Sal y Luz desde la música
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.” (Mt 5, 13-15)
Jesús nos llama a nosotros, sus discípulos, «sal de la tierra» y «luz del mundo». ¿Qué tienen en común ambas imágenes? Tanto la sal como la luz no existen para sí mismas, no tienen sentido por sí solas.
«Vosotros sois la sal de la tierra». La sal existe para salar los alimentos; la luz, para iluminar los objetos. El Maestro lo deja muy claro: los discípulos no existen para sí mismos, sino para los demás. Jesús llama a los cristianos para una misión que es más grande que ellos mismos. Mi vida sólo tiene sentido si la vivo «para» mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo, la sociedad; mi felicidad sólo la encuentro en don de mí mismo «por» el otro. Lo proclamó de manera magistral el Concilio Vaticano II: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24).
«Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín». Y la luz sirve para iluminar. La fe es luz, como nos recordó el Papa Francisco en su primera encíclica Lumen Fidei: «Quien cree, ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo Resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso» (nº 1). No podemos guardarnos esa luz para nosotros mismos. Eso sería contradecir nuestra misión. La luz tiene que brillar en medio de las tinieblas para disipar la oscuridad. Nuestra fe debe iluminar la noche en la que viven tantos de nuestros contemporáneos. Es esta la gran tarea de todos los cristianos: «tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar» (Carta a Diogneto, cap. 6).
Seamos discípulos misioneros desde el canto y la música que vivimos unidos a Él. Quien está unido a Él, recibe sabor y luz para su vida, que es su amor, su palabra, su presencia. Ser sal para los demás, porque la sal no se da sabor a sí misma, sino que está siempre al servicio.
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María y Pablo
Fijémonos en dos modelos -entre otros muchos-, en dos referencias para nosotros: María de Nazaret y Pablo de Tarso. Vamos a contemplar a Pablo y Silas en Filipos. Esta es la historia narrada en los Hechos de los Apóstoles:
"La gente se amotinó contra ellos; los pretores les hicieron arrancar los vestidos y mandaron azotarles con varas. Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y mandaron al carcelero que los guardase con todo cuidado. Este, al recibir tal orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo. Hacia la media noche Pablo y Silas estaban en oración cantando himnos a Dios; los presos les escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se conmovieron. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos. Despertó el carcelero y al ver las puertas de la cárcel abiertas, sacó la espada e iba a matarse, creyendo que los presos habían huido. Pero Pablo le gritó: «No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí.» El carcelero pidió luz, entró de un salto y tembloroso se arrojó a los pies de Pablo y Silas, los sacó fuera y les dijo: «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?» Le respondieron: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa.» Y le anunciaron la Palabra del Señor a él y a todos los de su casa. En aquella misma hora de la noche el carcelero los tomó consigo y les lavó las heridas; inmediatamente recibió el bautismo él y todos los suyos. Les hizo entonces subir a su casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído en Dios." (Hch 16, 22-34)
Dos hombres encarcelados injustamente, sometidos a cadena, en lo profundo de un socavón en lo profundo de la noche... ¡Es una suma de desgracias! Lo natural sería maldecir, prometer venganza, manifestar ira; pero este par de locos por Cristo lo que están haciendo es alabar, cantar... En medio de la noche, en medio de su desgracia, cantan la gloria de Dios, proclaman la gracia. Y la proclamación de la gracia… ¡supera la desgracia! La desgracia es como una losa, como una roca fría e indiferente a nuestro dolor. La desgracia nos aplasta y, con ello, quiere aplastar nuestra voz. Pablo y Silas no dejan que se aplaste su corazón, que se ahogue su voz. En lo profundo de la mazmorra, mantienen viva su alabanza, su voz para proclamar la gracia... ¡Y la gracia resulta más fuerte que la desgracia!
Cuando las cosas salen al revés, cuando tenemos encima la losa de la indiferencia... nos dejamos encerrar. Le hacemos el juego al mundo, al Enemigo, que lo que quieren es que se calle nuestra voz. La manera de vencerles es no callarse, es seguir proclamando, aún en la peor, en la más injusta de las situaciones... seguir proclamando quién es el Señor: “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!” (Ap 7, 10).
María es nuestro gran modelo de discípula misionera. Ella nos enseña a no estorbar la acción del Espíritu, no atascar el canal, agrandar el sí… para reventar prisiones, para que la gracia supere a la desgracia, para dejar a Dios ser Dios. La música y el canto son un camino privilegiado para llevar a las personas a encontrarse con Jesús. Son instrumentos que, usados por el Espíritu, tienen un gran poder evangelizador: hacen presente a Jesús en el corazón de quien escucha.
No ha habido -quizá- en la historia de la Iglesia un servicio musical más pobre y, al mismo tiempo, con mayor poder evangelizador que el de aquella prisión. A la luz de esta Palabra, reflexionemos sobre el fruto que producen nuestras ejecuciones musicales (incluso las más esmeradas). El Espíritu Santo es la clave: "Recibiréis la fuerza del Espíritu y seréis mis testigos... hasta los confines de la Tierra" (Hch 1, 8).
La música es un excelente medio para comunicar lo más precioso que tenemos: Jesucristo. Es la forma de expresión que se cuela más fácilmente en cualquier ambiente o lugar; los discursos cansan, pero la música conserva esa capacidad de "enganchar" a personas de todas las edades y condiciones. Nuestra música, nuestros cantos -como los de Pablo y Silas- han de transmitir quién es Dios para nosotros y qué ha hecho por nosotros. Deben reflejar una vida transformada por el poder de Dios, de un Dios vivo y verdadero, y suscitar sed de vida, de verdad.
La música y la experiencia de Dios viven juntas, porque la música es lenguaje de Dios. Los cantos tienen la propiedad de la perennidad; son profecías vivas que no mueren. La música permite evocar la acción de Dios en todo momento y circunstancia. La revelación de Dios, su palabra, su acción… llega mucho más lejos en el tiempo y el espacio cuando viene cantada, “musicada”; en cualquier momento o lugar podemos ponernos a cantar y tocar, a evocar la gracia vivida o abrirnos a la gracia nueva que Dios nos quiere dar. La música se pone al servicio de la Palabra para regar la tierra y hacerla germinar.
A través de la música “tocada” (ungida) por Dios cayeron las murallas de Jericó, fueron libres de la cárcel Pablo y Silas, se convirtieron el carcelero y su familia; a través de la música que el Espíritu Santo componga, cante o interprete por medio de ti, que eres sal de la tierra y luz del mundo, muchos creerán en el Evangelio y serán alcanzados por Jesucristo, el único Salvador.
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