Dios para la salvación de todo el
que cree”, puede evangelizar. Porque únicamente los testigos anuncian y
convencen.
“El Pueblo de Dios, por la constante acción del
Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo” (Evangelii gaudium,
139). “En cualquier forma de evangelización, la iniciativa es siempre de Dios,
que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su
Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere
producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras” (Evangelii gaudium, 12).
El capítulo quinto de esta Exhortación Apostólica del papa Francisco está dedicado íntegramente a la primacía que el Espíritu Santo tiene hoy para nosotros. Se titula “Evangelizadores con Espíritu”. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios […]. Ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu […]. Él es el alma de la Iglesia evangelizadora […]. Invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos […]. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8, 26) […]. No hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos! (Evangelii gaudium, 259; 261; 280).
Es preciso volver a las fuentes y crear en nuestras realidades eclesiales la cultura de Pentecostés, porque una Iglesia que profundiza en su naturaleza pentecostal será una Iglesia esencialmente misionera y en salida permanente. Hagamos subir a la Iglesia al aposento alto para recibir la fuerza del Espíritu Santo una y otra vez. A menudo convertimos el viento huracanado de Pentecostés en aire acondicionado, al tratar de domesticar la fuerza del Espíritu. El viento huracanado siempre nos sorprende, rompiendo esquemas y seguridades propias; nos mueve a ser fieles al Señor y no buscar tanto agradar a los hombres, descubriendo una variedad de carismas que no debemos despreciar aunque nos incomoden o comprometan. La fuerza impetuosa del Espíritu siempre sopla como quiere y no la podemos dominar; es el poder del Espíritu quien nos hace vivir en la libertad de los hijos de Dios. Si la primera
evangelización en Jerusalén fue fruto de la irrupción impetuosa del Espíritu
Santo en aquel primer Pentecostés cristiano, la nueva evangelización hoy no
puede ser sino consecuencia de un nuevo Pentecostés que nos haga salir de
nosotros mismos para ir a las periferias del mundo y anunciar la Buena
Noticia a toda la creación.
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